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Authors: Álvaro Mutis

Tags: #Relatos, Drama

Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero (89 page)

BOOK: Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero
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Podría ahora traer a cuento muchos otros aspectos curiosos de la personalidad de mi compañero de tantos años, pero ya habrá oportunidad, espero, de mencionar algunos de ellos en el curso de esta historia. Por ahora sólo me resta decir que era uno de los hombres más pulcros en el cuidado de su persona y que sabía, en medio de las faenas de su oficio de marino, conservar impecable su indumentaria que era siempre de una sencillez ajena a toda afectación y, sin embargo, con un acento de elegancia muy particular. Cuando llegábamos a puerto y era preciso renovar algunas prendas de nuestro vestuario, era de verlo en los almacenes especializados en ropa marinera, escoger minuciosamente una camisa o un pantalón entre los muchos que le ofrecía el dependiente. El resultado de tan larga selección era siempre una prenda de color y corte inobjetables pero nunca vistosa. Lo primero que me intrigó a su llegada a Brighton fue precisamente que, sin parecer descuidado, se notaba en su atuendo cierta falta de esa notoria vigilancia a la que solía someterse Sverre, a quien, en momentos de expansión, yo llamaba afectuosamente el
Beau de la Régence
.

Al comienzo no le hice mayor caso al asunto, pero en el viaje a la costa de Bretaña pude constatar que esa indiferencia iba pareja con ciertas reflexiones que dejaba caer cuando menos se esperaban, cargadas de una vaga lejanía, un irse marginando de las cosas del mundo que acabaron por preocuparme. Recuerdo muy bien uno de esos diálogos, el primero tal vez, que me produjo un toque de alarma. Hablábamos de nuestras incursiones pesqueras por el archipiélago Alexander y del poco provecho que sacamos después de penurias sin cuento y de quemar un motor diésel luchando contra los hielos.

—Ya volveremos —comenté a guisa de consuelo— en una época más propicia. En esa zona hay buena pesca y lo sabemos de tiempo atrás.

—No creo que vuelva ni a las Alexander ni a parte alguna en donde tenga que pasar por lo que pasamos entonces —repuso Sverre con firmeza que despertó mi curiosidad.

—Bueno, a las Alexander o a otra región menos dura. No se trata de matarse trabajando para apenas sacar los gastos —añadí.

—No hay necesidad de matarse por ese camino. No hablo de eso. Morir es un pacto que hacemos con nosotros mismos. Lo importante es saber cuándo y cómo se cumple y estar seguro de que se trata de un viaje sin regreso —Sverre hablaba con serenidad, casi diría con indiferencia. Pero era obvio que ya no estábamos en el tema de nuestras empresas pesqueras y que la conversación tomaba otro rumbo.

—Es curioso lo que dices —comenté—. Porque el pacto ya lo tengo hecho hace mucho tiempo, pero no creo que valga la pena hablar del asunto. Esas cosas dichas así, en voz alta, toman un cierto tufo melodramático.

—Tienes razón, pero sí creo que hay un momento en el cual es de obligada lealtad avisar a quienes nos interesan que ha llegado el momento de salir del juego.

—En eso, Sverre, estoy totalmente de acuerdo. No se trata tanto de despedirse como de advertir lealmente que no hay que contar ya con nosotros. Pero no sé por qué estamos hablando de esto —subrayé, con la intención de descubrir hasta dónde se proponía ir mi amigo.

Sverre se quedó un momento pensativo y luego volvió a mirarme con sus ojos de un azul plomizo que habían perdido en ese instante toda transparencia. Era una mirada con la que deseaba a todas luces decir más que lo que expresaban sus palabras.

—Si con alguien en la vida debo hablar de esto es contigo —se limitó a decirme—. Por ahora olvidemos el asunto, pero que quede muy claro que eres el único que sabrá cómo y cuándo habré resuelto despedirme de este mundo de mierda y de sus no menos inmundos pobladores —sin decir más se dedicó a la ardua labor de cargar su pipa y de mirar hacia la costa bretona que siempre le producía una especie de encantamiento singular.

No era la primera vez que escuchaba a Sverre juzgar a sus congéneres en forma tan tajante. No era hombre proclive a la desconfianza pero tampoco a las amistades improvisadas ni a espontáneos entusiasmos. «No somos los hombres lo mejor que hay en la Tierra», me dijo un día en que tuvimos que sacrificar a un magnífico ejemplar de perro labrador que se había enfermado a bordo. La frase me quedó grabada como un aviso y un síntoma. Pero quien concluyera que el noruego era un alma amargada y rencorosa, se equivocaba del todo. Era indulgente y su paciencia tenía límites más que amplios. Simplemente, nuestra especie, como tal, no le producía interés alguno y su simpatía por ella, de existir, era puramente hija del razonamiento y nunca de un espontáneo sentido humanitario. En verdad no es fácil llegar al fondo de un ser con tales convicciones y sólo con el trato continuo y estrecho logré conciliar extremos tan opuestos.

Cuando desembarcamos en Saint-Malo caímos en la cuenta de que apenas nos quedaba dinero para vivir allí. Nos dedicamos algunos días a buscar trabajo, tarea que se dificultaba en extremo debido a nuestra falta del famoso
permis de séjour
, sin el cual es impensable ganar un salario en Francia. Quien primero logró ingeniarse la manera de burlar a las autoridades y conseguir unos francos para poder ir tirando en espera de una solución providencial fue Sverre. Comenzó descargando en los muelles un barco noruego como si perteneciese a la tripulación y, luego, siguió haciendo turnos de noche como reemplazante de cargadores ausentes por enfermedad u otras causas. Una parte del salario iba, como es obvio, al bolsillo de un capataz que se hacía el de la vista gorda. Habíamos conseguido un cuarto en una pensión de la Rue de la Soif, en medio del bullicio de bares y cantinas y de las riñas que se sucedían la noche entera entre gritos e insultos en todos los idiomas de la Tierra. Jensen dormía durante el día mientras yo recorría discretamente cafés y restaurantes baratos en busca de alguna cara conocida. Lo que nunca pude sospechar era que la solución, al menos transitoria, estaba justamente al lado nuestro. Puerta de por medio había un cabaret que anunciaba los inevitables números de
strip-tease
y un horario de licores
happy hours
que iba de las cuatro de la tarde hasta las ocho de la noche. No sé qué me llevó una tarde a entrar al más bien sórdido lugar que llevaba el atrevido nombre deFloating Paradise. Me acerco a la barra para pedir una cerveza y me encuentro de manos a boca con Leb Mason. Hacía mucho tiempo que no nos veíamos. La última vez fue en Tánger, una noche memorable durante la cual planeamos, con la ayuda de un feroz cognac falsificado, una operación de trata de blancas de las costas del Caribe destinada a surtir los prostíbulos de Marruecos y Túnez. Al día siguiente, las autoridades de inmigración invitaron con cierta premura a Leb para que abandonara el puerto, cosa que tuvo que hacer de inmediato sin tener tiempo siquiera de avisarme de su partida. Luego supe que era requerido al menos en tres países por delitos que iban desde el contrabando de armas hasta la falsificación de documentos comerciales para evadir impuestos. Leb era de nacionalidad belga, hijo de una pareja de judíos radicados en Amberes desde comienzos de siglo. Entre los muchos incidentes de su atropellada vida, el único que se negaba a relatar con detalle era su participación en la lucha de los neosionistas de Jabotinski en Palestina. Yo sé esta historia a fondo y les aseguro que supera la más intrincada ficción que pueda imaginarse. Mason hablaba de Jabotinski como de un amigo personal. Sin duda lo conocía pero no, desde luego, con la cercanía de la que se ufanaba en las raras ocasiones en las que le escuché contar sus experiencias de terrorista en Haifa y en otros puertos del Mediterráneo oriental. Seguir luego las huellas de Leb Mason daría para un volumen de muchas páginas, catálogo de las más arriesgadas maniobras destinadas a burlar la ley y a sorprender a los incautos de los cinco continentes y los mares que los bañan.

Nos encontramos varias veces en el curso de esos años, pero jamás emprendimos juntos negocio alguno. Leb tenía la facultad especial de enfrentar sus designios desorbitados con dinamita y armas de alto poder y nunca ha sido ése mi camino. Hay, en esa clase de seres, una especie de voluntad de muerte, de insensato desafío sin salida, que tiene mucho de autoliquidación. Si bien es cierto que en mis andanzas he estado más de una vez en peligro de perecer, jamás he sentido prisa por desembocar en la nada que, de todos modos, en alguna esquina me está esperando. Sucede que prefiero dejarla allá, en esa esquina, que estarla provocando a cada instante para apresurar su aparición. Lo que es frecuente en seres como Leb es un ánimo generoso y una especie de bondad bestial y desmedida. Pero, como también sucede con muchos de ellos, Leb terminó por buscar un rincón apacible y mediocre en donde acabar sus días. Los verdaderos héroes del desespero y la furia se dan una vez cada siglo. Son los que logran alcanzar una suerte de grandeza mítica y ocupan en la historia un lugar excepcional y trágico que les confiere una permanencia de arquetipos del exasperado heroísmo sin salida.

Ya me había topado con Leb en Martinica vendiendo aparatos eléctricos en la tienda de un hindú paralítico que andaba por todo el almacén en silla de ruedas, refunfuñando en parsi instrucciones y regaños que caían sobre las hercúleas espaldas del antiguo militante del neosionismo sin jamás conseguir inmutarlo. Luego me lo vine a encontrar en un rincón desastrado que, bajo el reluciente nombre de La Plata agonizaba a orillas de un gran río que iba a desembocar en el mar de las Antillas. Consistía en un puñado de casuchas infectas y un siniestro cuartel del ejército en donde, allí sí, estuve muy cerca de dejar la piel. Leb venía en un barco de rueda que seguía haciendo el tráfico desde el interior del país hasta el puerto floreciente que acogía toda la riqueza del macizo andino. De su porte marcial y su andar firme a grandes zancadas de mercenario no quedaba sino un montón de huesos comido por la fiebre y el hambre. Sólo conservaba, allá en el fondo de sus ojos de un verde casi fosforescente, ese brillo letal, esa incandescencia de los que regresan de sembrar la muerte a su alrededor y de tener con ella tratos que los marcan para siempre. En el barco trabajaba en la cocina lavando platos y, en la noche, atendía en la cubierta la improvisada barra de un bar sirviendo un ron intomable y un aguardiente de anís que disolvía los sesos. Le conté que andaba allí en tratos para subir en mula a la cordillera una mercancía más que dudosa y él se concretó a prevenirme:

—No se meta en eso. Sospecho de qué se trata y ésos no son sus terrenos. Yo sé lo que le digo.

Si le hubiese hecho caso no habría pasado por las pruebas que me esperaban y que me dejaron el miedo sembrado en las entrañas para siempre.

Y ahora, allí, en Saint-Malo, al lado mismo del cuartucho que compartía con el buen Sverre, vengo a tropezarme con Leb Mason, detrás de la barra de un bar iluminado con chillones colores de neón, en medio de una incongruente teoría de botellas, vasos y fotografías a todo color de mujeres desnudas en poses que querían ser sensuales y sólo conseguían ser de una tontería desarmante.

—Pero, Maqroll, ¿qué diablos hace aquí? Acaba de desembarcar seguramente. Tengo un buen scotch para clientes muy especiales. De pura malta. Le brindo uno ahora mismo para celebrar este encuentro.

Para mi sorpresa el whisky era de primera calidad y valía la pena saborearlo mientras nos contábamos, sin orden ni concierto, nuestras correrías. Cuando supo que hacía varias semanas vivía al lado con un amigo noruego, no pudo creerlo. Le conté nuestra frustrada tentativa en Brighton para reanudar actividades.

—¿En Brighton? —comentó sorprendido—. Es el último sitio en donde hubiera podido imaginar que pisara el asfalto.

Le quedaba de sus días de niñez en la sinagoga ese lenguaje a menudo florido y rebuscado que su pueblo conserva como nostalgia de la tierra donde lo instaló Jehová. Al segundo whisky le conté que andaba en las últimas y no tenía perspectiva alguna de encontrar trabajo. De inmediato me ofreció dinero para que fuera pasando. No se lo quise aceptar. Intenté saber primero cuál era su situación y en qué pasos andaba. Me lo explicó en pocas frases. Vivía con la dueña del lugar, una judía nacida en Niza cuyo marido había muerto luchando en el frente de Aragón en las brigadas internacionales. Leb había sido en su juventud amigo del esposo, del que lo separaban las convicciones políticas pero por quien guardaba una calurosa simpatía. La viuda supo abrirse paso en la vida y reunir algún dinero que le permitió comprar el Floating Paradise con todo y su nombre intransitable. Allí había ido a parar Leb por una de esas casualidades que no son tales sino que pertenecen a la vasta e intrincada red de caminos que nos está impuesta desde siempre. Pasó a informarme cómo era el funcionamiento del lugar en donde el
strip-tease
—harto improvisado y elemental, por cierto— era un pretexto para atraer marinos de paso por el venerable puerto bretón que fuera cuna de los temibles filibusteros, a veces al servicio de su muy cristiana majestad y otras al de su propia bolsa, siempre huera de escrúpulos, como es obvio. En el Floating Paradise las tripulaciones de los cargueros que, en su gran mayoría, venían de Inglaterra y de Holanda, tenían oportunidad de pasar un buen rato, tomarse unas copas y llevarse una más que complaciente mujer a la cama. La muchacha, desde luego, estaba obligada a dejar una parte del dinero en la caja del cabaret.

En esto entró al salón una mujer opulenta y sonriente que sabía llevar sus sesenta cumplidos con un garbo y una autoridad en verdad imponentes. Los párpados encapotados y la barbilla generosa no lograban disimular su infalible instinto para juzgar situaciones y personas heredado tras varios milenios de diáspora. Leb nos presentó y de inmediato se creó entre nosotros una corriente de simpatía indiscutible. Se llamaba Denise, pero algo me hizo pensar que ése no era su nombre de pila. Se sentó en un banquillo al lado del mío y pidió a Leb que le sirviera lo mismo que yo estaba tomando.

—Bueno —comentó mientras no me quitaba los ojos de encima, con una curiosidad que hubiera parecido infantil si no se tratara de tan imponente matrona—, así que por fin tengo la suerte de conocer al legendario Gaviero del que he escuchado tantas historias.

—Leb exagera —aclaré prudente—. Comparada con la suya mi vida ha sido más bien sosegada y formal.

—Si sólo supiera de usted por Leb, tal vez estaríamos de acuerdo. Pero he recibido noticias suyas por otros conductos y creo que la vida de ustedes dos podría compararse si eliminamos la dinamita y las Uzi que enloquecieron a éste por tantos años.

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