Read Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero Online
Authors: Álvaro Mutis
Tags: #Relatos, Drama
A
BDUL. —Ahora, de repente, caigo en la cuenta de que Ilona murió en el mar. Me pregunto si era ésa la muerte que la esperaba, la que le estaba destinada desde siempre. ¿Qué me dice de eso?
M
AQROLL. —Primero, que no murió en el mar. Murió en un despojo tirado en las rocas de la escollera. Segundo, que creo firmemente que halló la muerte que le pertenecía. Nunca sabremos qué fue, para ella, Larissa. En todo caso, puedo asegurarle que no era el mal. Era otra cosa, pero no la pura maldad del
Rompe espejos
o del filipino. La prueba es que ella fue a su encuentro con plena conciencia de quién la esperaba en la cita.
A
BDUL. —Ojalá tenga razón. Al fin y al cabo, yo no estaba presente y nada sé de cómo se ordenaron los hechos allá, dentro de ella. Hubiera dado no sé qué por haber conocido a esa chaqueña.
M
AQROLL. —No hubiera sacado nada en claro. Sólo puedo decirle que era la desventura misma.
Q
UE el diálogo antes transcrito tiene un palmario sentido premonitorio, es cosa tan evidente que huelga todo comentario. El mismo hecho de que el Gaviero lo hubiera consignado con tal fidelidad nos está probando que, precisamente, su condición de pronóstico fue la que lo llevó a dejar testimonio de ese encuentro. Los hechos que se encadenaron para llevar a Abdul Bashur hacia el fin de sus días sucedieron con tal presteza que bien pudiera decirse como el poeta:
Eso lleva menos tiempo
del que yo llevo en lo narrar
.
Maqroll, a su paso por Lisboa camino a La Coruña, en donde lo esperaba un antiguo compañero de incursiones por Alaska, para concretar juntos un recorrido semejante, en un pequeño carguero adaptado para el transporte de ganado, se enteró de la existencia, en la isla de Madeira, de un antiguo
tramp steamer
, armado en Belfast allá en los primeros años del siglo, que estaba a la venta por los albaceas de un rico naviero canario muerto recientemente. El barco se hallaba en muy buen estado. Por las fotografías que le mostraron, Maqroll pudo apreciar que se trataba de una auténtica pieza de museo. Voló a Funchal para hablar con los vendedores y ver de cerca el barco. En efecto, era un ejemplar único en su clase que conservaba, intactos, los muebles originales en camarotes, oficina y puente de mando. Tenía un motor diésel hecho en Kiel, marca Krup-Mac, que podía prestar buen servicio por varias décadas. Sin pensarlo dos veces, el Gaviero firmó una opción de compra, que, por cierto, le costó baratísima. Regresó a La Coruña, donde convino con su socio todos los detalles del trabajo en Alaska que comprendería la costa del Pacífico hasta Vancouver. Viajó luego a Estambul para hablar con Bashur, provisto de fotografías del carguero, que había hecho tomar en Funchal. Al verlas, Abdul resolvió enterarse personalmente y, en caso de que le convenciera, cerrar de inmediato la compra, prevalido de la opción firmada por su amigo. Su primo estaba dispuesto a comprarle la mitad que le correspondía en el transbordador de Uskudar y, con eso, pagaría su barco. Maqroll y Bashur viajaron juntos hasta Lisboa. De allí, el Gaviero partió a La Coruña para supervisar la reconversión de su barco en transporte de ganado. Abdul tomó el avión a Funchal.
Por una casualidad, muy común en nuestros encuentros, yo me hallaba en Santiago de Compostela, cumpliendo mi periódica visita al Apóstol, de cuya protección tengo fehacientes pruebas. Me enteré de que Maqroll estaba en La Coruña y una mañana lo llamé por teléfono al hotel donde solía parar. Quedamos en encontrarnos allá dos días después. Al día siguiente, en las horas de la tarde, me esperaba un mensaje de La Coruña pidiendo que llamase urgentemente. Lo hice de inmediato y, antes de preguntarle al Gaviero la razón de su urgencia, me dijo con una voz blanca que me sonó aterradoramente cercana:
Abdul murió ayer en Funchal. El avión se estrelló al aterrizar. Había mal tiempo. Ignoro cuáles sean sus planes, pero me gustaría que me acompañase a recoger los restos para enviarlos a la familia.
Cuando llegamos a Funchal, el mal tiempo persistía. El pequeño Convair aterrizó sin mayor trabajo pero vibraba con el viento como una caja de fósforos. La policía del aeropuerto, advertida de antemano de nuestra llegada, nos esperaba al bajar del avión. El cuerpo de Abdul estaba reducido a cenizas, nos explicaron, y por esta razón lo habían colocado en una pequeña caja de madera. ¿Queríamos verlo? Respondimos al tiempo que no era necesario. El avión regresaba dos horas después a Lisboa. Teníamos tiempo de ir hasta la ciudad, pero el Gaviero propuso visitar más bien el sitio del accidente, en la cabecera de la pista. Nos llevaron en un jeep hasta allí. Un montón de fierros retorcidos y de restos carbonizados de láminas y tela se alzaba, informe, al borde del mar aún picado por la tormenta que acababa de pasar. Allá, al fondo, en una pequeña ensenada, descansaba la silueta del esbelto
tramp steamer
, con el casco pintado de negro y una delgada franja rojo cadmio en el borde superior. El puente y la sección de camarotes resplandecían con un blanco que se antojaba puesto el día anterior. Nos quedamos mirando largo rato esa aparición, que se nos presentaba como un indescifrable mensaje de los dioses. Camino hacia el jeep, volvimos a detenernos frente al entreverado túmulo de hierros calcinados. Escuché a Maqroll murmurar en forma apenas audible:
—Ésta sí era tu propia muerte, Jabdul, alimentada durante todos y cada uno de los días de tu vida.
No me fue dado entonces entender el sentido de sus palabras. Me llamó, sí, la atención que se dirigía a su amigo del alma con un tú que jamás usó en vida de Abdul.
En ese momento me vino a la memoria la fotografía del niño que contempla absorto con sus grandes ojos estrábicos de beduino un montón de escombros humeantes, y las nevadas montañas del Líbano al fondo. Meses después, le llevé al Gaviero esa fotografía para que la guardara consigo. Me contestó, con la misma voz blanca que escuché por teléfono en Compostela:
—Es mejor que se quede usted con ella. Yo no sé guardar nada. Todo se me va de entre las manos.
Se reúnen aquí tres experiencias en la vida de Maqroll el Gaviero que le revelaron, cada una a su manera y en su momento, regiones del alma para él hasta entonces desconocidas y cuyo descubrimiento lo marcó para el resto de sus días. Poco solía hablar de ellas y, cuando lo hacía, buscaba prudentes vericuetos que le evitasen volver de lleno al arduo tránsito que le significaron al momento de vivirlas. Aludía a ellas con frases sibilinas, la más frecuente de las cuales era: «He cruzado al borde de abismos junto a los que la muerte es un paso de títeres». No era nuestro amigo muy dado a tornar sobre el asunto y mucho nos ha costado hallar la ocasión para saber, por boca suya o de gentes de sus afectos, en qué consistieron tales esquinas que le obligó a doblar el destino.
