Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero (92 page)

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Authors: Álvaro Mutis

Tags: #Relatos, Drama

BOOK: Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero
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Obregón entendió como nadie este interés del Gaviero por los gatos y, a su vez, le comunicó algunos de los prodigios que había presenciado en Cartagena, protagonizados por gatos que ocasionalmente visitaban su taller. Entre ellos, el gato romano que se puso frenético el día en que el pintor empezó a dibujar en la tela un ángel que le daba la espalda al visitante y, luego, el gato que daba extraños saltos y volteretas cuando se le mencionaba el nombre del arzobispo virrey Caballero y Góngora. Al llegar la mañana, la amistad entre los dos recién conocidos se había hecho tan estrecha como si se hubiesen encontrado hacía muchos años. Maqroll preparó un café como para marino al que le espera un muy duro cuarto de guardia y se lo bebieron lentamente, sin hablar mayor cosa. El descenso de las escaleras fue aún más premioso para el Gaviero que la subida. Se despidieron en la puerta. Maqroll no quiso que Alejandro lo llevara al puerto en su vehículo. «Ya tendrá noticias mías —le dijo al despedirse—. Antes de que zarpe el barco vendré por aquí para que hablemos un poco más», y se alejó renqueando en busca de un taxi. El pintor quedó absorto en la meditación sobre las cosas que le suceden a los hombres cuando saben ser fieles al arduo tejido de una amistad verdadera.

Aquí interrumpí a mi amigo para comentarle que las últimas noticias que tenía de nuestro común camarada no eran muy tranquilizadoras. No sé qué insensata aventura emprendió río arriba y había acabado metido en problemas con el ejército, conflicto que logró salvar gracias a la providencial intervención de una embajada del Medio Oriente y a la simpatía que despertó en un miembro de la inteligencia militar, quien consintió en pasar una esponja sobre el caso. Pero mis sorpresas de esa tarde en el bar del Wellington no iban a terminar. Obregón, cruzando los brazos sobre el pecho, en un gesto muy suyo cuando iba a manifestar algo que le concernía profundamente, me dijo: «No, si ahí no terminó el asunto. Acabamos navegando juntos en un viaje delirante entre Curação y Cartagena». Ante mi expresión de sorpresa, condescendió en contarme el episodio con lujo de detalles. Aún quedaba tiempo antes de partir a Barajas. Nuestras esposas habían subido a las habitaciones para pasar revista a las compras hechas en Madrid. Pepe Dominguín y su grupo se habían esfumado discretamente. Seguimos fieles al fino que comenzaba a proporcionarnos esa sabia tibieza en donde todo resbala con un ritmo de califato Omeya.

Antes de zarpar de Cartagena, el Gaviero pasó por la casa de Obregón para despedirse. Se había creado entre ellos esa complicidad de quienes han sometido la vida a pruebas poco comunes y conocen, mejor que los demás, los ocultos resortes que mueven el incierto mecanismo que los inocentes llaman azar. Consumieron un par de botellas del ron sin color que Obregón solía comparar, a mi juicio un tanto a la ligera, con el vodka, y volvieron a repasar la historia de los gatos de Estambul. Alejandro le espetó su cuento de los alcatraces que perdieron el rumbo. Maqroll dejó pasar el asunto sabiendo que se las estaba viendo con alguien a quien bien podía haberle sucedido tal cosa y agregó dos historias de gaviotas igualmente improbables. Se despidieron con la promesa de darse mutuamente noticia de sus andanzas de tiempo en tiempo. Pasaron varios meses y Alejandro tenía ya catalogado su encuentro con el Gaviero entre las cosas inopinadas que poblaban su pasado, cuando volvió a encontrarlo, otra vez por casualidad, en Curazao. Andaba buscando un restaurante donde almorzar que se saliera del sempitermo menú chino de tan horripilante como fraudulenta monotonía. Le indicaron un sitio de especialidades indonesias y, al entrar, tropezó en el bar de manos a boca con el Gaviero que trataba de corregir, con adiciones improbables, un
old fashioned
que no acababa de convencerlo. Se saludaron como si se hubieran visto el día anterior y resolvieron arriesgarse por los arrecifes de una carta de cocina malaya un tanto improvisada. No comieron ni la mitad de los platos y se pasaron al bourbon con ginger-ale para no seguir a tientas por la venerable vía de la embriaguez. Fue entonces cuando Maqroll el Gaviero le hizo a mi amigo la tentadora invitación que por poco cambia para siempre su destino de pintor. «Venga conmigo —le dijo— al
Lisselotte Elsberger
. Es el buque tanque del que soy contramaestre. Regresamos por Aruba y, de allí, a Cartagena. Le aseguro que se va a divertir. El Capitán, prusiano de estirpe, es un antiguo comandante de submarino de la Primera Guerra Mundial, nació en Kiel y le falta una pierna. La perdió en la batalla de Skaggerak. Posee un inventario inagotable de historias del mar y algunas de tierra nada edificantes. Si usted tiene que volver a Cartagena, nada le impide acompañarnos». Obregón no dudó un instante en aceptar la propuesta y, tras pasar por el hotel para recoger su ropa y dos cajas de pinturas holandesas que había comprado en Curazao, partió hacia los muelles con el Gaviero. Allí esperaba el
Lisselotte Elsberger
, urgido de una mano de pintura. Subieron a bordo pero no pudieron ver al Capitán porque estaba durmiendo una siesta que no parecía llegar a término jamás. En el camarote del Gaviero había una litera disponible donde acomodó Alejandro sus cosas. Salieron a cubierta y comenzaron a pasearse de un extremo a otro tratando de no prestar mucha atención al olor de combustible que infestaba el ambiente. «Cuando zarpemos la cosa se hará más tolerable con ayuda de la brisa», comentó Maqroll, sin querer insistir mucho al respecto. Obregón le explicó que el olor de las pinturas y de los solventes lo había acompañado gran parte de su vida. La gasolina no ofrecía una diferencia mayor. Al caer la tarde, el Capitán apareció en cubierta. Era un gigante de dos metros que manejaba con soltura su pierna ortopédica y hablaba con ligero acento tudesco todos los idiomas de la Tierra. En su cara caballuna y lampiña de oficial del káiser mantenía una sonrisa entre condescendiente y cansada que le daba un aire eclesiástico. Era en sus ojos en donde se concentraba la ardua malicia de mil experiencias, transgresiones, componendas, olvidos y recuerdos meticulosamente almacenados. Tenían un vago color café y se movían en perpetua inquietud entre una mata de cejas en desorden y unas largas pestañas levemente femeninas. Sin detenerse jamás en un punto fijo, parecían pasar de continuo revista a los seres y a las cosas que examinaban con febril interés. Se llamaba Karl von Choltitz y decía ser primo lejano del general nazi que pretendió haber salvado en el último momento a París de volar por los aires. Después de algunas frases de circunstancia, el Capitán pidió permiso a Obregón para llevarse a Maqroll. Comenzaban las maniobras para zarpar. El barco iba cargado hasta casi cubrir la línea de flotación y el asunto requería de mucho cuidado. Obregón se quedó en cubierta viendo el atardecer en Curazao y preguntándose a qué horas se le había ocurrido aceptar una invitación tan disparatada. Pero su viejo instinto de no interferir en los indescifrables decretos del destino le permitió contemplar la invasión de la noche que comenzaba a disolver una abigarrada fiesta de colores que iban desde el rojo sangre hasta el más delicado naranja. Recordó los paisajes de las cajas de galletas Huntley Palmers que conociera de niño en el Berlín anterior al nazismo. El viaje se inició sin contratiempo alguno. El barco se deslizaba con lenta somnolencia por las aguas de un mar en calma. El toque de una campana lo despertó a la realidad y vio a Maqroll que le hacía señas desde el puente de mando para que subiera a cenar en la cabina del Capitán.

Nada más carente de un detalle personal e íntimo que el camarote del Capitán Von Choltitz. Ningún retrato de familia, ninguna vista de su ciudad natal, ningún objeto que le trajera memorias del pasado. Dos viejos mapas del Caribe y una carta de señales era todo lo que colgaba de las paredes. Esto produjo a Obregón una singular inquietud; era como un vacío externo que reflejaba otro interior y sin fondo en un alma que había hecho tabla rasa del pasado. Pero lo que más le atrajo la atención fue ver en la pequeña mesa donde se servían los alimentos un gran
bowl
de plata vienesa rodeado por obedientes bandejas, también de plata, en donde se ordenaban apetitosos bocadillos de pan negro, con las más exquisitas especies de salmón, arenques, caviar, trucha ahumada, atún y lenguas de erizo. El Capitán indicó a sus invitados los asientos que les correspondían y procedió a una ceremonia que aumentó aún más el asombro de Alejandro. Destapó una botella de champagne francés de una marca de gran prestigio y comenzó a verterla en el
bowl
mientras, con la otra mano, vertía al mismo tiempo una botella de cerveza lager alemana. Terminada ésta siguió con una segunda hasta acabar al mismo tiempo con el champagne. Acto seguido repartió vasos de cristal con las asas en forma de alas heráldicas e invitó a beber con gesto cortés de
junker
típico. Maqroll hizo a su amigo una seña para indicarle que ésta era ceremonia habitual que no debía extrañarle. Y así comenzó una larga noche de remembranzas y anécdotas en donde cada uno trajo a cuento lo mejor de su repertorio. El
bowl
era renovado regularmente por el Capitán, quien no daba muestras de cansancio y, menos aún, de embriaguez. Se fueron a la cama con las primeras luces del alba. Al día siguiente, a eso de las once de la mañana, se reanudó la ceremonia que se prolongó hasta caer la tarde y volvió a iniciarse, entrada ya la noche, tras cumplir varias tareas propias del servicio. Ninguno de los presentes daba, como es obvio, muestras de ebriedad.

Cuatro días consecutivos de este tratamiento consolidaron notablemente las afinidades y coincidencias que estaban antes latentes entre Obregón y el Gaviero e hicieron revivir en Von Choltitz días mejores de su carrera de marino. El Capitán, en la euforia de las largas sesiones de nostalgia y bebida, terminó por invitar a Obregón a que los acompañara durante el lapso de un contrato de dos años en aguas del Mediterráneo, transportando combustible desde Argelia hasta Córcega. Alejandro pasó la noche en vela coqueteando con la propuesta. Llegaron a Aruba y allí el
Lisselotte Elsberger
pasó un día cargando gasolina de aviación destinada a Cartagena. El trío, ya fundido en una misma atmósfera de evocaciones y rudas pruebas de resistencia al deletéreo cocktail del
junker
, ni siquiera se molestó en bajar a tierra. Cuando atracaron en el muelle de Mamonal, en Cartagena, Alejandro, en un momento de lucidez y aspirina, consiguió declinar cortésmente la oferta de Von Choltitz. Mientras aquél balbuceaba complejas disculpas, el Gaviero asentía levemente con la cabeza aprobando la decisión de su amigo cuya pintura había aprendido a admirar, sintiéndola curiosamente cercana porque le revelaba zonas abismales de su propia conciencia. Acompañó a Obregón hasta su casa y allí se despidieron luego de liquidar una botella de ron de las islas que habían comprado en Curazao. «Cuando le dije que te conocía desde hace muchos años —me explicó Alejandro al terminar su relato— me recomendó que, si te veía, te comunicara sus saludos y te dijera que está en mora de enviarte algunos papeles en donde cuenta ciertos episodios, hasta ahora poco conocidos por ti, sobre su vida de minero en la cordillera. Me dijo también que nunca ha acabado de entender tu interés en sus andanzas, que él encuentra más bien oscuras, rutinarias y harto comunes. Así me dijo».

En esto llegó la esposa de Alejandro para anunciar que, si no salían de inmediato, corrían el riesgo de perder el avión. Obregón se quedó un momento absorto, mirando a esa distancia indeterminada y desoladora en la que solía refugiarse cuando la vida se le venía encima con exigencias para él inaceptables, pero a las que sabía resignarse con una sabiduría de rabino medieval, herencia de sus ancestros catalanes. Nos despedimos con el estrecho abrazo de siempre.

Como era de esperarse, esta revelación de Alejandro sobre su encuentro con Maqroll el Gaviero iba a tener secuelas que no podían tardar en manifestarse. Dos personajes de perfiles tan acusados y fuera de lo común no se cruzan en la vida sin dejar tras de sí una cauda de planetas en desorden. Meses después de nuestro encuentro en el bar del Wellington, recibí en casa un abultado sobre con timbres de Manila. Contenía una relación minuciosa pero caprichosamente aderezada de algunos episodios de la vida de gambusino del Gaviero y una larga carta en donde me ponía al corriente de su actual paradero y de las habituales desventuras de su vida errante e impredecible. En dos extensos párrafos de la misiva mencionaba a Alejandro. No resisto a la tentación de transcribirlos porque complementan y enriquecen notablemente la historia de esta amistad en la que me toca, como siempre tratándose de Maqroll, el papel, más bien ingrato, de simple intermediario. El primer fragmento decía como sigue:

«…Por lo que decidí permanecer por un tiempo en Kuala Lumpur. Me alojé en casa de una fabricante de inciensos funerales y aromas destinados a ceremonias religiosas. La mujer no dejó de despertarme una inmediata curiosidad. Me había puesto en contacto con ella un maquinista de tranvía de Singapore con el que yo mantenía una relación cordial que se desarrollaba en dos planos bien diferentes: tomábamos vino de palma con ajenjo en un bar clandestino de las afueras de la ciudad, adonde iban a menudo turistas inglesas y escandinavas en busca de sensaciones exóticas. No sé si quedaba satisfecha su curiosidad, pero de lo que sí estoy seguro es de que nuestra apetencia de relación con mujeres de raza blanca sí resultaba ampliamente colmada. Mucho tiempo de estar en continuo contacto con asiáticas suele causar una especie de empacho que termina en la frialdad. Por otra parte, Malaca Jack —que tal era su nombre— solía recogerme cuando pasaba conduciendo su tranvía. Me invitaba entonces a subir a su lado para charlar un rato mientras cumplía su trayecto de rutina. Era un conversador inagotable, conocía los más recónditos secretos de la ciudad y de sus gentes y el paseo se convertía en una experiencia divertida y aleccionadora en extremo. Malaca Jack me recomendó que fuera a ver, de su parte, a Khalitan, la vendedora de inciensos, cuando le conté que iba a Kuala Lumpur para un improbable negocio con madera de teca que me había propuesto un portugués, dudoso y escurridizo, que respondía al nombre, más incierto aún, de Fernando Ferreira de Loanda. La mujer resultó, también, una conocedora inagotable de la vida y milagros de sus paisanos, gente secreta si las hay y con peligrosos repliegues de carácter que más vale conocer bien antes de tratar con ellos. Acabamos, como era de esperarse, en la cama, en donde siempre hablaba un dialecto malayo y no conseguía articular palabra alguna en ninguno de los idiomas que mascullaba con relativa fluidez. Un día en que regresaba de un suntuoso funeral destinado al
capo
multimillonario de una mafia de contrabandistas de joyas arqueológicas, me contó que, en medio del humo del incienso de las interminables ceremonias propiciatorias, vio aparecer la cara de un blanco de ojos azules y poblados bigotes que se prolongaban en unas patillas rojizas de artillero. El hombre aparecía y desaparecía entre la espesa humareda funeral, al tiempo que lanzaba las más descabelladas y brutales imprecaciones en inglés y en algo que se parecía al español pero que también recordaba al francés. "Me pareció que pronunciaba tu nombre —me explicó Khalitan, entre intrigada y burlona— pero cuando me le acerqué salió dando saltos como exorcizado". Le pedí de inmediato que me llevara al lugar del sepelio para buscar por los alrededores al personaje de marras. Algo me decía que se trataba de alguien bien conocido por mí. Esos ojos azules, esos mostachos y patillas a la Franz Joseph y las interjecciones en inglés y en catalán —idioma que mi amiga no pudo identificar pero describió en forma más o menos comprensible— no podían ser sino de una persona. Khalitan se negó, al principio, a acceder a mis ruegos. La idea le parecía absurda. Habían pasado ya varias horas de terminada la ceremonia y el barrio era una zona de grandes quintas pretenciosas, parques abandonados y ninguna vida comercial. Insistí hasta convencerla y partimos al lugar. Era tal como me lo había descrito: desoladas avenidas cubiertas por grandes árboles que daban una sombra perpetua y húmeda, verjas interminables enmarcando jardines semisalvajes y, al fondo de éstos, mansiones de los estilos más insólitos y delirantes: colonial del sur de los Estados Unidos, tudor con tejados en declive que esperaban una nevada inconcebible en ese horno de los trópicos, californiano español, arábigo hollywoodense y art déco maculado por la lluvia y las resinas que chorreaban de la opulenta vegetación. Recorrimos varias calles, todas idénticas, en la destartalada carretela de la perfumista, quien trataba de acelerar el paso del paciente y escéptico burro que tiraba del carro con una falta de convicción desesperante. "Sólo a ti se te ocurre —me increpó—, Gaviero insensato. Aquí no vamos a poder encontrar ni a tu amigo ni a nadie vivo. Yo quisiera saber qué vas a explicarle a la primera patrulla de policía que nos detenga".

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