Read Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero Online
Authors: Álvaro Mutis
Tags: #Relatos, Drama
Era evidente que la mujer sabía lo suyo sobre mí, pero en ese momento no estaba yo de humor para seguir averiguando por sus fuentes de información. Preferí concretarme al presente, ya de suyo bastante incierto, al menos en mi caso. Volví a mencionar a Sverre Jensen y, de paso, hablé de su trabajo en los muelles.
—Debe abandonar eso hoy mismo. Es muy peligroso —dijo Denise en un tono que no dejaba lugar a dudas—. Ya veremos qué se hace con él. Por ahora usted va a estar en la noche con Leb en el bar. La tarea está resultando un poco dura para él solo. Con su amigo noruego ya veremos qué se hace. No se preocupen por el pago del alquiler del cuarto. Esa casa es mía y esos cuartos sirven para lo que ya se habrá dado cuenta.
En efecto, el movimiento de parejas en la noche era bastante notorio, pero no lo había relacionado con la existencia del club nocturno aledaño. Recordé también que el portero, un anciano nonagenario con blancos bigotes de foca, que andaba siempre apoyado en un bastón de pastor alpino que temblaba constantemente, dando la sensación de que el hombre se iba a derrumbar de un momento a otro, me había mencionado en dos ocasiones a la dueña de la casa. Hablaba de ella como de alguien que no toleraba retrasos ni pretextos en el pago semanal. Cuando se lo mencioné a Denise, me contestó con la mayor naturalidad:
—Sí, es mi padre. Ya va a llegar a los cien años. Le falta poco. Pero no quiere quedarse tranquilo en casa y se distrae atendiendo a la clientela y discutiendo todo el tiempo por cualquier motivo. Eso lo mantiene alerta.
Pensé en la sorpresa que le esperaba a Sverre cuando se despertara para ir al trabajo. La misma Denise fue a decir a su padre que cuando descendiera el huésped del número tres, le dijera que lo esperábamos en el bar de al lado y que por ningún motivo se fuera sin pasar a vernos. Una nueva botella de whisky de malta vino a reemplazar la que ya habíamos terminado y seguimos los tres tratando de aportar piezas al complicado rompecabezas de un pasado irremediable.
Jensen apareció hacia las ocho de la noche con su corpulenta humanidad y su cara huesuda de vikingo apaleado en donde aún quedaban restos de un sueño que se resistía a partir. Yo estaba ya al otro lado del bar y comenzaba a servir a los primeros parroquianos. Leb me susurraba instrucciones sobre el lugar de los vasos adecuados en cada caso y las botellas que servían para atender las órdenes de los clientes. Era evidente que algunas estaban destinadas a clientes especiales y así lo aprendí de inmediato. Denise seguía en la barra de espaldas a nosotros controlando la llegada de las primeras mujeres que la saludaban con un leve movimiento de cabeza e iban a sentarse en las mesas que la costumbre les había asignado. Sverre se me quedó mirando sin mostrar la menor sorpresa sino, más bien, como si estuviera asistiendo a algo que había previsto de antemano y que veía cumplirse con toda naturalidad. Le presenté a los dueños del lugar y en pocas palabras lo puse en antecedentes de mi relación con Leb.
—Antes de ir al muelle mucho me gustaría compartir con ustedes una copa de lo que están tomando —acababa de olfatear mi vaso dando muestras de una aprobación sin reservas.
—Usted no va a ir a ningún muelle, amigo. Le invito a quedarse aquí para liquidar esta botella de
malt
que los estaba esperando hace muchos meses.
A estas palabras de la dueña Sverre no supo qué contestar y se quedó mirándola extrañado de tanta autoridad en relación tan reciente.
—Y quién va a pagar el cuarto si yo no trabajo. A no ser que Maqroll, detrás de esa barra, gane lo que me dan en los muelles. Pero no creo en tales maravillas —Sverre se hallaba perdido en una confusión que torturaba su flema.
Le hice señas de que ya hablaríamos y que obedeciera a nuestra amiga. Ésta vino en mi auxilio para dar por terminado el asunto:
—Mire, Jensen. Usted no sabe a lo que se está arriesgando al trabajar en los muelles en esas condiciones. El sindicato aquí no se anda en contemplaciones y una madrugada lo van a encontrar flotando en la bahía con un gancho atravesado en el pecho.