Günlünk ișlerdenmiș gibi ölüm
[Como si la muerte fuera un asunto cotidiano]
I
LAHN
B
ERK
Q
UE esto tuviera que sucederme en Brighton es algo que quien conozca la popular estación balnearia de Sussex hubiera dado por natural y previsible. Brighton, ese lugar en donde la gente de Londres insiste en que disfruta del mar en medio de un sombrío hacinamiento de construcciones victorianas y de otras de estilo eduardiano que superan la más febril imaginación; ese lugar en donde hasta el más modesto de los bares se empeña en servirnos el whisky que justamente no nos apetecía y en donde las mujeres nos ofrecen en las calles y en el amplio y desolado malecón contra el que se bate un mar gris y helado una larga lista de caricias que, a la hora de la verdad, se convierten en la homeopática y acelerada versión de lo que un anglicano entiende por placer; en Brighton, para decirlo de una vez, en donde al llegar sabemos que nada se nos ha perdido allí, en Brighton tuve que guardar tres días de cama en una pensión de miseria. Entre la diarrea y el hastío estuve a punto de dejar allí mis huesos.
Había ido para encontrarme con Sverre Jensen, mi viejo amigo y socio de correrías de pesca en Alaska y en la costa de la Columbia Británica. Él, a su vez, se había dado cita allí con un armador retirado a causa de un grave padecimiento cardíaco y quien, de vez en cuando, nos facilitaba la manera de arrendar un barco pesquero para nuestras tareas. Desde el momento de tomar el tren en Londres, me di cuenta de que el plato de erizos que había comido en un restaurante tailandés, no lejos del Strand, tenía algunas piezas que habían perdido ya buena parte de su frescura. En la duda, y como improbable antídoto, pedí una botella de vino blanco portugués que resultó tan incierto como los erizos. Los primeros espasmos se anunciaron poco antes de llegar a Brighton. Sacando fuerzas de flaqueza me dirigí a la casa de nuestro armador y no contestó nadie a mi llamado. El lugar parecía vacío. Me dolían todas las articulaciones y mi cabeza se había convertido en una especie de campana donde retumbaban a un ritmo implacable golpes de martillo que me dejaban casi ciego y sin aliento. Un taxi me llevó a la pensión que me recomendó Jensen. Estaba situada en un sombrío callejón que tenía el poco alentador nombre de Monkeyhead Lane. La dueña, una italiana opulenta y con una incipiente sombra de bigote, me hizo llenar la ficha de registro y me entregó la llave de la habitación que estaba en el cuarto piso del inmueble. Cada escalón fue para mí un viacrucis que no parecía terminar. Al poco rato subió la matrona con una tisana amarga con irisados visos de un aceite que no intenté identificar. La autoridad de la mujer, a quien ya le había contado mi intoxicación con los erizos londinenses, me impidió oponer resistencia alguna y tragué la pócima como pude. El tratamiento duró tres días durante los cuales bebí el infernal remedio como único alimento. Cuando logré ponerme en pie y caminar un poco ya estaba curado, pero me sentía como un nonagenario que trata de aprovechar sus últimos meses de vida.
En Brighton no conocía a nadie. Años atrás, en uno de esos arranques de Ilona, que ella solía llamar
l'appel de mon sang slave
, fuimos a parar a Brighton con la intención de pasar algunas semanas del verano. Ignoro qué idea se había forjado mi malograda amiga de las maravillas del lugar, pero lo cierto es que, a las dos semanas de hacer el amor en un cuartucho donde flotaba un insoportable aroma a cocina inglesa, resolvimos partir a Trieste e instalarnos en casa de una prima de Ilona que nos acogió como si viniésemos del más desamparado lugar de la Tierra. Cuando mencioné a nuestra anfitriona lo del aroma que invadía nuestra alcoba de Brighton, Ilona comentó:
—Lo de cocina inglesa es un decir del Gaviero. Allí olía a lo que ingerían los pictos y sospecho que sus ilustres descendientes no han avanzado mucho más.
Ése era mi único recuerdo y también mi única y nada grata experiencia en el célebre balneario inglés.
Cuando aún padecía en todo el cuerpo la sensación de haber sido apaleado sin piedad me resolví a volver a la casa del armador galés que respondía al sonoro nombre de Glanmor Conway. Esta vez salió a abrirme una joven de estudiado aspecto tímido, una de esas típicas inglesas de piel transparente y aire un tanto desmayado pero que, por dentro, son dueñas de una energía sin límites y de la más completa colección de astucias para defenderse en la vida. Todo eso, repito, protegido por una expresión de inocencia que puede engañar a quien no esté familiarizado con tan temible especie. Le dije mi nombre y pasé a explicarle que tenía una cita con míster Conway. La muchacha me hizo pasar y me llevó a lo que debía ser el estudio del dueño de casa. Me señaló una silla invitándome a sentarme y ella lo hizo en el sillón que había frente al escritorio y que, evidentemente, era para uso exclusivo del armador. Debí poner cara de sorpresa ante lo que me pareció un curioso atrevimiento, porque Cathy, que así se llamaba la joven según me lo hizo saber cuando le mencioné mi nombre al llegar, me explicó, fijando sus ojos, de un azul apenas perceptible, en esa lejanía adonde miran siempre los simuladores natos:
—Glanmor es tío en segundo grado de mi madre y, al morir ella, me trajo a vivir con él. No tengo más parientes. Mi padre desapareció en el naufragio del
Lady Ann
, que usted seguramente recuerda.
Algo recordaba del hundimiento de ese viejo
Tramp Steamer
de propiedad de Conway, que se fue a pique al chocar con una mina al entrar al puerto de Aarhus en Dinamarca. De eso hacía casi veinte años, por cierto.
Cathy me informó, luego, que la orden que tenía de Glanmor era que tanto Sverre Jensen como yo nos alojásemos en su casa en espera de su regreso. Se había tenido que ausentar por algunos días para arreglar un negocio en Bristol. Conocía a Conway de muchos años atrás y, a pesar de su proverbial cordialidad, este ofrecimiento de hospedarnos en su casa me pareció algo inusitado. Sin embargo, resolví aceptarlo porque mis fondos ya casi tocaban a su fin y la estatuaria italiana de autoritarios bigotes no tenía trazas de ser persona con paciencia para entender demoras en el pago del alojamiento. Pregunté a Cathy si tenía noticias de mi amigo noruego y me repuso que ninguna, pero Glanmor le había dicho que llegaría casi a tiempo conmigo. Le expliqué que, de todas maneras, aceptaba gustoso la invitación de su tío y en un rato volvería con mis cosas. Sonrió con un gesto entre modoso y taimado que me dejó lleno de vagas inquietudes. Al regresar de la pensión con mi bolsa de marino al hombro, Cathy me llevó a una buhardilla a la que se subía por unas empinadas escaleras que me dejaron sin aliento. Entramos en una espaciosa habitación con dos camas, cada una debajo de una ventana de cremallera, un amplio armario de la época guillermina y un hacinamiento de catalejos, brújulas y objetos náuticos imposibles de identificar que estorbaban a cada paso. El baño estaba al extremo del estrecho corredor que atravesaba de un lado a otro el desván. Cathy me indicó también la habitación donde dormía, y que estaba contigua al baño. Lo hizo sin expresión particular alguna, como quien proporciona un dato de rutina. Que la sobrina viviera en los altos de la casa y al mismo tiempo usara el sillón del despacho de su tío para conversar con desconocidos fue algo que no pude compaginar en el primer momento. Regresé a mi buhardilla, puse en orden los tres o cuatro libros que siempre viajan conmigo y guardé la bolsa con la ropa en el gran armario que se quejaba como un animal cansado. Cathy desapareció sin decir palabra y tampoco la escuché descender por la escalera. Ahora entendía por qué, cuando vine por primera vez, nadie salió a abrirme. La joven debía estar encerrada en su cuarto y desde allí, de seguro, no se escuchaba el timbre de la entrada. Todo seguía pareciéndome inusitado pero sabiendo que, al tratarse de ingleses, nada debe sorprendernos, resolví tenderme en la cama para descansar un rato. El ajetreo de la mudanza me había dejado exhausto y la convalecencia de mi intoxicación se anunciaba un tanto más duradera que lo previsto.