En el interior de su maletín, además de unos cuantos papeles, un par de libros y una versión manuscrita de «El Anticristo» de Stefan George, Stauffenberg ha instalado dos paquetes de explosivos, conectados entre sí por un cable que desatará una explosión en cadena. El disparador ha sido dispuesto a un lado de la manija, sobresaliendo apenas del fieltro gris que tapiza el interior del maletín. A lo largo de la semana, Stauffenberg se ha dado a la tarea de probar, una y otra vez, si es capaz de activar el mecanismo.
La Guarida del Lobo, el cuartel general de Hitler en Rastenburg, le hace pensar en una enorme ratonera: una trampa en la que él ha entrado sin saber que al final de su camino no hallará otra cosa que la muerte. De pronto, a Stauffenberg todos los rostros le parecen el mismo: la misma amenaza, la misma desconfianza, la misma incertidumbre. Aun así, el coronel continúa avanzando, consciente de que no hay marcha atrás. A su lado está su jefe, el general Fromm, y otro de sus subordinados, el capitán Karl Klausing.
Sólo unos pasos más adelante, Stauffenberg se topa con Erich Fellgiebel, quien se detiene a conversar con él durante unos segundos.
Fromm y Klausing se adelantan.
—Habrá que aplazarlo —le susurra al oído.
—¿Cómo? —exclama Stauffenberg, alarmado.
—El
Reichsführer-SS
no asistirá a la reunión de hoy —insiste Fellgiebel.
—No importa —se desespera Stauffenberg—. No tendremos otra oportunidad.
—Habíamos acordado que el acto no se llevaría a cabo sin la presencia de Himmler —argumenta el otro—. Muchos generales se negarán a colaborar si el
Reichsführer
sigue con vida.
—¡Obricht está listo para poner en marcha la Operación Valquiria hoy mismo!
—Nos encargaremos de avisarle de que es necesario posponerla, coronel —termina Fellgiebel—. No hay más remedio.
9
Después de incontables discusiones, al fin se fija una nueva fecha para el atentado: 20 de julio. Los días previos están llenos de preparativos de último momento, temores soterrados, signos de alarma y reuniones intempestivas. Stauffenberg les ha comunicado a los conspiradores que en esa fecha tiene una cita en el cuartel general de Hitler, y que en esta ocasión no va a desaprovechar la oportunidad.
El día 19, Stauffenberg se comunica con el general Wagner, responsable del cuartel general de Zossen. Tras una larga conversación, el general le promete a Stauffenberg que enviará un avión a Rastenburg para recogerlo después del atentado y trasladarlo sano y salvo a Berlín. Aunque muchos siguen manteniendo sus dudas de siempre, todo está listo. Ahora sólo queda rezar.
10
20 de julio — 10:00 horas
. Stauffenberg llega al aeropuerto de Rastenburg, acompañado por su ayudante, Werner von Haeften, y por el general Helmuth Stieff. De inmediato, el coronel se traslada a la Zona Restringida II, llevando un maletín en el que únicamente se encuentran los papeles que necesitará para la reunión de oficiales que se llevará a cabo más tarde. Es en el de Werner von Haeften, idéntico al de su jefe, en el que se encuentran las dos bombas listas para ser activadas. La idea es que, en algún momento antes de la reunión con el Führer, Stauffenberg y él los intercambien.
Mientras Stauffenberg se dirige a la Zona Restringida II, Haeften y Stieff lo esperan en los cuarteles del Alto Mando del ejército.
11:00 horas
. Stauffenberg se encuentra con el general Walther Buhle y, tras una breve charla, ambos se dirigen a una reunión con el general Wilhelm Keitel, el jefe del Alto Mando de la Wehrmacht, en el búnker de Hitler en la Zona Restringida I. Allí, Stauffenberg se entera de que Benito Mussolini, recientemente depuesto por el Gran Consejo Fascista y que se encuentra de visita en Rastenburg, tendrá una reunión con Hitler al mediodía.
Tras la reunión con Keitel, Stauffenberg le pregunta a su ayuda de cámara, el mayor Ernest John von Freyend, dónde puede asearse y cambiarse de camisa. Freyend le indica el lugar en el que se encuentran los lavabos en la Zona Restringida I. De camino hacia ellos, Stauffenberg se topa con Haeften y hacen el intercambio de maletines. Una vez en los lavabos, el coronel se encargará de activar las bombas y de poner los sistemas a punto.
Cuando está por terminar, el sargento Werner Vogel se introduce en los lavabos de modo inesperado. Stauffenberg apenas tiene tiempo de poner el maletín en orden con ayuda de Haeften.
—El mayor Von Freyend me ha enviado a buscarlo —le explica el sargento—. Según parece, tiene una llamada urgente del general Fellgiebel.
Stauffenberg le da las gracias y se dispone a acompañarlo. Debido a la interrupción, sólo ha podido instalar el disparador de una de las bombas. Se consuela pensando que no se necesita más para acabar con Hitler.