Sverre tomó las palabras de la dueña con una conformidad que me dejó intrigado. Se tomó su
scotch
de malta saboreándolo lentamente y se sirvió otro sin siquiera volver a mirarnos. Pasamos largo rato en silencio y Denise partió para ordenar no sé qué cosa a un par de muchachas que acababan de instalarse en una mesa cerca de la entrada. Leb miraba de vez en cuando de reojo a Sverre y volvía los ojos hacia mí haciendo un gesto que quería indicar una cierta simpatía frente a la callada actitud de mi amigo. Por fin éste volvió a mirarnos como saliendo de un sueño profundo y habló en voz apagada pero firme:
—Todo esto lo vi venir desde hace mucho tiempo. Ya lo sé: se acabaron nuestras expediciones pesqueras en el Pacífico norte, se acabó el mar y se acabó también la perpetua lucha contra los elementos que siempre terminan por tener la razón. Y ¿saben una cosa? Hace rato también he caído en la cuenta de que nunca me gustó ese oficio y de que el mar es un enemigo monótono, terco y cruel con el que jamás hubiéramos debido tener ninguna relación. Maqroll ha entendido eso muy bien y, de vez en cuando, se interna en la tierra aunque sea para cambiar de esclavitud y vérselas con otros demonios. En el fondo es lo mismo, ya lo sé, pero por lo menos le queda el recurso de no dejarse moler por una rutina infame que siempre da la espalda y para la que somos apenas una brizna de polvo desdeñable e intrusa. Por ahora, aquí me quedo. Ya veremos después. Pero al mar nunca más, ¿lo oye bien, Maqroll? Nunca más. Gracias, Leb, y gracias también a Denise. No me han abierto los ojos, precisamente. Ya los tenía abiertos. Lo que han hecho es iluminar el escenario. Ya vi claro. Salud.
De un solo trago apuró la copa que acababa de servirse. Su rostro no indicaba la menor tensión, la menor ansiedad. Estaba instalado en esa serenidad a la que debían tornar sus abuelos después de las feroces incursiones en el continente. Daba la impresión de haber conquistado un orden del cual ya no saldría jamás. En sus ojos titilaba de vez en cuando una lucecilla que indicaba el terrible poder de las fuerzas que en su alma iban ocupando su lugar después de años de enconada rebelión sin alivio.
Sverre no volvió, desde luego, a los muelles y pasaba buena parte del día sentado en el borde de las murallas que cercan la ciudad vieja, mirando al mar y vigilando la subida de la marea cada tarde como si se tratase de una operación novedosa de la que dependiera su destino. No me molesté en explicarle que, al final de una pequeña península, en un promontorio que al caer el día quedaba separado de la tierra como si fuese una isla, estaba enterrado uno de los escritores que más me han acompañado: Chateaubriand. A él eso no le diría nada y todas las dudas y perplejidades, tempestuosas convicciones y pasiones del vizconde lo hubieran dejado indiferente.
En la noche se reunía con nosotros en el Floating Paradise y tomaba uno tras otro, lentamente, varios vasos de ron. El whisky de malta se había terminado muy pronto y nos pasamos al ron para no gravitar sobre las escasas ganancias de Leb y Denise. Aquél se interesaba mucho en Sverre y vigilaba sus reacciones con una mezcla de afecto y de inquietud. Se hicieron buenos amigos pero apenas se comunicaban entre sí. Yo seguía ayudando a servir en el bar, lavaba los vasos y mantenía listo el hielo y algunos otros elementos indispensables para preparar de vez en cuando los cocteles que raros clientes ordenaban. Cada vez que insistía con la pareja en tomar alguna determinación respecto a nuestro inmediato futuro, al unísono ordenaban que olvidase el asunto y dejara que corrieran los días sin presionar al destino.
—Por el cuarto no se inquieten, por favor —explicaba Denise—. Si alguna vez se necesita, sencillamente les pido la llave y se ocupa mientras ustedes esperan aquí abajo. Todo vendrá en su momento, no hay prisa.
No sé si ella era consciente de cuánta razón había en sus palabras. Una noche, pocas semanas después de que dejara los muelles, Jensen nos comunicó impertérrito:
—Con el dinero que me queda puedo pagarme un pasaje a Bergen. Voy a tomar el primer carguero que pase por aquí en esa dirección. En Bergen me albergaré en el Refugio del Marino y desde allí les enviaré mis noticias —siguió tomando su ron con minuciosa lentitud, la mirada perdida en los espejos que repetían la abigarrada colección de botellas de todos los colores.
Lo había anunciado con tal convicción que ninguno de nosotros se atrevió a hacer ningún comentario. Denise partió moviendo la cabeza para indicar que el asunto no tenía remedio y fue a sentarse en una mesa donde esperaban dos esbeltas morenas recién venidas del África Ecuatorial. Leb y yo limpiábamos los vasos con gestos automáticos y nos quedamos un buen rato en silencio. Cuando Sverre se despidió para subir a acostarse, Leb me comentó en voz baja:
—A nuestro amigo se le ha terminado el combustible. Quiero decir que ya no le quedan razones para seguir nadando contra la corriente, que es lo que usted y yo seguimos haciendo, sepa el demonio cómo y por qué. He hecho saltar la tierra en las cuatro esquinas del mundo y es mucho el plomo que he sembrado en cuerpos anónimos que, en el fondo, me eran indiferentes. Yo sé cuándo se agota el combustible y se empieza a vivir como flotando sobre el abismo. Usted y yo seguimos jalando como si nada. Para otros es, sencillamente, el final del viaje.
No había nada que comentar a sus palabras, que resumían muy justamente nuestra situación y la de Jensen.
Pocos días después pasó un carguero que venía de la costa del Cantábrico e iba a parar en Bergen antes de cruzar el Atlántico hacia Montreal. Sverre se despidió de Leb y de Denise con un apretón de manos y sin pronunciar palabra. En la puerta del establecimiento volvió a mirarlos y les dijo con una gran sonrisa y un amplio gesto de adiós:
—Gracias, gracias por todo. No los olvidaré.
