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Authors: Álvaro Mutis

Tags: #Relatos, Drama

Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero (86 page)

BOOK: Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero
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A
BDUL. —Antes de contestarle, déjeme hacerle una aclaración que me importa sobremanera. Usted, junto con otros amigos y parientes, insisten en hablar de un descenso cuando se refieren a la reciente fase de mi vida. Yo no lo veo como tal, ni lo he vivido nunca de esa manera. Para mí, ese mundo, dentro del cual viví años cargados de una plenitud incomparable, no está más bajo ni más alto que ningún otro vivido por mí. Darle esa calificación moral es desconocerlo y distorsionar su realidad. En ese trayecto de mi existencia, me encontré con los mismos hombres, arrastrando los mismos defectos y miserias y las mismas virtudes e impulsos generosos, que el resto de los seres, habitantes del supuesto imperio del orden y de la ley. Es más, en el hampa, en la irregularidad y la miseria, que todo es uno, la parte generosa y solidaria de la gente se pone de manifiesto en forma más plena, más honda, diría yo, que en el mundo donde los prejuicios y las represiones y frustraciones son un imperativo de conducta. Pero todo esto lo sabe usted tan bien o mejor que yo. No necesito seguir hablando como un predicador al uso. Respecto a lo del barco que me ha ilusionado siempre, pues, bueno, déjeme decírselo: sí, iría a buscarlo y trataría de adquirirlo porque siento que es algo que me debo a mí mismo. Pero si eso no sucede y el barco no aparece nunca, me daría igual. Ya aprendí y me acostumbré a derivar de los sueños jamás cumplidos sólidas razones para seguir viviendo. Por cierto, Maqroll, que en eso usted es maestro. Qué le voy a contar, por Dios. Mi
tramp steamer
arquetípico no es menos ilusorio que sus aserraderos del Xurandó o sus pesquerías en Alaska.

M
AQROLL. —En verdad, tiene razón. Creo que tanto usted como yo sabemos siempre de antemano que la meta, en cuya búsqueda nos lanzamos sin medir obstáculos ni temer peligros, es por entero inalcanzable. Es lo que alguna vez dije sobre la caravana. A ver si lo recuerdo: «Una caravana no simboliza ni representa cosa alguna. Nuestro error consiste en pensar que va hacia alguna parte o viene de otra. La caravana agota su significado en su mismo desplazamiento. Lo saben las bestias que la componen, lo ignoran los caravaneros. Siempre será así».

A
BDUL. —Nada puedo agregar. Imposible decirlo mejor. No sé, entonces, por qué estamos hablando de esto.

M
AQROLL. —Sólo intentaba confirmar algo de lo que, por lo demás, estoy bastante seguro. De sus hazañas en el Pireo con Panos; de la venta de alimentos, más o menos adulterados, para las naves que tocan en Famagusta; de ayudarle a la ruleta en Beirut para inclinarla hacia ciertos números; de sorprender la ingenuidad de los turistas en el Cuerno de Oro; de reclutar vírgenes remendadas para el burdel en Tánger; de cambiar dólares o libras a viajeros más o menos intoxicados con
arak
falsificado y de explotar dos pobres hembras sardas en las callejuelas de Cherchel; de todo eso y de mucho más que me callo, no queda la más leve sombra de culpa, ni tampoco el cosquilleo de haber probado el fruto prohibido.

A
BDUL. —En primer lugar, no hay tal fruto prohibido. Usted lo cita como puro recurso retórico. Luego, queda lo hecho, tal cual, sin calificación ni medida. Lo que se vivió como un fruto mondo, absoluto, devorado en la plenitud de su sabor y de su pulpa, listo para transformarse en el equívoco proceso de la memoria hasta ser puro olvido. Algo vivido así no puede dejar rastros de culpa ni ser sometido a la prueba de la moral. Eso es claro, ¿verdad?

M
AQROLL. —Eso quería saber y escucharlo de la propia voz de mi amigo Jabdul, el consentido de Ilona, el devorado por Jalina, el iniciado por Arlette en las artes del lecho.

A
BDUL. —Si no iniciado, sí, digamos, confirmado. Por cierto que no sabe, seguramente, que Arlette murió hace tres años y hasta hace unas semanas he venido a enterarme de que soy su heredero universal. Ya iré algún día para reclamar esa herencia. No sería mala idea, pienso ahora, darle a usted poderpara que vaya a hacerlo en mi nombre. Eso tendría mucho de justicia poética.

M
AQROLL. —Déjese de lirismos justicieros, Abdul. Iré con gusto, pero no creo que haya mucho para reclamar. La última vez que estuve en Marsella, la estaban esquilmando un par de adolescentes bastante ambiguos, que se metían con ella en la cama al mismo tiempo. Se me ocurre que sin resultados muy apreciables para ella, pero sí, en cambio, para los dos efebos de la Canebière. Pero mire que acabar usted y yo en este infierno amazónico, bebiendo cachaza mediocre y cerveza tibia, sólo para pasar revista a empresas descabelladas y amores marchitos, tiene gracia. Eso sólo a nosotros puede ocurrir.

A
BDUL. —De usted he aprendido, entre muchas otras cosas, a jamás renegar del pasado. «¡Lo que pasó, pasó!», le escuché un día exclamar alborozado, cuando nos encontramos en Martinica, a mi regreso del río Mira y de mi encuentro con
El Rompe espejos
.

M
AQROLL. —¿Quiere saber una cosa? Lo que lamentaré siempre es no haberle acompañado en esa ocasión. No es fácil toparse, por los caminos del mundo, con un representante del mal en estado puro, del mal al alto vacío diría yo. Sigo insistiendo en que en ese tipo se daba plenamente esa rara condición. Mi amigo Alejandro Obregón no quiso concederle al
Rompe espejos
esa gracia. Para mí, que estaba equivocado.

A
BDUL. —Sí, lo estaba, sin duda. Pero le debo decir que el encuentro con alguien así, representante del mal absoluto, tiene resultados sombríos que hacen mucho daño. Trataré de explicárselo: cuando me enfrenté al
Rompe espejos
, cuando llegué a su guarida y cené con él; durante toda la noche que siguió, sentí, por primera vez en la vida, un miedo de orden puramente animal, un terror de bestia acorralada. Era un miedo que tenía menos que ver con la muerte misma que con la posibilidad de que ésta me llegase por obra de alguien así. Como musulmán, soy fatalista y de ese fatalismo he derivado una regla de vida. En la mansión del
Rompe espejos
, el fatalismo iba, allá dentro de mí, por un camino y las acechanzas de Tirado amenazaban, por otro, una zona desvalida de mi ser, desde la cual era impensable, hasta ese momento, recibir un ataque. No es fácil explicarlo. Era como si mi propia muerte sufriera una violación bestial. Estoy seguro de que usted me entiende y sabe de lo que estoy hablando.

M
AQROLL. —Sí, creo saberlo, en efecto. Pero, primero, pensemos un instante en el nombre:
El rompe espejos
. Un espejo, y esto es algo que existe en todos los mitos de la Tierra, un espejo no se puede romper. Un espejo refleja esa otra imagen nuestra que nunca conoceremos, ya se lo dijo Tirado; pero un espejo, también, es el camino hacia ese otro mundo desconocido, que para siempre nos estará vedado si rompemos el cristal que lo oculta. Tal vez sea el sacrilegio absoluto, el mayor desafío a los dioses, el más insensato atropello que pueda cometer un hombre, romper un espejo. Bien, respecto a su muerte a manos de ese sujeto, es claro que hubiera sido gravísimo recibirla en esa forma. Se trata siempre de saber qué muerte nos espera. No me refiero al aspecto puramente físico o doloroso del asunto. La muerte, venida de tales manos, no es la muerte que le tocaba desde siempre, la muerte que ha venido preparando durante toda una vida; desde el instante mismo de nacer. Cada uno de nosotros va cultivando, escogiendo, regando, podando, modelando su propia muerte. Cuando ésta llega, puede tomar muchas formas; pero es su origen, ciertas condiciones morales y hasta estéticas que deben configurarla, lo que en verdad interesa, lo que la hace, si no tolerable, lo cual es muy raro, sí, por lo menos, acorde con ciertas secretas y hondas circunstancias, ciertos requisitos largamente forjados por nuestro ser durante su existencia, trazada por poderes que nos trascienden, por poderes ineluctables. La muerte que llega de manos de alguien como
El rompe espejos
es una muerte que afrenta un cierto orden, una velada armonía que hemos intentado imprimir al curso de nuestros días. Una muerte así nos niega alevosamente a nosotros mismos y por eso nos es intolerable. Más que miedo, lo que sintió entonces fue un profundo desconsuelo, una náusea esencial a terminar de esa manera.

A
BDUL. —Sí, creo que da en el blanco. Mientras hablaba, he vuelto a vivir esas horas y a sentir lo que sentí entonces y puedo decirle que fue exactamente eso: un asco substancial a morir en esa forma y por tales manos. Exteriormente, estaba sereno y como flotando en la indiferencia, es un viejo ejercicio aprendido hace varios millares de años por mi raza de señores del desierto. Por dentro agonizaba de asco. No hay otra palabra. Pero no me diga que no ha sentido eso alguna vez en la vida. Usted, que ha sufrido pruebas que, a menudo, no consigo explicarme cómo ha logrado soportar.

M
AQROLL. —Pues sepa, mi querido Abdul, que sólo recuerdo haber vivido en una ocasión algo parecido. Por eso me pesa no haber estado en el Mira. Fue una noche en Mindanao, en un atracadero de mala muerte, cerca de Balayan. Después de dos días con sus noches de recorrer bares con la tripulación de un pesquero irlandés de nefasto recuerdo, terminé solo en un burdel de las afueras del pueblo, en medio de una red de caños infectos. Tenía más deseos de dormir que de otra cosa. Una muchacha, de la que sólo recuerdo sus pocos años y la voz aniñada y aguda, me acompañó hasta un cuartucho de tablas mal unidas, alineado con otros en el fondo de la casa. Caí en un sueño profundo, sin tocarla siquiera. Muchas horas después, me desperté sobresaltado. Mi ropa, con mis papeles, el poco dinero que me quedaba y un reloj, regalo de Flor Estévez, habían desaparecido. Tocaron a la puerta y entró una anciana desdentada, que bien hubiera podido tener cien años y que repetía sin cesar. «Hundred fifty dollars, sir. Hundred fifty dollars», mientras sus ojos lagañosos recorrían el aposento como tratando de descubrir qué quedaba mío que hubieran olvidado. Pedí hablar con el dueño y ella salió repitiendo su letanía de los «hundred fifty dollars». Estaba en calzoncillos, sin ropa, en un sitio que, sólo hasta ese instante, caía en cuenta del antro siniestro y abandonado que era, sin poder comunicarme con nadie conocido y en manos del hampa más violenta y desalmada de toda el Asia y, tal vez, del mundo. A los pocos minutos entró el que debía ser el encargado del lugar, al menos así lo pensé en ese momento. Se sentó al pie de mi cama, mirándome fijamente con ojos de rata lista al ataque. Era un enano obeso, con cara aplastada y asiática de luna llena, picado de viruelas y dientes llenos de oro, que relucían en una sonrisa cargada de los peores augurios. Traía una camiseta pringosa con figuras de colores chillones y unos bermudas igualmente sucios, abotonados debajo de un vientre de hidrópico que le sobresalía como un tumor informe. Sin decir palabra se llevó la mano a la espalda, a la altura del cinturón, y sacó un revólver calibre 32 corto con el que me apuntó a la cabeza. En ese instante me subió a la garganta el mismo pavor con náusea que usted sintió en casa del
Rompe espejos
. La muerte, mi muerte, no podía llegar por ese conducto innoble. En el rostro del tipo vi que esa forma de suprimir a los intonsos parroquianos que caían en el tugurio, llevados por un chofer de taxi cómplice, era para él una rutina normal. Una ira incontenible, desbordada, ciega, de pensar en morir en esas manos, me hizo lanzarme sobre el enano, envolverle la cabeza con la sábana y apretar desesperadamente. Alcanzó a disparar dos veces, antes de morir estrangulado en estertores que me aumentaron el asco hasta casi hacerme vomitar. Una bala me rozó la mejilla, dejándome una profunda herida que sangraba profusamente y la otra fue a incrustarse en los tablones de la cabaña. Aún conservo la cicatriz, como bien puede ver. Salí corriendo por la parte trasera de la cabaña y, al llegar al canal de aguas negras que despedían un olor nauseabundo, salté a una canoa que estaba amarrada a un árbol, la desaté y, remando con las manos, empecé a alejarme del lugar. Llegué a una carretera. Algunos automóviles transitaban por allí de vez en cuando. Uno atendió a mis señas y me recogió sin hacer comentario alguno. Esto, también, debía ser normal y común en aquella zona. Le pedí al conductor que me llevara al muelle. Llegamos hasta la escalerilla del barco y subí precipitadamente. El contramaestre me esperaba en cubierta con cara de espanto. Le encargué que diera unos dólares al hombre del auto y fui a curarme en el botiquín de nuestro dormitorio. Al recapitular el incidente con mis compañeros, sólo entonces caí en la cuenta de la ausencia de toda persona en la cabaña, cuando salí huyendo. Alguien comentó que esos lugares suelen estar abandonados a propósito, nadie vive en ellos. Por las noches, dos o tres mujerucas sirven de carnada y un par de malhechores esperan a la víctima que ha de traerles el chofer con el que operan en combinación. Allí sacrifican al incauto para desvalijarlo. Pues bien, ésa ha sido la única ocasión en la que estuve a punto de recibir la muerte que no me correspondía. Esa cuya trayectoria y cuyo origen no estaba destinado para mí.

A
BDUL. —Habría mucho que decir sobre el tema. Por ejemplo:
El rompe espejos
era alguien mucho más elaborado y refinadamente maligno que el enano filipino. Es cierto que, al final, la náusea es la misma.

M
AQROLL. —En efecto, la náusea es idéntica. Pero vale la pena tener en cuenta que el pretendido refinamiento queusted indica en Tirado apenas constituye una débil máscara que cubre el mismo instinto de muerte, primario, elemental, desprovisto de todo lo que pueda significar el menor indicio de eso que se ha convenido en llamar «humanidad» y que, en el fondo, pertenece más bien al orden estético, a la
armonia mundi
de los antiguos.

A
BDUL. —Ya que nos hemos internado por los vericuetos del arte de morir, se me ocurre algo que jamás antes había pensado: es muy improbable, casi imposible, que el mar nos brinde una muerte distinta de la que, como usted dice, nos toca desde siempre. Pienso que sólo en el mar estamos a salvo de la infamia que nos amenazó a usted en Mindanao y a mí en la pretenciosa villa del río Mira.

M
AQROLL. —Eso sería tanto como pensar que el mar siempre estará revestido de una esencial dignidad. Tal vez sea mejor creerlo así. La verdad, no estoy tan seguro de ello, pero la tesis es atractiva y sirve de precario consuelo, pero de consuelo al fin.

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