12:00 horas
. Stauffenberg se dirige a toda prisa, en compañía del mayor Von Freyend, al búnker del Alto Mando. Allí lo espera el general Walther Buhle. En dos ocasiones, Stauffenberg debe rechazar el ofrecimiento de Von Freyend de ayudarlo a llevar su maletín.
Acompañado por Buhle, Stauffenberg se dirige a la Zona Restringida del Führer. Antes de la reunión, el coronel le solicita a Von Freyend un asiento cerca del de Hitler, de modo que le sea posible no perder detalle de todo lo que éste diga durante la conferencia. Cuando Stauffenberg y Buhle entran en la sala de juntas, la reunión ya ha comenzado. De pie, el general Adolf Heusinger comunica las nuevas del frente oriental. Keitel le anuncia a Hitler que Stauffenberg ha sido llamado para ofrecer un informe un poco más tarde. El Führer, distante y severo, con un gesto que puede ser tanto de desconfianza como de amistad, estrecha rápidamente la mano del joven coronel.
Von Freyend, que por fin ha conseguido la autorización de Stauffenberg para coger el maletín, lo coloca entre el general Heusinger y su asistente, el coronel Brandt. A pesar de sus esfuerzos por sentarse más cerca del Führer, Stauffenberg sólo consigue un asiento en una de las esquinas de la mesa.
Después de unos minutos, Stauffenberg se levanta, musita una explicación ininteligible, como si se hubiese dado cuenta de que ha olvidado una importante tarea, y sale de la habitación. Una vez fuera de la sala, recorre en sentido inverso el camino que ha hecho. Sale del búnker del Alto Mando y, en el centro de señales, se reúne con Haeften y Fellgiebel.
Una seca explosión hace que vibren los muros de la habitación por unos segundos.
Está hecho
. Son las 12:40 horas.
11
12:45 horas
. Ahora comienza la parte realmente difícil: ¿cómo saber si Hitler ha muerto? Stauffenberg y Fellgiebel se quedan mirando, fingiendo una sorpresa que nadie más puede comprender.
—¿Qué pudo haber sido eso? —pregunta el coronel.
Uno de los hombres que también se encuentra en la oficina de señales responde con calma:
—Alguien debe haber disparado una salva o pisado una mina.
Una densa nube rosada empieza a ascender más allá de las barracas. Stauffenberg imagina los trozos de madera, acero, plástico y piel humana esparcidos por doquier. Los rostros cadavéricos de los hombres con los cuales ha estado hablando hace apenas unos segundos. La sangre derramada que se extiende como un charco, como un lago infernal. Sólo el repentino griterío —¡un médico!, ¡un médico!, escucha— lo arranca de sus pesadillas y lo devuelve a la realidad.
Stauffenberg no duda más y le ordena a Haeften que busque al chófer. Unos segundos más tarde han entrado en el coche con dirección al aeropuerto. Poco antes de abandonar el campamento, alcanzan a ver cómo el cuerpo de un hombre es transportado por varias personas rumbo a la enfermería. Está cubierto con la gabardina de Hitler. Lo han logrado. Aunque el guardia que está en la entrada ha tomado la iniciativa de no dejar salir a nadie, al reconocer a Stauffenberg sólo duda unos segundos antes de dejarlo partir.
13:00 horas
. Stauffenberg y Haeften toman el avión que ha preparado para ellos el general Wagner, hacia Berlín. Aún no tienen noticias del rumbo que han tomado los acontecimientos.
Entre tanto, Fellgiebel ha podido interrumpir, con éxito, las conexiones entre el cuartel de Rastenburg y el resto del país. Nadie duda de los motivos del general: es mejor mantener los hechos en secreto hasta recibir una orden directa del Führer, o de alguna otra alta autoridad nazi. A los pocos minutos, Fellgiebel se entera, al fin, de la tragedia: la bomba ha estallado pero, contra todas las expectativas, Hitler sigue vivo. La explosión se limitó a destruir la sala de juntas pero su efecto fue amortiguado por la gruesa mesa de roble. Algunos oficiales —y el propio Führer— sufrieron rasguños, alguno quizás una quemadura, pero no hay pérdidas que lamentar. Gracias a Dios.
Horrorizado, Fellgiebel llama por teléfono al cuartel general de los conspiradores, en Bendlerstrasse, sin saber cómo comunicar esta noticia. En el código establecido no existe ninguna clave para narrar que, aun cuando la bomba ha explotado, el objetivo no se ha cumplido. Cuando al fin se comunica con el general Fritz Thiele, el encargado de comunicaciones de Bendlerstrasse, también miembro activo de la conspiración, no se le ocurre nada mejor que contarle la verdad: Hitler sigue vivo. Sin embargo, el nerviosismo o la fatalidad le hacen añadir que el golpe debe seguir su marcha.
14:00 horas
. En Rastenburg, las sospechas sobre la autoría del atentado comienzan a recaer en Stauffenberg. Aunque al principio se cree que ha sido obra de los trabajadores del campamento, el sargento Arthur Adam no tarda en revelar que vio al coronel Stauffenberg huyendo del campamento poco después de la explosión. Martin Bormann, uno de los hombres más cercanos al Führer, confirma esta última hipótesis.