Lo llevé hasta el barco y, al pie de la escalerilla, se quedó mirándome como si me viera por primera vez y me estrechó en sus brazos calurosamente. Farfulló algunas palabras incomprensibles y subió a pasos lentos, casi majestuosos, sin volver a mirarme. Le vi perderse en uno de los pasillos del puente con su mochila de marino a las espaldas.
Viví dos meses en Saint-Malo, ayudando a Leb y conversando largamente con Denise cuya probada sabiduría solía, de vez en cuando, dejarme perplejo. Una noche en que salí para comprar unas botellas de ginebra en un pequeño supermercado que abría toda la noche, se armó en el cabaret una trifulca entre marinos. Cuando entré ya había llegado la policía y se había llevado a los más rijosos. Recostado en la barra estaba Vincas Blekaitis restañándose con un pañuelo la sangre que le salía de una herida en el pómulo izquierdo. Me acerqué a él para tratar de ayudarlo, y lo único que se le ocurrió comentar fue:
—Te perdiste esta vez de una buena, Gaviero. No logré meter a mi gente en orden y tres de ellos van a parar seguramente a la cárcel por un tiempo. Hubo dos heridos graves. ¿Y tú que infiernos haces aquí?
Vincas, como se sabe, fue capitán de varios cargueros que nos habían pertenecido a Abdul Bashur y a mí. Era un lituano con una experiencia marinera como he conocido pocas. Le expliqué cuál era mi situación y le presenté a Denise y a Leb que miraban la escena intrigados. Denise se llevó a Vincas a una pequeña oficina instalada detrás del bar y allí le curó la herida y le puso un vendaje. El lituano regresó para apurar, uno tras otro, varios vasos de vodka. Venía conduciendo un carguero que hacía cabotaje desde Lisboa hasta Hamburgo. Los dueños eran unos armadores portugueses que habían contratado a Vincas hacía dos años y se mostraban muy complacidos con sus servicios.
Blekaitis me invitó a que subiera con él al barco y allí me propuso un trabajo a su lado sin funciones muy específicas. Acepté complacido y regresé para despedirme de mis amigos.
—Como pasará por aquí cada vez que suban hasta Hamburgo, le veremos siempre. No le insisto en que se quede porque sé que no tiene remedio. Vaya con bien y vuelva pronto —esas palabras de Denise iban acompañadas de sonoros besos en las mejillas, mientras algunas lágrimas le asomaban a los ojos. Leb me echó la mano en el hombro y me acompañó hasta la puerta del cabaret. Allí se despidió con un sordo
Shalom ve lehitraot
y regresó sin decir más.
Los años que duró mi trabajo con Blekaitis antecedieron de inmediato a mi instalación en Pollensa como celador de unos astilleros abandonados en las afueras del puerto. Durante mis primeras semanas con Vincas no pude quitarme de la mente el recuerdo de Sverre Jensen. Mi amistad con él tenía una característica particular: estaba directa y exclusivamente relacionada con nuestra vida en el mar. Esta relación era muy estrecha, siempre cordial y basada en un mutuo entendimiento de nuestras a menudo opuestas maneras de entender la vida y las relaciones con nuestros semejantes. En tierra, nuestro diálogo se iba marchitando, sin que por ello se afectara nuestra amistad. Era como si fuera del mar cada uno tomara su camino en dirección inversa, quedando intacto el afecto qué volvía a resurgir en el momento en que tornábamos a navegar juntos. En los largos períodos durante los cuales nos quedábamos en tierra, Jensen solía refugiarse en algún puerto de su patria y yo emprendía mis acostumbradas correrías buscando un pretexto para ocupar esa ansiedad trashumante que ha signado mis días desde que tengo recuerdo de ellos.
Las palabras con las que se había despedido Jensen en Saint-Malo me dejaron un sabor desolado y amargo, una aciaga premonición. Mis temores no tardaron en confirmarse. No se habían cumplido seis meses desde nuestra separación, cuando nuestro barco se detuvo en Saint-Malo para hacerle al motor unas reparaciones que prolongasen un poco más su hoja de servicios. Lo primero que hice al desembarcar fue ir a saludar a los propietarios del Floating Paradise. Después de los abrazos maternales de Denise, Leb me alargó un sobre dirigido a mi nombre con estampillas de Noruega y matasellos de Bergen. Su rostro inexpresivo y gris no anunciaba nada bueno. Guardé la carta en un bolsillo de mi chaqueta y Leb me dijo con voz apagada:
—Es mejor que la lea ahora. Entre en la oficina, allí estará tranquilo y a solas.
Fui a encerrarme en el pequeño cubículo que ellos llamaban su oficina. La carta de Sverre estaba escrita en inglés. Era el idioma que usábamos entre nosotros. Reconocí su caligrafía neta y severa que debió aprender en sus años de escuela y que jamás abandonó. Transcribo el texto tratando de conservar el estilo directo y casi telegráfico tras el cual se ocultaba un adiós sin retorno y su lancinante congoja. Decía así: