Read Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero Online
Authors: Álvaro Mutis
Tags: #Relatos, Drama
»Como lo había previsto y como Dora Estela me lo anunció, Eulogio tuvo la extraña virtud de alejarme del vórtice del delirio que principiaba a tragarme y me trajo de nuevo a una realidad más fácil de sobrellevar. Tenía, repito, la virtud de los inocentes. Los rusos saben mucho de eso. Los consideran seres privilegiados cuya voz debe ser escuchada por el resto de los hombres, que viven en la confusión de sus ambiciones y mezquindades.
»Acordamos salir al día siguiente temprano. Eulogio se fue para arreglar algunos asuntos de su rancho y adquirir provisiones y yo me quedé tratando de sumergirme en las peripecias del Conde D'Artois en Bretaña y su deslucida participación en la gesta de la Vendée. En un momento en que quedó libre, la Regidora se acercó a mi mesa y, mirándome de frente con cierta intensidad de pitonisa, me dijo sin rodeos:
»—Lo que le hace falta ahora es pasar una buena noche al lado de una mujer. Eso le va a espantar los fantasmas de la mina y va a sentirse mejor. Esta noche, cuando cerremos, subo a su cuarto para hacerle compañía, ¿qué le parece?
»Me dejó sorprendido su oferta planteada así, de sopetón, pero me di cuenta de que podía estar en lo cierto. Le respondí que la esperaba encantado pero que había que andarse con cautela porque su hermano dormía en la habitación contigua. Me explicó que Eulogio pasaría la noche en casa de una amiga con la que se quedaba a menudo cuando dormía en San Miguel. Apareció pasada la medianoche y, tras desnudarse en un par de gestos certeros y rápidos, penetró en mi cama con agilidad felina y acariciadora. Tenía un temperamento de inusitada presteza en el placer y me aplicaba sus caricias casi con intención curativa, con el claro propósito de que me quedaran grabadas en la memoria y tornaran a ejercer su acción propicia en las atribuladas noches de la mina. Sus largas piernas, de una firmeza campesina y cuya esbeltez no era perceptible cuando se desplazaba entre las mesas del café, se entrelazaban a mi cuerpo con una movilidad ajustada al ritmo de un placer sostenido en vilo con sabiduría alejandrina. Lo que esa noche recibí de Dora Estela me sirvió luego para sobrellevar pruebas que hubieran podido dar al traste con mi integridad. Apenas dormimos y las primeras luces nos sorprendieron en un abrazo que tenía mucho de adiós y de última inmersión en un goce que intentaba vencer el sordo trabajo del olvido. La Regidora se sumó así a las mujeres a quienes debo esa solidaria y consoladora certeza de que he sido algo en la memoria de seres que me transmitieron la única razón cierta para seguir viviendo: el deslumbrado testimonio de los sentidos y su comunión con el orden del mundo.
»El regreso a la mina tuvo mucho de entusiasta comienzo de un trabajo promisorio. Mi obsesión se había calmado, tal como Dora Estela me lo anunció, reduciéndose a una expectativa que no traspasaba los límites habituales y tolerables. Pero allá, en el fondo, bullía sordamente el germen de un desorden que aprendía a temer como a pocas cosas en la vida. Los primeros trabajos consistieron en canalizar el arroyo de manera que esa agua corriente sirviese para lavar el material destinado a un molino rudimentario comprado por Eulogio a los parientes de un minero muerto años atrás en la volcadura de un camión en la carretera. Las dos cosas las armamos con la mayor paciencia y esmero para que rindieran su trabajo con un mínimo de interrupciones. En una semana comenzamos a lavar el primer material triturado en el molino. Los resultados fueron más satisfactorios de lo esperado. Una tarde nos quedamos mirando la breve porción de polvo de oro y de minúsculas pepitas queresplandecían al sol con un brillo que nos mantuvo en un silencio hipnotizado. De improviso me vino la duda de que se tratara de simple pirita. Cuando se lo pregunté a Eulogio, éste me miró con indulgencia y me dijo:
»—Pero mi don, lo primero que se probó en las muestras que sacamos del filón fue eso. Si hubiera sido pirita lo hubiéramos sabido entonces. Es oro, mi don, es oro y del bueno.
»No todos los días el resultado fue tan halagador. Nos acostumbramos a medir una vez por semana lo que íbamos sacando. Esto nos evitaba el pasar cada día por breves decepciones que amenazaban con despertar los espectros del mal que se anunció en San Miguel. Cuando tuvimos una cantidad que justificaba el viaje para venderla en la capital, Eulogio se encargó de hacerlo con precauciones que, al comienzo, se me antojaron exageradas. Fue entonces cuando me contó cómo un minero, que había sido famoso dibujante y caricaturista político de notable talento, había caído asesinado en una emboscada que le tendieron para apoderarse del oro que se suponía llevaba. En verdad, en esa ocasión no traía casi nada consigo. El crimen quedó impune y su muerte fue lamentada por los muchos admiradores y amigos que había dejado. Eulogio me indicó también que si nos preguntaban en San Miguel si habíamos encontrado oro había que negarlo rotundamente y decir que hasta ahora nada se hallaba y pensábamos abandonar el trabajo si las cosas continuaban así.
»Pasaron varias semanas durante las cuales mi compañero hizo dos o tres viajes a la capital. El dinero lo guardaba en su finca en un lugar conocido sólo por nosotros y por la esposa de Eulogio. Pensé entonces que entraba en la rutina de una vida de minero con relativa suerte y un aparente porvenir asegurado. Al mismo tiempo, empezaron a presentárseme ciertos avisos para indicarme que, como de costumbre, todo iba a cambiar y de nuevo me encontraría en el incierto laberinto de mis usuales desventuras. A veces tengo la impresión de que todo lo que me sucede viene de una región marginal y nefasta ignorada de los demás y destinada desde siempre sólo para mí. Estoy ya tan hecho a esa idea que los breves instantes de dicha y bienestar que me son dados suelo disfrutarlos con una intensidad a mi juicio desconocida por los otros mortales. Esos momentos tienen para mí una condición renovadora y esencial. Cada vez que se me ofrecen siento como si estuviera inaugurando el mundo. No son muy frecuentes, no pueden serlo, como es natural, pero sé que siempre vienen y me están destinados en compensación de mis tribulaciones.
»Un día Eulogio no regresó a la mina. Era tan regular en sus desplazamientos y actividades que había razón para temer algo inusitado. En efecto, tres días después apareció una mañana su mujer con los ojos llorosos y presa de pánico. Me relató en forma atropellada y entre sollozos que su esposo había sido detenido por la tropa en una redada que hicieron en un retén de la carretera, antes de llegar a San Miguel. Apresaron a más de treinta hombres, todos campesinos de las cercanías. Los llevaron a la capital y los estaban interrogando. Ella había ido para ver si lograba ponerse en contacto con su esposo, pero le fue imposible. En el cuartel la habían amenazado con apresarla también a ella. Corrían toda suerte de rumores, pero nadie sabía en verdad qué pasaba. Dora Estela me pedía que no se me fuera a ocurrir bajar a San Miguel, porque, en esos casos, los extranjeros son los más sospechosos. Todo nombre extranjero es para la tropa sinónimo de agitador y agente de ideas extrañas que conspiran contra el país. Le dije a la esposa de mi socio que tomase el dinero que teníamos guardado y, con él, tratara de pagar a un abogado o a alguien con influencia para saber qué sucedía con Eulogio. Ella movió la cabeza varias veces y por fin me dijo con voz estrangulada:
»—No, señor, yo no vuelvo por allá. Si me agarran quién va a cuidar de mis hijos y del rancho. A ver si Dora Estela quiere ir. Pero lo que es yo no me aparezco. Esa gente es capaz de todo. Usted no sabe.
»Yo sí sabía. En otras ocasiones y otras latitudes había visto y había sufrido en carne propia la brutalidad sistemática y sin rostro de la gente de armas. Traté de consolarla como pude. Debía hablar con la Regidora de mi parte, diciéndole que, por favor, dispusiera de nuestro dinero para tratar de hacer algo por su hermano. La mujer asintió sin mucha convicción y regresó al rancho porque la esperaba por lo menos medio día de camino. Detuve el molino, ya que el lavado del material no podía hacerlo solo y me senté al borde del precipicio sin saber qué decisión tomar. El estruendo de las aguas del torrente al chocar contra las grandes piedras me llegaba como un comentario desaforado pero elocuente al estado de torpor en que me dejó la noticia de la prisión de Eulogio. El no poder actuar de inmediato, por lasrazones de Dora Estela, que eran bastante convincentes, me producía un sentimiento de inutilidad, de frustración y de asedio tan angustioso como paralizante. Pasaba revista a todas las funestas posibilidades de lo que podía sucederle a mi amigo y cada una era peor que las anteriores. Yo sabía, ya les dije, lo que puede ser un interrogatorio en manos de esa gente. Si estaban buscando a los responsables de algún atentado o a gente de la insurgencia, la tortura era el medio eficaz y acostumbrado para descubrir la verdad. Eulogio, con su dificultad para expresarse, daría la impresión de estar callando algo. Más le daba vueltas al asunto, mayor era mi certeza de que la vida de Eulogio corría peligro. Así llegó la noche y el viento frío que comenzó a correr por la cañada me obligó a refugiarme en la gruta. Dormí a sobresaltos y la voz del viento en la entrada del socavón me repetía con insistencia delirante esa palabra que me transportaba a otras regiones en donde más de una vez había pasado por el peligro en que ahora estaba mi amigo: "Amirbaaaar, Amirbaaar", soplaba el viento con la persistencia de quien quiere transmitir un mensaje y no lo consigue.
»Pasó una semana. La inquietud creciente me producía una sensación casi física de ahogo y parálisis, hasta dejarme al borde del delirio. En la madrugada del octavo día una sombra se interpuso a la entrada de la gruta y me despertó de repente. Era una mujer alta, desgreñada, con el rostro desfigurado por el cansancio, que comenzó a hablarme con voz entrecortada y ronca que atribuí a la fatiga. No podía distinguir muy bien sus rasgos ni la forma de su cuerpo y desde esa media luz sus palabras salían como dichas por una sibila en trance:
»—Me manda la Regidora, señor, para decirle que consiguió por fin sacar a Eulogio del cuartel. Con el dinero de ustedes pagó a un abogado que llevó pruebas de la buena conducta del detenido y de que en verdad es hombre de campo que nunca se ha metido en nada contra el gobierno. Lo malo es que ya lo habían torturado varias veces, porque no conseguía hablar. Tiene las piernas y los brazos quebrados y algo le rompieron por dentro porque escupe mucha sangre y se queja de dolores muy fuertes. Le dijeron que se lo llevara de allí y no dejaron que lo internara en el hospital. Está en San Miguel y el médico de ahí lo entablilló y están esperando para ver qué pasa con los dolores. Parece que ya se van aliviando un poco. Está en casa de una familia que lo conoce hace mucho y por ahora no corre peligro. Dora Estela le manda decir que si yo le puedo ayudar en algo que me lo diga. Somos medio parientas y me tiene mucha confianza. Yo no vivo en San Miguel, soy de más arriba. Trabajaba en una tienda que hay en el Alto del Guairo, por donde pasa la carretera. Tomasito también me conoce y también él me habló de usted. Piénselo y me dice. Por ahora voy a descansar un poco porque me eché todo el camino a pie, sin parar, y ya no puedo con mi alma.
»Sentí un alivio enorme al saber que no habían matado a mi compañero y una sorda rabia impotente ante la bestialidad del tratamiento del que había sido víctima inocente, en buena parte por culpa de su defecto de locución. No supe en ese momento qué decidir sobre el ofrecimiento que me hacía la parienta de Dora Estela. Me vinieron de repente un cansancio abrumador, una apatía y un desgano, resultado de una semana de insoportable tensión que ahora se resolvía de improviso, dejándome como vacío y sin fuerzas. Le dije a la mujer que ya veríamos más tarde qué hacer y torné a acostarme sobre la arena tibia. Un sueño denso me alejó por varias horas del escenario de mis desventuras y me dejó en las aguas serenas, de un azul profundo, en la costa malabar. Allí esperaba en una goleta anclada en el fondo coralino, no sé qué permiso para desembarcar expedido por una vaga autoridad que examinaba en tierra mis papeles. Una gran tranquilidad, una soberana indiferencia me permitían aguardar sin cuidado la determinación de las autoridades de la costa. En caso de serme negado el permiso, estaba listo para partir sin problema alguno. En medio del sueño, ese yo que sigue en vigilia y registra cada paso de lo que soñamos se preguntaba de dónde podía salir esa serena indolencia disfrutada en la improbable costa del océano índico, cuando el presente se me ofrecía lleno de acechanzas y peligros. Desperté pasado ya el mediodía. Un olor a comida me llegó como una inusitada presencia que no estaba en mis planes. Recordé al instante la visita matinal y las noticias que trajo. La mujer había encendido un fuego al pie de la pared de la gruta y revolvía en una olla un cocido cuyo aroma indicaba que debía estar hecho con vegetales frescos recogidos quién sabe dónde. La luz que entraba de la parte superior de la gruta le daba de lleno a la mujer en el rostro. Era por entero distinta a como la entreví en la penumbra matinal. Ahora tenía reunido el cabello en la nuca en un moño denso de color negro con reflejos azulosos. Las facciones eran ligeramente indígenas, de pómulos altos y mejillas hundidas. Los labios grandes y bien dibujados dejaban ver la dentadura blanca y regular que daba una impresión de fuerza. Los ojos oscuros y almendrados tenían un aire mongólico debido a la leve pesadez de los párpados y al trazo que seguía la elevación de los pómulos. Así, sentada en los talones, mientras vigilaba el caldo, el cuerpo comunicaba una sensación de fuerza y robustez que se acordaba muy bien con el aspecto oriental de la cara. Cuando se enderezó para venir a mi lado advertí que no era tan alta como me pareció en la mañana. La solidez de los miembros la hacía parecer más corpulenta de lo que era en realidad. Toda ella estaba como envuelta en un halo de distancia, de ligero exotismo, y llegaba uno a sorprenderse de que hablara el español con soltura y naturalidad.
»—Le estoy preparando una sopa para que reponga las fuerzas —dijo—. Está hecha con hierbas de olor, yuca y otras cosas que traje de la huerta de doña Claudia. Le va a hacer mucho bien. Ya verá.
»Pensé que era mejor aclarar con ella desde ahora algunas incógnitas que me despertaba su presencia. Le pregunté cómo se llamaba y por qué me ofrecía su ayuda y compañía sin conocerme. El trabajo en la mina era muy duro y con dificultad Eulogio y yo lográbamos realizarlo. Sonrió, mostrando su dentadura y entrecerrando los ojos en un gesto que subrayaba su aspecto asiático: