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Authors: Álvaro Mutis

Tags: #Relatos, Drama

Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero (65 page)

BOOK: Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero
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»Seguimos dándole vueltas al problema sin hallar una salida posible. Era natural que así fuese: los sentimientos jamás han podido manejarse ni entenderse con razones. Al día siguiente, muy entrada la noche, el carpintero me mandó llamar para entregarme la pieza. Era de una fidelidad asombrosa con el original y estaba terminada con un cuidado ejemplar. Regresé al café, que estaba casi vacío, y la Regidora se sentó conmigo. Entró de lleno en el tema:

»—No hay más remedio que hablarle a Antonia con claridad y convencerla de que nada puede esperar de usted distinto de lo que ahora existe. No lo haga usted, porque la va a lastimar y va a ser peor. La próxima vez que venga para vender el oro le voy a hablar yo. A ver qué pasa. Conlas mujeres no se puede anticipar nada. Ojalá no la tome contra mí, porque entonces sí nos jodimos, porque se le cierran las entendederas.

»Me pareció la única salida sensata a un problema que, al tratarlo con la Regidora, adquirió proporciones más definidas y complejas que las que yo le había dado. Al regreso, Antonia me esperaba en el sendero que conducía a la gruta por el desfiladero. Tenía el rostro sellado y hermético, pero se mostró afectuosa y locuaz, como si quisiera alejar de sí alguna oscura premonición que la hubiera torturado en mi ausencia. Me ayudó a colocar el nuevo engrane con una habilidad manual tan sorprendente que volví a pensar que algunos remotos ancestros asiáticos le habían transmitido esa mezcla de paciencia y destreza tan ajenas a la gente del país. Recogió en el monte las hierbas de olor con las que sazonó un cocido de papa, yuca y otros tubérculos de sabores más o menos semejantes y algo sosos, pero que ganaban notablemente con el aliño que Antonia les ponía. Esa noche, después de hacer el amor en dos ocasiones con una intensidad más febril que la habitual, me susurró al oído, antes de regresar a su lecho:

»—A veces pienso que contigo sí tendría un hijo. Pero quién sabe. Igual te largas y me dejas con la criatura. Hasta mañana, perdulario.

»Sus palabras me rondaron en el sueño con una inquietud difícil de concretar.

»Durante varias semanas trabajamos intensamente. La veta empezaba a agotarse y mostraba crecientes diferencias de estructura en relación con los tramos anteriores. Se trataba de aprovechar al máximo el material que procesaba el molino. Cada día sacábamos más mica y menos oro. Señal indudable, según mis manuales, de que el filón cambiaba. Curiosamente, esto coincidía con el momento en que se perdía en el techo. Era preciso buscar otra veta y comenzamos a escarbar más al fondo de la galería sin resultado. Llegó el momento en que Antonia debía partir a la capital para vender el oro reunido. No era gran cosa, pero, de todos modos, no era aconsejable tenerlo en la mina, aunque nadie se había aparecido hasta ese momento por esos parajes. La mujer mostraba cierta reticencia en emprender el viaje, como si intuyera que allá abajo la esperaba alguna imprecisa calamidad. No quise ejercer ninguna presión porque con ello iba a despertar más su recelo. Por fin, un día, como si tomara una resolución que le había costado trabajo aceptar, la oí hablarme desde su lecho cuando estaba ya a punto de dormirme:

»—Mañana me voy a la ciudad para vender el oro. No hay que esperar más.

»Escuché cómo se volvía hacia la pared y entraba en el sueño con una respiración regular cuyo ritmo se entrecortaba a veces con profundos suspiros de infante. Partió, en efecto, con el alba. Tenía el aspecto de la víctima que se apresta para el sacrificio con una resignación que ha cancelado toda esperanza. Tres días más tarde estaba de regreso. En su rostro no se reflejaba ningún cambio. De inmediato se puso a procesar en el molino el material que yo había sacado durante su ausencia.

»—Esto se va acabando —me comentó al rato con una sonrisa desteñida que confería cierta ambigüedad a la frase— y si no encontramos otra veta ya podemos despedirnos de Amirbar.

