Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero (66 page)

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Authors: Álvaro Mutis

Tags: #Relatos, Drama

BOOK: Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero
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»Una mañana golpearon a la puerta de mi alcoba y fui a abrir, pensando que se trataba de la dueña. Era Dora Estela que me miraba con ojos de asombro como si fuera una aparición. Me abrazó calurosamente y los ojos se le llenaron de lágrimas. Era la primera vez que la veía así.

»—Se salvó de milagro, Gaviero. Pensar que todo fue por culpa mía que le mandé esa loca a la mina. Pero quién iba a pensar que fuera capaz de semejante bestialidad —comentó secándose el rostro con las puntas de un gran pañuelo que traía amarrado a la cabeza y le daba un aspecto de erinia apaciguada.

»Me contó, luego, la llegada de Antonia al pueblo y la forma como la atacó en el café. Estaba dirigiéndole frases sin sentido cuando tomó una botella de cerveza que estaba en una mesa, la rompió contra el borde de metal y se le fue encima esgrimiendo el vidrio convertido en varias puntas mortales. La detuvieron a tiempo y se la llevaron amarrada. Se fue en el primer camión que salió para la capital y allí la encerraron en el manicomio. No volvió a hablar y había caído en una inmovilidad ausente de la que no parecía poder salir nunca. Le pregunté por Eulogio y me dijo que los golpes propinados de nuevo por los milicos lo habían dejado al borde de la muerte. Se estaba reponiendo muy lentamente. El problema era quién se iba a encargar de la finquita y del ganado. Ella no podía hacerlo ni sabía de eso. Sacó luego del seno un fajo de billetes y me lo entregó diciendo que era mi parte del oro vendido por Antonia en sus viajes a la ciudad. El que se llevó cuando intentó matarme lo habían requisado en el manicomio y se quedó en pago de los gastos de su entrada al hospital. Le pregunté cuánto era lo que me entregaba. No me sentía con ánimos de contar dinero. La suma era bastante importante y hubiera pagado la goleta para hacer los viajes de San Fernando de Noronha a Pernambuco. No fui capaz de disponer de un dinero que dejaba tras sí tantas desgracias. Tomé lo necesario para partir en el primer barco que saliera del puerto de mar más cercano. Le informé a Dora Estela que el resto era para sostener a la familia de Eulogio mientras éste se reponía y también para ella, en caso de que necesitase algo para su hijo. La Regidora se quedó mirándome con su ceño de pitonisa tras el cual escondía una sensibilidad sorprendente. Me indicó, luego, cómo iba a salir yo de allí. Ella había venido con Tomasito y éste me mandaba decir que la próxima semana pasaría para llevarme en Maciste hasta una ciudad cercana a la costa. Allí, un amigo suyo, conductor de camión, se encargaría de trasladarme al puerto. Debía usar un nombre falso, ellos escogieron el de Daniel Amirbar, y decir que era copropietario del camión en el que viajaba. Lo del nombre era idea, seguramente, de Dora Estela. Se lo pregunté y me lo confirmó sonriendo. Seguimos conversando y recordando episodios de nuestra amistad, hasta cuando volvieron a golpear a la puerta. Era Tomasito que entraba exultante a pesar del calor de infierno que reinaba en el puerto de río y, más aún, en mi habitación, que recibía todo el sol de la tarde. Venía a informarle a Dora Estela que partiría hasta el día siguiente porque tenía que esperar la lancha con la carga para San Miguel. Se quedó mirándola mientras le comentaba:

»—No tienes problema de habitación, Dorita. No creo que el Gaviero te niegue hospedaje por una noche.

»Dormimos juntos y, en esa noche de adiós a mis días de minero, me abracé al firme cuerpo de la Regidora con la gozosa desesperación de los vencidos que saben que la única victoria es la de los sentidos en el efímero pero cierto combate del placer. Al día siguiente, cuando desperté, Dora Estela ya había partido. Al igual que a mí, tampoco a ella le gustaban las despedidas. Con felina prudencia había preservado mi sueño. Una razón más para obligar mi gratitud. Los días siguientes los pasé en espera de la llegada de Tomasito. La dueña de la casa venía de vez en cuando para conversar conmigo. Era hija de libaneses y su marido también era de Beirut. Hablaba algunas palabras de árabe que aprendió de niña y le servían para entenderse con su esposo, que jamás consiguió hablar cabalmente el español. Cuando cayó enfermo, con un mal cardíaco que le imposibilitaba ganarse la vida en el comercio de baratijas de casa en casa, fue él quien le dio la idea de invitar algunas amigas a venir a su casa para encontrarse con hombres que estaban de paso en el puerto y querían disfrutar un rato con ellas. El secreto de su éxito consistía en el sigilo estricto que guardaba y en tener tratos sólo con hombres que no vivían en el pueblo. Tomasito y otros choferes amigos y dos o tres capitanes de los barcos del río eran sus fieles intermediarios. Solía gratificarlos ofreciéndoles las primicias interesantes que de vez en cuando se presentaban entre su clientela femenina. Las historias de la mujer eran fascinantes y se encadenaban de acuerdo con la más sabrosa tradición oriental de Las mil y una noches. Se asombraba siempre de que yo conociera tan bien, no sólo el país de sus padres, sino tanto sitio del Mediterráneo que se había acostumbrado a oír mencionar de niña y durante su vida de casada. Cuando le dije, por ejemplo, que mi pasaporte era chipriota, me comentó entusiasmada:

»—Fíjese qué curioso: tengo una prima en Limassol que se llama como yo, Farida. Está casada con un capitán de remolcador y de vez en cuando todavía me escribe.

»Recordé los remolcadores del puerto, siempre haciendo esperar a los barcos, y sus capitanes regateando siempre el pago de sus servicios con las razones más especiosas y absurdas. El olor del puerto de Limassol y sus tabernas griegas, todas con la misma música de buzuki, monótona y desabrida. Estuve a punto de contarle cómo había conseguido mi famoso pasaporte con un presunto abogado de Nicosia, pero preferí no inquietar a la pobre Farida, que ya tenía suficientes motivos para estarlo con mi presencia en su casa. Durante una de nuestras charlas nocturnas, me ofreció traerme a una señora casada con el secretario de la aduana. Era una rubia muy atractiva que, al parecer, hablaba francés. Le agradecí su propuesta pero no estaba el ánimo como para citas a ciegas.

»—Eso está mal —me dijo—. Una mujer siempre hace olvidar las preocupaciones. No hay mejor remedio que ése, se lo aseguro.

»Sus palabras me recordaron a mi amiga la Regidora y la vieja y bien probada confianza de los levantinos en las virtudes curativas del erotismo, sin importar cuáles sean los medios usados para disfrutarlo. En Limassol, precisamente, el mercado de efebos de la isla era la actividad más común en las tabernas del puerto. Más de un oficial nórdico pagaba a veces las consecuencias de su ingenuidad y se hallaba, a la madrugada, desnudo y atado a un poste de los muelles.

»Tomasito llegó por mí al caer la noche del sábado siguiente. Era un día de mucho movimiento y el viaje sería más seguro. Partimos de noche, después de despedirnos de Farida, quien me dijo con acento de Casandra:

»—Jamás lo volveremos a ver por aquí, Gaviero. Éstas no son tierras para usted y, si vuelve, no va a salir vivo. Yo se lo digo.

»Sus palabras me vienen de vez en cuando a la memoria, como una llamada que no acabo de descifrar. De todos modos, volver allá se me ocurre como algo impensable y nefasto. El viaje en Maciste nos tomó casi toda la noche. Atravesamos grandes extensiones de arrozales y campos de caña de azúcar, en medio de un calor que ni siquiera la marcha del vehículo hacía soportable. Yo iba recostado en unos bultos de café en almendra, que despedía un aroma civilizado y delicioso. Dormí muy poco, pero no por temor al peligro que pudiera esperarme, sino por obra de ese perfume que me recordaba mis días de Hamburgo, de Amsterdam y de Amberes, días presididos por ese olor del café tomado al borde de canales de agua dormida y oscura, en los que se reflejan los campanarios de viejas iglesias de la Reforma y las fachadas de casas habitadas por una burguesía laboriosa que cultiva cuidadosamente la pausada y mezquina hipocresía de sus convicciones. Poco antes del amanecer llegamos a la ciudad desde la que el amigo de Tomasito me llevaría al puerto sobre el Pacífico. Era uno de esos pueblos de las regiones azucareras, lugar de paso y cruce de caminos, lleno de cafés con billares y burdeles ruidosos con orquestas tocando toda la noche, donde se tiene siempre la impresión de que nadie duerme jamás. Los grandes camiones se estacionan en fila, a la entrada de los cafés, y el estruendo de sus motores hace coro con el de las bolas de billar, los tocadiscos a pleno volumen y el chocar de botellas en las mesas de latón esmaltado. Algarabía ensordecedora que la gente suele confundir con la felicidad. Tomasito se fue a entregar su carga y yo me quedé esperándolo en un sitio cuyo nombre no podía ser más anacrónico: Café Windsor. La cerveza seguía siendo ese líquido pobre de espuma y de sabor, que creaba en el estómago una especie de parálisis nauseabunda. El ron, en cambio, era uno de los mejores que he probado en mi vida, buena parte de la cual ha transcurrido en el Caribe y esto me da, creo, autoridad suficiente para calificar así el que me sirvieron en el Windsor, con mucho hielo y nada más. Una calurosa ola de bienestar me invadió lentamente y todas mis malandanzas se desvanecieron de la memoria como por ensalmo. Cuando llegó Tomasito, yo había trabado ya relación con dos billaristas y estábamos terminando una partida en la que llevaba la peor parte pero que disfrutaba inmensamente. Mi amigo conocía a mis compañeros de juego, cuyas profesiones resultaron ser tan imprecisas como distantes del código penal. Nos habíamos entendido tan bien que me hicieron más de una confidencia comprometedora. Terminamos de jugar y Tomasito pidió algo de comer para todos. Nos sirvieron mojarra con arroz y plátano frito en tajadas. Hacía tanto que no probaba pescado, que la mojarra me supo a gloria. Íbamos en la tercera botella de ron y consideraba ya la posibilidad de acompañar a mis nuevos amigos en una empresa de contrabando de telas y aparatos eléctricos que nos dejaría una fortuna, cuando llegó el chofer del camión que iba a llevarme al puerto. Saldría en unos minutos más. Teníamos prisa. Me despedí con la promesa de vernos en el puerto si no encontraba barco de inmediato y partimos hacia el camión. En una esquina se había instalado un retén del ejército que estaba pidiendo papeles a todo el mundo. Tomasito entró de repente con toda naturalidad en el zaguán de una casa y el chofer y yo lo seguimos de cerca. Mi amigo cruzó un patio con geranios y penetró en el solar que tenía una puerta que daba a otra calle. Todo sucedió con tal rapidez y familiaridad que una mujer que colgaba ropa a secar en el patio ni siquiera se volvió a mirarnos. Salimos por la puerta, desembocamos en una calle tranquila con casas semejantes a la que habíamos atravesado y, tras recorrer dos calles más, llegamos frente al depósito de una agencia aduanal en cuya puerta estaba el camión. Tomasito me estrechó fuertemente entre sus brazos sin decir palabra. El chofer y yo subimos a la cabina cuya comodidad y lujo me llamaron la atención. Antes de que el camión arrancara, Tomasito pasó a mi lado y dándome una palmada en el brazo me dijo con voz en la que se notaba una emoción contenida:

»—Suerte, Gaviero, mucha suerte. Bien que la necesita.

»El encuentro con el ejército y la escapada magistral gracias a su sangre fría me habían despertado a la realidad. El ron fuerte y aromático, los compañeros de billar y sus quiméricos e ilícitos proyectos, todo parecía pertenecer a un pasado impreciso. El conductor del camión resultó ser hombre de pocas palabras. No sé si porque lo fuera de verdad o porque Tomasito le pidió guardar cierta reserva conmigo. El viaje duró casi todo el día. La carretera remontó, primero, hacia la parte más alta de una cadena de montañas que corría paralela a la costa y luego descendió bruscamente hasta el puerto. El chofer detuvo el camión en una calle solitaria y me alargó un papel donde estaba escrito en lápiz: "Hotel Pasajeros, míster Lange". Debía mostrárselo a la persona allí indicada que se encargaría de alojarme. El hotel estaba sobre los muelles, a pocos pasos de donde se había estacionado el camión.

»Nada más semejante en el mundo que estos hoteles de puerto. El mismo olor a jabón barato en los cuartos, el mismo vestíbulo con muebles de color indefinido y el mismo propietario oriundo de la Mitteleuropa, hablando todos los idiomas con las mismas treinta palabras indispensables. Cuando le entregué al llamado Mister Lange el papel que me había dado el chofer, el hombre se quedó viéndome un momento con una mirada turbia que trataba de escrutarme sin que yo lo notara. Se me ocurrió hablarle en el dialecto de Gdynia y me contestó en la misma forma con toda naturalidad. Subió conmigo para indicarme mi habitación y, a tiempo que me daba la llave, dijo sin mirarme a la cara:

»—Por favor, no use el teléfono, ni hable con desconocidos. Me encargaré de arreglar su pasaje en el próximo barco. Es el
Luther
y viaja a La Rochelle. Hace escalas en Panamá, La Habana y Bermudas. Usted me indica dónde quiere descender.

