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Authors: Jorge Volpi

Tags: #Ciencia, Histórico, Intriga

En busca de Klingsor (51 page)

BOOK: En busca de Klingsor
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—Muy bella historia, Gustav, pero estoy cansado… Yo no soy Parsifal y no estoy seguro de que nuestro Klingsor sea un demonio, si en realidad existe…

—¡No ha comprendido nada, Frank! ¡Nada! —me exalté—. Klingsor sabe cuáles son los deseos de su adversario y, como he dicho, acepta el desafío. Lo que Parsifal no imagina es que la mujer que tanto ha buscado, el instrumento de Klingsor, no es otra que Kundry, la extraña joven que conoció en Montsalvat… Ella es la traidora. De pronto, ahí están los dos, mirándose fijamente, en medio de aquel frondoso jardín, ese
locus amoenus
de las sagas caballerescas… Parsifal apenas puede creerlo. Ahora le parece más hermosa: lo deslumbra su cuerpo, desnudo como la verdad misma. Kundry permanece de pie, como la Venus de Botticelli, dispuesta a ofrecérsele, a entregarse al héroe para siempre… Horrorizado y enfebrecido, nuestro Parsifal se da cuenta de que no va a poder resistir, de que va a sucumbir como Amfortas, de que Kundry es lo único que desea en el mundo, más que la salvación… Más que a Dios.

»Entonces ocurre un milagro. Para seducirlo, Kundry comienza a hablar: enternecida, llama a Parsifal por su nombre (es la primera vez que el joven lo escucha desde que vivía con su madre) y a continuación le narra la dolorosa muerte de Hertzleide… En vez de seducirlo con su cuerpo, Kundry lo hace con sus palabras. Parsifal se da cuenta de que está enamorado de ella y de que no podrá negarse a sus deseos… Kundry se aproxima a Parsifal y lo besa; éste, como he dicho, no tiene la voluntad suficiente para rechazarla. Sin embargo, ese beso se vuelve contra Klingsor y su reino de tinieblas: no es un beso de deseo, de lujuria y de lubricidad, sino,
hélas
!, de compasión… De pronto, le viene a la mente una sola imagen: Amfortas y su herida.

»Kundry se siente despechada: entonces le cuenta a Parsifal que en una ocasión ella tuvo la oportunidad de ver al Salvador pero, al presenciar su martirio, lo único que hizo fue reírse de él… Desde entonces, la única forma que tiene de librarse de esa risa es obligando a alguien a pecar… Parsifal se indigna ante tal blasfemia y se aleja de ella. Kundry, furiosa, maldice a Parsifal: a partir de ahora, todos los caminos del mundo se cerrarán para él. Klingsor, desde lo alto de Kolot Embolot, hace lo mismo. Pero es demasiado tarde. De modo imprevisto, azaroso, Parsifal ha vencido. Lo que sigue ya sólo es la continuación de esta victoria: Klingsor baja al jardín y se enfrenta con él. De antemano sabemos el resultado. Klingsor está vencido desde el principio: empuña su arma, la Lanza de Longinos, y con ella trata de destruir a su rival, pero la Lanza respeta la piel del joven. Parsifal ya no tiene que hacer otra cosa más que la señal de la cruz, un mero formulismo, para que el enorme castillo de Klingsor, su reino de apariencias y fantasmas, de leyes y predicciones, se derrumbe por completo… Unos pocos segundos bastan para que no quede nada de aquel prodigio construido durante siglos… Es una especie de Apocalipsis, Frank, el hundimiento de una era, el trágico fin de una época… Parsifal se vuelve hacia Kundry y le dice: «Sabes dónde hallarme». Con estas misteriosas palabras cae el telón.

LIBRO TERCERO
LEYES DEL MOVIMIENTO TRAIDOR

L
EY
I

Todos los hombres son débiles.

¿Por qué somos débiles? Por la simple razón de que no conocemos el futuro. Vivimos en un presente eterno, obsesionados con desentrañar el porvenir. Somos, todos nosotros, miserables buscadores de lo incierto. ¿Qué hacemos entonces para ocultar nuestra debilidad? Inventar, imaginar, crear. Nos empeñamos en la idea de que hemos sido arrojados a este océano con el objetivo, sutilmente diseñado por una mente perversa, de resolver al menos alguna de estas dudas. A partir de esta primera pista, suponemos que somos detectives en busca de un villano escondido en alguna parte. Observamos la realidad como un crimen y, entusiasmados con esta metáfora policíaca, nos lanzamos a
resolverlo
como si fuese un puzzle de cientos de millones de piezas. El científico y el astrólogo, el chamán y el médico, el espía y el apostador, el amante y el político no son sino variantes, apenas disimuladas, del mismo patrón.

C
OROLARIO
I

En medio de la confusión permanente, nunca falta quien aprovecha la ceguera ajena para aliviar sus propios temores. Alguien se eleva por encima de los otros y, como si se tratase del mayor acto de heroísmo, insiste en ser dueño de una verdad superior. Convencido de sus propósitos, se lanza a procurar el bien de su pueblo, de su raza, de sus amigos, de sus familias o de sus amantes, según el caso, imponiendo su propia fe a la incertidumbre ajena. Toda verdad proclamada es un acto de violencia, una simulación, un engaño. ¿Cuándo un débil se convierte en fuerte? No es tan complicado. Todo aquel que puede hacer creer a los demás —a los demás débiles— que conoce mejor el futuro es capaz de dominar a los otros. Su influencia, claro está, se basa en una ilusión: como señaló Max Weber, el poder no es más que la capacidad de predecir, con la mayor exactitud posible, la conducta ajena.

Hitler era un
visionario
: alguien capaz de dirigir a sus semejantes gracias a un don divino —o diabólico— que le permitía ver más lejos que a los otros. Ante un hombre así, uno sólo tiene dos opciones: huir o callar. Para él, el futuro era tan claro como el presente. ¡Cuánta envidia puede generar un individuo así! Mientras los demás somos incapaces de imaginar lo que ha de ocurrir después de unas semanas, de unos meses, a lo sumo de un par de años, Hitler creía pensar en milenios. ¿Cómo no aborrecer nuestra miseria y cómo, por ello mismo, no adorar su Verdad?

L
EY
II

Todos los hombres son mentirosos.

Si, de acuerdo con el Teorema de Gödel, cualquier sistema axiomático contiene proposiciones indecidibles; si, de acuerdo con la relatividad de Einstein, ya no existen tiempos y espacios absolutos; si, de acuerdo con la física cuántica, la ciencia ya sólo es capaz de ofrecer vagas y azarosas aproximaciones del cosmos; si, de acuerdo con el principio de incertidumbre, la causalidad ya no sirve para predecir el futuro con certeza; y si los individuos particulares sólo poseen verdades particulares, entonces todos nosotros, que fuimos modelados con la misma materia de los átomos, estamos hechos de incertidumbre. Somos el resultado de una paradoja y de una imposibilidad. Nuestras convicciones, por tanto, son necesariamente medias verdades. Cada afirmación equivale a un engaño, a una demostración de fuerza, a una mentira.
Ergo
, no deberíamos confiar ni siquiera en nosotros mismos.

C
OROLARIO
II

Por más que intentemos escapar a este vicio atroz, nuestra propia naturaleza lo impide. El engaño anida en nuestras mentes y en nuestros corazones como un parásito en el cuerpo de su víctima. Mentimos por las razones más impensadas: para obtener ventajas y para defendernos de los ataques, para resguardamos y para exhibirnos, para lastimar a nuestros enemigos y para proteger a quienes amamos. Y a veces mentimos sólo por costumbre, porque, inmersos en el vacío del cosmos, ya ni siquiera sabemos quiénes somos; porque la verdad es sólo un espejismo; porque no conocemos otro territorio que el de la falsedad… Si yo mismo no sé si miento, ¿cómo han de saberlo los otros?

L
EY
III

Todos los hombres son traidores.

Sólo puede convertirse en traidor quien atesora al menos una certeza, al menos una verdad vital y necesaria que por eso debe encargarse de destruir. Su destino es trágico y cruel: es el de quien rompe los límites de su propio sistema, quien lucha contra sí mismo, quien desafía los principios en los que cree. Casi me atrevería a llevar esta meditación al extremo: sólo es un traidor auténtico quien a la postre se autoaniquila. Oscar Wilde lo dijo de otro modo: los hombres sólo matan lo que aman. Es cierto. En el vasto reino de las tinieblas, éste es uno de los pocos patrones que se repiten, una de las pocas leyes que no admiten excepciones.

C
OROLARIO
III

Los enamorados son los profetas más perversos, los héroes más tristes, los iluminados más ciegos. Defienden su amor como la única verdad posible, como lo único que importa en el universo, como la religión suprema y, en su nombre, someten a los demás con la misma fuerza y la misma violencia de los dictadores y los verdugos. Su verdad, creen ellos, los salva. Su dogma les permite corromper y destruir, lesionar e inutilizar, decidir, por sí mismos, la suerte de quienes les rodean.

En América, el teniente Francis P. Bacon le mintió a las dos únicas personas que le importaban: Vivien y Elizabeth. Mientras tanto, yo hacía lo mismo con Heinrich, con Marianne y con Natalia… Más tarde, proseguiríamos, acaso sin demasiada conciencia, alargando esta cadena de pecados. En todos los casos, el amor bastaba para redimirnos. No nos dábamos cuenta de que todos los absolutos —y el amor es el mayor de ellos— producen traidores.

DIÁLOGO I: SOBRE LOS OLVIDOS DE LA HISTORIA

Leipzig, 5 de noviembre de 1989

—¿Puede encender esa luz?

—Claro —me responde—. ¿Cómo se siente hoy?

¿Cómo puedo sentirme? Me han hecho esta misma pregunta tantas veces a lo largo de estos años que ya no tiene ningún sentido para mí. ¿Cómo diferenciar los días cuando uno habita la eternidad? ¿Cómo apreciar las variaciones, los cambios de humor, la profundización de las dolencias, la pérdida de la memoria, la acentuación de la sordera, cuando los días son todos idénticos, cuando nada diferencia a un instante de otro, cuando el tiempo ha sido aniquilado? Sin embargo, este nuevo muchacho me simpatiza. A diferencia de los otros que han venido a verme —a incordiarme con sus preguntas, con sus recetas, con sus consejos o con su llana indiferencia— Ulrich es atento y posee ese optimismo que sólo puede tener un médico inexperto y destinado al fracaso. Le asignaron mi caso hace apenas unos días, pero no siento que sea un mero celador o un ladrón de mis recuerdos, como tantos otros, sino alguien que, por alguna razón, en realidad está interesado en escucharme. Quizás se deba a los tiempos que corren: hoy día a nadie parece interesarle ya el pasado, y mucho menos preservar los secretos que se han mantenido durante estas últimas décadas.

Ulrich es correcto y cortés y, sin que yo se lo haya pedido, me llama «profesor» con una mezcla de temor y respeto. A veces me cuenta lo que ocurre fuera de aquí, en ese territorio inexplorado y salvaje que es el resto del mundo. Incluso me lee los periódicos con una emoción que yo no alcanzo a compartir. Al parecer, el nuevo dirigente de la Unión Soviética, una de las muchas reencarnaciones del viejo Stalin, está dispuesto a liberar sus colonias, incluyendo este miserable pedazo de Alemania en el que nos encontramos. «Ha empezado una nueva época», dice mi visitante nocturno, pero yo sólo consigo esbozar una sonrisa sarcástica que a él le parece de satisfacción o, quién sabe, incluso de venganza.

Las paredes de la habitación se llenan de pronto con el reflejo de mil soles, como si hubiesen sido iluminadas por una descarga atómica. Nunca antes me habían parecido tan blancas a pesar de la herrumbre y las telarañas, nunca se habían mostrado tan dispuestas a ocultar su condición de cárcel.

—¿Y usted cómo se encuentra, doctor? —le pregunto a mi vez, imitando su tono.

—Muy bien, gracias, profesor Links —me responde con simpatía—. ¿Sigue teniendo ese dolor en el costado?

Dolor. Ya ni siquiera sé qué significa esta palabra.

—¿Puedo hacerle una pregunta? —me dice entonces, sentándose sobre mi cama—. ¿Quién es usted?

¿Es que no lo sabe? La memoria de este lugar se ha ido derrumbando poco a poco, pero jamás pensé que llegaran al extremo de contratar a gente que ni siquiera está al tanto de lo que ha sucedido aquí en los últimos años.

—Gustav Links, matemático de la Universidad de Leipzig —le respondo, ufano—. Al menos eso consta en mi expediente. ¿No lo ha leído? Ulrich me muestra sus dientes amarillentos.

—No, no me refiero a eso. Sé cuál es su nombre. Sé también que ha pasado aquí más de cuatro décadas —al decir esto, hace un gesto de disculpa.

—¿Qué quiere que le cuente entonces? —le pregunto, incorporándome un poco.

—La verdad.

—¡La verdad! He escuchado tantas veces esta cantinela —le digo—. ¡La verdad! Como si sirviese para algo…

—Sólo quiero conocerlo mejor. Saber quién es usted.

—Todas las respuestas deben estar anotadas en mi expediente —insisto—, ¿o es que ya se han encargado de quemarlo?

—Quiero oírlo de sus labios, profesor. Quiero ser su amigo. Cuénteme…

¿De qué podría servirle a alguien conocer mi vida? No creo que ni siquiera me sirva a mí. Pero, por alguna razón, los ojos celestes de Ulrich me dan confianza. Por algún motivo —o quizás sea sólo producto del azar, o porque tiene un tono de voz parecido al del teniente Francis P. Bacon— accedo. Creo que ya no tengo nada que perder.

—Es una larga historia —le digo—. ¿Está usted dispuesto a escucharla?

—Para eso estoy aquí.

—¿Cuántos años tiene, doctor?

—Veintinueve.

—¿Ha escuchado usted hablar del atentado que sufrió Hitler el 20 de julio de 1944? —ni siquiera necesito que me responda. No, claro que no.

LA CONSPIRACIÓN

1

Un sanatorio, la misma luz atroz clavándose en sus ojos. El paciente comienza a despertar con dificultad, como si se desprendiese de la muerte y no del sueño. Frente a él se halla Ferdinand Sauerbruch, el cirujano que lo ha salvado. Lo observa con la sutil indiferencia de quien convive a diario con la muerte. El coronel Claus Schenk von Stauffenberg abre los ojos y trata de enfocar el rostro del médico. Poco a poco consigue incorporarse, sólo para darse cuenta de que no puede mover el brazo y de que un dolor punzante lo atraviesa de un lado a otro, como una de esas mariposas clavadas con un alfiler en una caja de madera.

—¿Cuándo podré levantarme? —pregunta con un tono que no admite remilgos.

—Eso depende —le responde Sauerbruch con cautela—. El resto del cuerpo sólo ha recibido rasguños, pero para que pueda recuperar la movilidad de ambos brazos y de la mano izquierda se necesitará un largo proceso de rehabilitación —no sería distinto si estuviese hablando de la reparación de un tanque o de una pistola—. Me temo que será necesario volver a operarlo al menos dos veces más.

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