De inmediato, Himmler se comunica en Berlín con Ernest Kaltenbrunner, el jefe del Cuartel General de Seguridad del Reich, y con Bernd Wehner, el jefe de la Policía, ordenándoles que se trasladen de inmediato a Rastenburg para iniciar las investigaciones.
15:00 horas
. Una orden directa del
Reichsführer-SS
anula la orden del general Fellgiebel de mantener aislado el campamento de Rastenburg. Hitler, en tanto, da órdenes por doquier, dispuesto a controlar la situación lo antes posible. Quiere dirigirse directamente por radio al pueblo alemán para informar de su estado de salud y, sobre todo, evitar que alguien más quiera sumarse a la conspiración. Más o menos a la misma hora, Stauffenberg y Haeften aterrizan en el aeropuerto de Tempelhof, en Berlín.
En el cuartel general de Bendlerstrasse, el general Olbricht al fin se decide a poner en marcha la Operación Valquiria. Lo acompaña otro de los conspiradores de primera línea, Albrecht Ritter Mertz von Quirnheim, quien secunda la idea. Unos minutos más tarde, Haeften telefonea desde el aeropuerto para informar que el atentado ha tenido éxito, que Hitler está muerto y que Stauffenberg y él acaban de llegar a Berlín.
12
16:00 horas
. Siguiendo las órdenes de Olbricht, Mertz von Quirnheim se reúne con los altos mandos de la Oficina de la Wehrmacht. Les informa que Hitler ha muerto, que el general Ludwig Beck será nombrado nuevo jefe de Estado y que el mariscal Witzleben asumirá las funciones de comandante en jefe de la Wehrmacht. Asimismo, ordena que se ponga en marcha la Operación Valquiria II en todos los distritos militares, en las escuelas de la armada y en la comandancia general de la ciudad.
Mientras tanto, Olbricht se dirige a la oficina del general Fromm.
—El Führer ha sido asesinado en un atentado en el cuartel de Rastenburg —le informa sin más—. Aquí traigo los documentos necesarios para poner en marcha la Operación Valquiria. Le ruego los firme.
Fromm parece un fantasma. Siente que la presión se le va a los suelos y sólo un milagro impide que se desvanezca.
—Está usted loco —le dice a Olbricht.
—No, general, es cierto —insiste el otro—. Firme, por favor. Fromm se excusa un momento y telefonea al general Keitel en Rastenburg.
—En efecto —le responde éste—, el Führer ha sufrido un atentado, pero gracias a Dios está sano y salvo. Pero, general Fromm —el tono de Keitel es frío y preciso—, ¿tiene usted idea de dónde se encuentra exactamente el jefe de su Estado Mayor, el coronel Stauffenberg?
—Aún no ha regresado de Rastenburg —musita Fromm y, sin más, cuelga el aparato. Ahora lo comprende todo.
De inmediato regresa a su despacho, donde lo espera Olbricht. —Lo siento, general —le dice casi con sarcasmo—. El Führer está vivo. Yo no puedo firmar eso.
Apenas unos minutos más tarde, Hitler agrega un nombramiento más a la larga lista de cargos de Himmler: jefe de la reserva, en sustitución del general Fromm.
El cuartel general de Bendlerstrasse está sumido en el caos. Nadie sabe exactamente qué creer y mucho menos qué hacer. Por órdenes de Olbricht, el capitán Karl Klausing toma el control de las instalaciones. En principio, sólo lo ayudan cuatro jóvenes oficiales. La siguiente misión de Klausing es apoderarse de la central de comunicaciones y dirigirse a los comandantes que están al tanto del golpe.
Luego, ordena al operador de radio que transmita el siguiente mensaje a todas las unidades: «¡El Führer Adolf Hitler ha muerto! ¡El Führer Adolf Hitler ha muerto! ¡Un grupo de traidores líderes del Partido ha tratado de aprovecharse de la situación atacando a nuestras unidades de combate por la retaguardia con el fin de hacerse con el poder! Por este motivo, el gobierno del Reich ha declarado la ley marcial con el fin de mantener el orden».
—Pero, capitán —le advierte el operador de radio—, este mensaje carece de los códigos de seguridad habituales. ¿Quiere usted que lo codifiquemos?
Klausing duda unos momentos. ¿Qué debe responder?
—Sí, sí —dice.
A partir de ese momento, los únicos cuatro codificadores expertos con que cuenta Blenderstrasse se dedican a transmitir el mensaje que anuncia la muerte de Hitler. Tardarán más de tres horas en llevar a cabo su labor.
Unos minutos más tarde, Klausing regresa a la oficina de comunicaciones para que un nuevo mensaje sea transmitido urgentemente. Todos los
Gauleiter
, altos dirigentes del Partido, oficiales de las SS y encargados de propaganda deben ser arrestados en todo el Reich. «El pueblo debe estar preparado para saber que nuestras intenciones son las de no emplear los métodos arbitrarios de los antiguos dirigentes», añade el comunicado.