»No quise preguntarle sobre la extraña prohibición de usar el teléfono, por no escuchar la respuesta evasiva que me ganaría al hacerlo. Le contesté que iba a La Rochelle y que prefería viajar en tercera o en una hamaca con la tripulación. Una sonrisa pálida, tan imprecisa como su mirada, apareció un instante en sus labios y se esfumó de inmediato.

»—Ya veremos —musitó—. Ya veremos.

»Cerré la puerta con llave y me tendí en el lecho. La colcha de color lila desteñido y las sábanas de un gris inquietante me resultaron tan familiares que casi consiguieron conmoverme.

»Allí estaba, entonces, por milésima vez, en una alcoba anónima de un hotel también anónimo de un puerto cuyo olor, cuyos ruidos, cuyas sirenas de barcos pidiendo el remolcador o anunciando su partida, constituían el escenario obligado y ya para siempre inevitable de mis días. El calor del trópico entraba por la ventana y me envolvía con su presencia mansa y protectora, como una antigua amistad que me acogía de nuevo con rutinaria familiaridad. Pensé en lo que venía de padecer y, como siempre también, al recordarlo sentí como si fuera otro el que vivió tan descabelladas experiencias y conoció seres cuya huella seguramente registraría la memoria para siempre pero que, al mismo tiempo, se me presentaban como desasidos y ajenos al signo de mis desplazamientos. Qué sería de Dora Estela, pensé, de espaldas a la suerte y, sin embargo, tan merecedora de mejores días, y qué de Antonia, cuya demencia debió germinar pausada y sordamente a través de sus ingenuos desvíos eróticos practicados con obsesiva aplicación. Y Tomasito, cuya inteligencia sin falla habría logrado crear a su alrededor un clima de bienaventurada alegría, y Eulogio, con el trabado mecanismo de expresión que tan injustamente le marginaba de un mundo entendido y manejado por él con tan notable destreza. Y los susurros, quejidos, llamados en las galerías de las minas, voz de la tierra abriéndose paso en la tiniebla de un ámbito en donde el hombre es acogido sólo a cambio de su renuncia de los dones del mundo. En medio de ese desfile abrumador y dolorido caí en el sueño arrullado por las sirenas del puerto. A la mañana siguiente abrí la ventana de mi cuarto y me asomé a ver los muelles. La escena me quitó cualquier deseo de salir a recorrer el puerto. Hay una especie de común denominador de esos puertos del Pacífico, con dos o tres diferencias notables; pero de Vancouver a Puerto Montt hay, en la gran mayoría de ellos, una especie de manto gris que todo lo envuelve, de muros de ladrillo maculados con restos de carteles donde se ha detenido la mugre hasta hacer invisibles las letras y de tristes grupos de habitaciones lacustres que se tienen en pie con una precariedad alarmante, meciéndose en un charco de agua sucia en la que flotan cadáveres de gallinas, latas de cerveza y botellas en lento naufragio y que despide un olor a excrementos, a orines trasnochados, a miseria, a sorda muerte anónima. Éste era de los más característicos. La población, negra en su inmensa mayoría, habitaba en chozas de bambú y latas, dispuestas en hileras que desembocaban en ninguna parte y unidas entre sí por tablones temblequeantes, a orillas de un río siempre crecido cuyas aguas, inmóviles bajo las endebles construcciones, acumulaban todos los detritus de la creciente. Tendido en el lecho del que se iba levantando, cada vez con mayor fuerza, un aliento de sudor agrio de quién sabe cuántos huéspedes anteriores, empezó a abrirse paso, allá adentro de mí, una lenta pero inexorable sensación de derrota; vieja compañera del final de mis empresas que suelen desembocar todas en el mismo charco de hastío y mala sombra. Sabía que para librarme de ella sólo la inmensidad salina del océano sería eficaz. Esperaba el
Luther
con auténtica ansiedad, viendo cómo me iba ganando esa atroz desesperanza que tan bien conozco. El dueño del hotel subía de vez en cuando a verme y me daba noticias dilatorias sobre la llegada del barco. Llegué a pensar que iba a quedarme para siempre en ese fétido rincón de la costa del Pacífico. El hombre subió una noche para decirme que el
Luther
había llegado esa mañana y estaba listo para salir dentro de una hora. Había que partir al instante. Yo subiría al barco como Daniel Amirbar, segundo ayudante de máquinas, que bajó al puerto en el viaje anterior para curarse unas fiebres. Así lo hicimos. Cuando llegué frente al
Luther
míster Lange se despidió de mí con una cordialidad bastante dosificada. Me quedé sin saber nunca cómo mis amigos habían conseguido que me escondiera en su hotel y arreglara la partida.

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