»En la noche se mostró complaciente y cariñosa pero, tras los gemidos usuales del final, la escuché contener unos sollozos que le subían de pronto a la garganta.

»En verdad, la veta ya no contenía mineral alguno y era inútil excavar para seguir su curso. Eso significaba un esfuerzo imposible de realizar por nosotros dos y, menos, con las herramientas de que disponíamos. También la búsqueda de otra veta era tarea superior a nuestras fuerzas, a no ser que apareciera de repente, como sucedió con ésta. Antonia propuso una solución temporal que me pareció bastante sensata: lavar arena del río un poco más abajo del desfiladero, en las minúsculas playas donde había ensayado el canadiense con algún resultado. Así lo hicimos. Había que continuar por el sendero al borde del abismo hasta donde éste terminaba y seguir por el camino real que descendía hasta correr paralelo al río. Tomando el curso de este último se penetraba en una espesura formada en su mayor parte por árboles frutales en estado semisalvaje. La distancia desde ese lugar hasta la mina se recorría en hora y media. El camino era bueno y sólo la parte del farallón representaba algún peligro, ya que se estaba desintegrando a ojos vistas. El regreso era más difícil que la bajada y a veces nos tomaba casi tres horas. Lavar la arena para separar de ella el oro es un ejercicio fascinante. Poco a poco va apareciendo el brillo del metal, dando a menudo la impresión de que la arena misma es la que se transforma en esa dorada maravilla que recoge toda la luz del sol. Cuando se ha conseguido lavar casi totalmente la porción de oro, éste se mezcla con mercurio que lo aísla y compacta con su propia materia. El mercurio se pasa por una gamuza fina y el oro queda allí en estado puro. Las arenas del río en el que trabajábamos eran ricas en mineral precioso, porque las aguas vienen recorriendo muchos parajes en donde hay vetas que cruzan el lecho del río, éste las va gastando y se lleva el oro. Antonia trabajaba con tal agilidad y era tan diestra en lavar la arena que, al final, reunía más del doble de oro que yo. Nos fuimos acostumbrando a pasar al borde del río algunas noches, cuando éstas eran claras y no amenazaban lluvia. Bajábamos con provisiones, una Coleman y un recipiente con gasolina para alimentar la lámpara. A veces nos quedábamos dos o tres noches seguidas sin subir a la mina. Lavar la arena del río por la noche a la luz de la Coleman es una tarea alucinante. Además, el murmullo del agua al chocar contra las piedras era un sonido bastante más grato y tranquilizador que la voz de la mina llamando sin descanso al patrón del mar. Mi invocación para aplacar sus intemperancias y caprichos no era allí necesaria. Pasaban los días y Antonia no hacía la menor alusión a lo que, de seguro, había hablado con la Regidora. Esto me inquietaba. Las señales de cierto desconsuelo se iban haciendo en ella más repetidas y claras. De nuevo reunimos oro suficiente como para justificar un viaje a la capital. Cuando se lo mencioné, una noche en que habíamos hecho el amor a la orilla del río, los ojos de Antonia se llenaron de lágrimas. Le pregunté qué le pasaba y contestó con un brusco gesto de negación. Insistí un poco más y me habló con voz entrecortada por los sollozos:

»—Si me voy ahora, seguro que no te encuentro al regresar. Ya Dora Estela me dijo que te querías ir y que debía resignarme a perderte, porque nunca has parado en ningún sitio.

»Le contesté que nunca haría algo como desaparecer sin despedirme y le insistí largamente sobre mi condición errante y la inutilidad de pensar en un cambio de mi destino. Al partir me llevaría su recuerdo que me acompañaría siempre. La encontraba una mujer notable y su belleza fresca y vigorosa me había proporcionado una de las experiencias más excitantes y plenas de mi vida. Nada de eso era lo que ella quería escuchar. Pero pensé que era más leal y más claro decirle lo que sentía por ella y lo que era para mí, sabiendo, desde luego, que le causaba una desilusión difícil de soportar. Seguimos hablando sobre lo mismo y, a medida que abundaba en mis argumentos, ella entraba en un arisco silencio de animal herido. Cuando me dormí a su lado, sobre las mantas que habíamos dispuesto en un solo lecho, sollozaba aún en forma apenas perceptible.

»Me despertó, de repente, un intenso olor a gasolina y la sensación de un líquido frío que corría por mi espalda. Me incorporé al instante y vi una forma blanca que intentaba encender un fósforo tras otro sin conseguirlo. Me lancé al agua de un salto al momento en que un flamazo encendía las mantas y buena parte de la arena. Nadé hacia la orilla mientras Antonia desaparecía entre los árboles gritando como una loca:

»—¡Contigo hubiera tenido un hijo, pendejo! —decía mientras su voz se alejaba en la espesura—. ¡Muérete, animal! ¡El que no tiene casa que viva en el infierno!

»Huía convencida de que yo quedaba entre las llamas. Cuando salí del río comenzaban a verse las primeras luces del alba. Traté de secarme con algunos trapos salvados del fuego. Emprendí el camino hacia la mina sin saber muy bien lo que iba a hacer. Quedé apenas con las prendas que usaba para dormir: una camiseta y unos calzoncillos. Las botas, algo chamuscadas, pude usarlas sin los cordones porque éstos habían ardido. Subir en tales condiciones me resultó bastante penoso. Cuando llegué a la gruta me tiré en la arena para descansar. La evidencia de la situación se me presentó entonces plenamente. Estuve a punto de morir entre las llamas, que aún persistían cuando dejé el sitio. La mujer había vertido el recipiente de gasolina, que estaba lleno, alrededor del lecho y sobre mi cuerpo cubierto por las mantas. Si el primer fósforo hubiera servido no estaría contando el cuento. Las manos mojadas con gasolina le impidieron hacerlo y eso me salvó. Entre las cosas que dejamos en la mina tenía otras mudas de ropa y cordones de repuesto para las botas. Antonia se había ido con el oro.

»No tenía otra alternativa que partir para San Miguel, recoger la parte que me correspondía del dinero que guardaba Dora Estela, abandonar la región y, con ella, la historia del oro, que se había convertido en una suerte de maldición implacable. Escondí las herramientas y algunas partes del molino en la galería y abandoné el lugar con la intención de pasar la noche donde doña Claudia y, al día siguiente, bajar a San Miguel. Llegué a la finca casi al caer la noche. Cuando retiraba las trancas de la entrada, un bulto salió de entre los árboles que servían de cerca. Era doña Claudia que me estaba esperando. Antes de que tuviera tiempo para preguntarle cómo sabía de mi llegada, comenzó a hablar con una voz en la que se mezclaban la angustia y la congoja:

»—Por aquí pasó en la madrugada la loca esa hablando barbaridades y diciendo que usted había muerto entre las llamas. No se le entendía muy bien, pero daba la impresión de haber sido ella la que le prendió candela. Pero lo grave no es eso. Esta tarde vino por aquí la tropa y un teniente nos interrogó durante mucho rato, a mí y a los dueños de la finca, sobre la mina del desfiladero y el extranjero que se escondía allí con el pretexto de buscar oro. Venían de hablar con Eulogio, quien negó todo. Volvieron a golpearlo sin lograr sacarle nada. Andan merodeando por aquí y se me hace raro que no se haya cruzado con ellos. Tal vez están buscando río arriba antes de ir a la mina. Yo he estado aquí desde hace rato esperando la casualidad de que pasara alguien con noticias sobre usted, porque Antonia estaba tan confundida que nada claro pudimos saber. Espéreme aquí escondido. Le voy a traer algo de comida; porque lo mejor que puede hacer es devolverse por el camino real, sin pasar por San Miguel. Más abajo, el camino cruza la carretera y a lo mejor lo recoge allí alguien para que se vaya lo más lejos posible. Si esa gente lo encuentra lo van a matar. A los extranjeros nunca los llevan a la capital sino que los quiebran ahí mismo. No se mueva de aquí y espéreme detrás de esas matas. Qué bueno que apareció, puro milagro, mi don, puro milagro.

»Y se alejó hacia la casa murmurando frases que no entendí. Fui a esconderme detrás de las matas que me había indicado y me puse a pensar en mi destino. Una vez más terminaba con lo que traía puesto y perseguido por las fuerzas del orden sin saber muy bien por qué. Si contaba con suerte podría hacerle llegar a la Regidora un recado para que me enviase algún dinero para salir del país y buscar suerte en otro sitio, pero, jamás, desde luego, en las minas de oro. No tardó en regresar doña Claudia con una pequeña olla de sopa y un poco de pan de maíz. Me traía, además, un poncho de lana cruda y un sombrero de paja para protegerme de la intemperie y disimular algo mi aspecto de extranjero. Antes de partir, le pedí que intentara ponerse en contacto con Dora Estela para decirle que ya le avisaría dónde hallarme y que esperara mis noticias.

»Caminé toda la noche bajo un cielo estrellado tan espléndido que alcanzaba a iluminar tenuemente el camino. La bóveda celeste daba una impresión de tal cercanía que me sentí acompañado por las constelaciones que aprendí a conocer en mis días de gaviero. El camino real cruzaba en efecto la carretera y seguía luego subiendo por montes y cañadas en su trazado impecable, al abrigo del tiempo y su exterminio. Pasaron varios vehículos pero no me atreví a detener a ninguno. Eran automóviles particulares y mi aspecto no debía ser de los más tranquilizadores. Vinieron luego algunos grandes camiones de carga y éstos, ya lo sabía, no se detienen jamás porque a los choferes les está prohibido hacerlo. Después pasaron dos camiones del ejército con soldados que cabeceaban de sueño. Los percibí a distancia y me escondí en un viaducto de la carretera. Cuando había perdido toda esperanza y estaba resuelto a caminar hasta descubrir algún caserío cercano, pasó Maciste con Tomasito al timón sonriendo con ese aire suyo permanente de quien acaba de cometer una pilatuna. La suerte, al fin, se ponía a mi vera. Subí al lado de mi amigo, quien me relató más detalles sobre las noticias que me dio doña Claudia. Antonia había llegado al pueblo y tuvieron que llevarla a la capital el mismo día para encerrarla en el manicomio. Deliraba en medio de ataques de furia, atacaba a la gente y no reconocía a nadie. A la Regidora trató de agredirla con una botella rota. Por fortuna la detuvieron a tiempo. San Miguel estaba lleno de tropa e interrogaban a todo el mundo. Parece que habían volado dos estaciones más del oleoducto y la guerrilla merodeaba por el monte. Preguntaron por mí en el café y a Dora Estela la interrogaron durante varias horas, pero sin torturarla. Dijo sólo una parte de la verdad: me había conocido en el café y su hermano me proporcionó algunas informaciones sobre las minas de oro de la región.

»Le comenté a Tomasito sobre mi propósito de dirigirme hacia la costa y prometió ayudarme a encontrar la mejor manera de salir de la zona sin tropezar con el ejército. Tenía una suerte enorme, agregó, al encontrarme con él en ese trayecto de la carretera que no solía hacer casi nunca. Su ruta acostumbrada era la de San Miguel a la capital. Pero ahora llevaba café en almendra para la trilladora que hay en el puerto del río y por eso iba en esa dirección. Cuando llegamos al puerto, mi amigo buscó un alojamiento discreto con gente de su confianza. El lugar escogido no podía ser más imprevisible. Era una pequeña casa, a la orilla del río, donde una viuda de cierta edad arreglaba citas con mujeres que deseaban ganar algún dinero con la mayor discreción y sigilo. Casi todas eran casadas o viudas y redondeaban así su presupuesto familiar. La dueña le debía algunos favores a Tomasito y no pudo rehusarse a la solicitud de mi amigo de que me albergara mientras se arreglaban algunos asuntos que tardarían apenas un par de días. El plazo se alargó un poco más de lo previsto por el dueño de Maciste. Yo permanecía encerrado en una alcoba de la parte trasera de la casa que daba a un solar que, a su vez, iba a terminar en la orilla del río. Día y noche escuchaba los diálogos de los huéspedes en tránsito y el crujir de las camas con el peso de las parejas cuyos gemidos me recordaban las noches de Amirbar.

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