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Authors: Lois Lowry

Tags: #ciencia ficción - juvenil

En busca del azul (10 page)

BOOK: En busca del azul
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Pensando en aquel trapito especial, fue a la caja tallada, lo desdobló y se lo echó al bolsillo. Allí lo sintió como algo familiar y bien recibido, como un amigo que le hiciera una visita.

Era casi la hora de la cena. Cubrió el manto extendido con una tela lisa para protegerlo, y después salió al corredor y llamó a la puerta de Tomás.

También el joven entallador estaba dando fin a la jornada. A la voz de «¡Adelante!», Nora entró y vio que estaba limpiando las hojas de sus herramientas y guardándolas. El largo báculo yacía sobre la mesa de trabajo, sujeto por una mordaza. Tomás sonrió al verla. Habían empezado a cenar juntos todas las noches.

—Escucha —dijo, señalando a las ventanas. Nora oyó ruido abajo, en la plaza central. Su cuarto, que daba al bosque, estaba siempre en silencio.

—¿Qué pasa?

—Asómate. Están preparándose para ir mañana de cacería.

Nora se acercó a la ventana y miró. Allá abajo se estaban reuniendo los hombres para el reparto de las armas. Las cacerías empezaban siempre muy temprano; los hombres salían del pueblo antes del amanecer. Aquello eran los preparativos. Nora vio que habían abierto las puertas de un almacén contiguo al Edificio del Consejo, y que de allí estaban sacando lanzas largas y amontonándolas en el centro de la plaza.

Los hombres levantaban las lanzas y las sopesaban, buscando cada uno la que le fuera mejor. Había discusiones. Vio a dos hombres tirando de la misma lanza, sin quererla soltar ninguno, dándose gritos.

En medio de aquella barahúnda, Nora vio que un pequeño personaje se metía entre los hombres y tomaba una lanza. Ninguno pareció darse cuenta; estaban cada uno a lo suyo, entre codazos y empujones. Uno ya se había hecho sangre con una punta, y estaba claro que otros acabarían hiriéndose en aquel reparto desorganizado. Nadie prestaba atención al niño. Nora, desde su puesto de observación, le vio apoderarse de una lanza despreciada y apartarse triunfal a un lado del gentío. Junto a sus pies descalzos brincaba un perro.

—¡Es Mat! —exclamó espantada—. ¡Tomás, si es sólo un crío! ¡Es muy pequeño para ir a cazar!

Tomás salió a la ventana, y siguiendo la dirección del dedo de Nora localizó por fin a Mat con su lanza. Se rió entre dientes.

—A veces los niños hacen eso —explicó—. A los hombres no les importa. Les dejan seguirles en la cacería.

—¡Pero, Tomás, es muy peligroso para un niño!

—¿Y a ti qué más te da? —dijo Tomás, extrañado—. No son más que críos. Hay todos los que se quiera.

—¡Es mi amigo!

Entonces Tomás pareció comprender. Nora vio que le cambiaba la cara y miraba hacia el niño con gesto preocupado. Ahora Mat estaba rodeado de la pandilla de revoltosos que le solían acompañar. Blandía la lanza, y los otros le contemplaban con admiración.

Nora notó una sensación extraña, como un latido en la cadera. Se llevó la mano para frotarse, pensando que quizá se hubiera apoyado con demasiada fuerza en el marco de la ventana; pero la mano se le fue instintivamente al bolsillo, y recordó que se había guardado allí el trapito. Tocó la tela y sintió que le transmitía tensión, peligro, un aviso.

—Por favor, Tomás —dijo apremiante—, ¡ayúdame a detenerle!

Capítulo 10

No era fácil atravesar el gentío. Tomás, más alto que Nora, iba delante, abriendo paso entre los hombres que gritaban roncamente. Nora reconoció a algunos: allí estaba el carnicero, que discutía con otro soltando juramentos, y vio también al hermano de su madre, entre varios que comparaban el peso de sus armas respectivas echando bravatas.

Nora conocía poco el mundo de los hombres. Llevaban una vida muy apartada de la de las mujeres; nunca les había envidiado. Ahora, zarandeada por sus cuerpos gruesos que olían a sudor, oyéndoles gritar y mascullar airadamente, se sintió a la vez amenazada y molesta. Pero comprendió que era el comportamiento propio de la cacería, ocasión de alardear y fanfarronear, ocasión de medirse unos con otros. No era extraño que Mat, con su infantil arrogancia, quisiera tomar parte.

Un hombre de pelo claro con un brazo ensangrentado se volvió de una rebatiña y la agarró por la muñeca al pasar.

—¡Aquí hay un trofeo! —oyó que vociferaba. Pero sus compañeros estaban enfrascados en la disputa, y Nora le apartó con el bastón y se soltó de él.

—Tú no deberías estar aquí —le dijo Tomás por lo bajo cuando le alcanzó. Ya casi estaban en el lado de la plaza donde habían visto a Mat—. Aquí sólo vienen los hombres. Y en vísperas de cacería se ponen salvajes.

Eso lo sabía Nora. Por el olor, por las peleas violentas y el griterío se daba cuenta de que no era sitio para niñas ni mujeres, y marchaba con la cabeza baja y mirando al suelo, esperando que no se fijaran en ella y la volvieran a agarrar.

—¡Ahí está Palo! —exclamó apuntando al perrillo, que al reconocerla empezó a mover su escaso rabo torcido—. ¡Mat estará cerca!

Flanqueada por Tomás se abrió paso, y allí apareció Mat; seguía dando brincos con la lanza, cuya punta afilada acercaba peligrosamente a los otros críos.

—¡Mat! —le llamó con voz severa.

Él la saludó con la mano y sonrió de oreja a oreja.

—¡Ya soy Mati! —gritó.

Nora, exasperada, asió la lanza por donde el niño la sujetaba.

—Todavía te falta mucho para ser bisílabo, Mat —dijo—. Ten esto, Tomás —y soltando la lanza de la mano de Mat se la dio con cuidado al Entallador.

—¡Sí que lo soy! —dijo Mat, regocijado y ufano—. ¡Mira, mira! ¡Tengu pelus de hombre!

El niño levantó los brazos para que viera la broma. Nora miró: tenía en los sobacos una especie de pelambrera espesa.

—¿Qué es eso? —le preguntó, y arrugó la nariz—. ¡Huele fatal! —lo tocó, arrancó un trozo y se echó a reír—. ¡Mat, eso es espartina! Es una hierba asquerosa. ¿Cómo se te ha ocurrido embadurnarte de eso? —vio que también se la había pegado en el pecho.

Tomás dio la lanza a un hombre que la agarró con codicia, y bajó los ojos a Mat, que se retorcía con las manos de Nora puestas en sus hombros.

—¡Pareces un niño fiera! ¿Qué te parece, Nora? ¡Yo creo que es hora de que conozca el cuarto de baño! ¿Le quitamos la segunda sílaba de un restregón?

Al oír la palabra «baño» Mat se retorció aún más, pugnando por escapar; pero entre Tomás y Nora le sujetaron, y por fin dejó que Tomás le subiera a sus hombros y le llevara así, descollando por encima del gentío.

Una vez disipada la peligrosa fascinación de la lanza, el grupo de jóvenes admiradores de Mat se evaporó. Nora le oyó vocear desde su atalaya a los hombres que se seguían peleando: «¡Miren al niñu fiera!», pero ninguno miraba ni hacía caso. Nora descubrió a Palo bajo sus pies y le alzó del suelo para protegerle de pisotones. Cargando con él debajo del brazo libre y apoyándose con el otro en el bastón siguió a Tomás, y bordeando la multitud regresaron a la paz del Edificio.

Nora se reía oyendo los gemidos y lamentos que salían del cuarto de baño mientras Tomás restregaba sin piedad a Mat y Palo en la bañera. «¡Mi pelu no!», protestó Mat a voz en cuello cuando Tomás echó agua sobre su enredada mata de pelo. «¡Que me ahogas!».

Por fin, con un sometido y sonrosado Mat, lavada y enjugada su aureola de pelo y envuelto su cuerpo limpio en una manta, se repartieron la cena. Palo, después de sacudirse vigorosamente como si saliera de jugar en el arroyo, se tumbó en el suelo y mordisqueó las migajas que le daban.

Mat se olió una mano con desconfianza e hizo una mueca.

—Ese jabón es hurrible —dijo—. Pero la comida me gusta —y se volvió a llenar el plato.

Después de cenar Nora le cepilló el pelo a pesar de sus ruidosas quejas. Luego le puso un espejo delante. También los espejos habían sido cosa nueva para ella cuando fue allí a vivir, y daban una imagen diferente del reflejo en el arroyo, que era hasta entonces lo único que había conocido de sí misma. Mat examinó su propia estampa con interés, arrugando la nariz y alzando las cejas. Enseñó los dientes, gruñó al espejo, y Palo, que dormía bajo la mesa, se despertó sobresaltado.

—Soy muy feroz —declaró Mat satisfecho—. Queríaisme ahogar, pero no habéis podidu porque soy muy feroz.

Por último le volvieron a vestir con su ropa andrajosa. Él se contempló, y de pronto echó mano a la correa que Nora llevaba al cuello.

—¡Dame! —dijo.

Ella se echó atrás, molesta.

—No, Mat —le dijo, desasiendo su mano de la correa—. Suelta. Cuando quieras algo, lo debes pedir.

—«Dame» es pedir —replicó él desconcertado.

—No, no lo es. Tienes que aprender modales. De cualquier modo —añadió Nora—, no es para ti. Te dije que era especial.

—Un regalu —dijo Mat.

—Sí. Un regalo de mi padre a mi madre.

—Para que le quisiera.

Nora se echó a reír.

—Quizá. Pero ya le quería.

—Yo quieru un regalu. Nunca lo tuve.

Riendo, Tomás y Nora le dieron la lisa pastilla de jabón, y él se la guardó solemnemente en el bolsillo. Entonces le soltaron. Ya los hombres y las lanzas habían desaparecido. Desde la ventana vieron cómo el pequeño personaje, seguido por su perro, cruzaba la plaza desierta y se perdía en la noche.

* * *

A solas con Tomás, Nora intentó explicarle el aviso que le había dado el trapito.

—Me produce una sensación en la mano —explicó, vacilante—. Mira.

Lo sacó del bolsillo y lo acercó a la luz, pero ahora estaba tranquilo. Notaba en él una especie de calma y silencio, nada parecido a la tensión que antes lo agitaba. Pero la decepcionó ver que no parecía más que un pedazo de tela; quería que Tomás lo comprendiese.

Dio un suspiro y dijo:

—Lo siento. Sé que parece una cosa sin vida. Pero a veces…

Tomás asintió.

—Quizá esa sensación sea para ti sola —dijo—. Mira, te voy a enseñar mi madera.

Y de una repisa que había sobre la mesa de las herramientas bajó un taco de madera clara de pino, tan pequeño que le cabía en la palma de la mano. Nora vio que estaba enteramente decorado con relieves que se entrecruzaban en curvas complicadas.

—¿Tú tallaste eso cuando eras sólo un crío? —le preguntó sorprendida, porque nunca había visto nada tan extraordinario. Las cajas y los adornos que había en la mesa de trabajo eran hermosas a su manera, pero mucho más sencillas que aquella maderita.

Tomás meneó la cabeza.

—Yo empecé a tallarlo —explicó—. Estaba aprendiendo a usar las herramientas. Me puse a probarlas en un taquito de madera inservible. Y la madera…

Titubeó, y se quedó mirando a la madera como si aún siguiera sin entenderlo.

—¿Se talló sola? —preguntó Nora.

—Exactamente. Al menos dio esa impresión.

—Lo mismo me pasó a mí con la tela.

—Por eso entiendo que la tela te hable. Igual me habla a mí la madera. Lo noto en la mano. A veces me…

—¿Te avisa? —preguntó Nora, recordando lo tenso y tembloroso que parecía estar el trapito cuando vio a Mat con la lanza.

Tomás asintió.

—Y me tranquiliza —añadió—. Cuando vine aquí siendo tan pequeño, a veces me sentía muy solo y asustado. Pero tocar la madera me tranquilizaba.

—Sí, a mí a veces este trapito también me serena. Al principio estaba asustada, igual que tú, con tantas novedades. Pero tocar el trapito me daba ánimo.

Reflexionó un momento, tratando de imaginarse cómo tuvo que ser aquella vida en el Edificio para Tomás, llevado allí de pequeño.

—Yo creo que para mí es más fácil porque no estoy sola como estabas tú —le dijo—. Jacobo viene todos los días a ver mi trabajo. Y te tengo a ti al otro lado del corredor.

Los dos amigos permanecieron unos instantes en silencio. Luego Nora volvió a meterse la muestra en el bolsillo y se puso en pie.

—Debo ir a mi cuarto —dijo—. Hay mucho que hacer —y añadió—: gracias por ayudarme con Mat. Es todo un rebelde, ¿eh?

Tomás, devolviendo a su sitio la talla, asintió con una gran sonrisa.

—¡Hurrible de rebelde! —dijo, y los dos rieron con cariño hacia su pequeño amigo.

Capítulo 11

Nora corrió temblando al claro donde se alzaba la casita de Anabela.

Aquella mañana iba sola. Mat todavía la acompañaba algunos días, pero se aburría con la vieja tintorera y sus interminables instrucciones. Lo más frecuente era que él y su perro se fueran por ahí con los amigos a soñar aventuras. Mat seguía estando molesto por lo del baño; sus compinches se habían reído de él cuando le vieron limpio.

Así que aquella mañana Nora hizo sola el camino del bosque, y por primera vez sintió miedo.

—¿Qué ocurre?

Anabela estaba junto a la hoguera. Debía de haberse levantado antes del amanecer, porque ya el fuego crepitaba y silbaba con fuerza bajo el enorme caldero de hierro, pero apenas despuntaba el sol cuando Nora emprendió la marcha.

—Traes cara de miedo —observó la tintorera.

—Me ha seguido una fiera por el camino —explicó Nora, intentando respirar normalmente. Ya se le iba pasando el pánico, pero aún estaba tensa—. La he oído por los arbustos. La he oído moverse y a veces gruñir.

Para su sorpresa, Anabela se rió por lo bajo. La anciana siempre era amable y paciente con ella; ¿por qué se reía de sus miedos?

—Yo no puedo correr —explicó Nora— por la pierna.

—No hay necesidad de correr —dijo Anabela, y removió el agua del caldero, en cuya superficie empezaban a brotar pequeñas burbujas—. Vamos a cocer equináceas para hacer un verde parduzco —dijo—. Sólo las cabezuelas. Las hojas y los tallos dan amarillo oro —e indicó con la cabeza un saco lleno de flores que descansaba en el suelo a poca distancia.

Nora alzó el saco, y, a una señal de Anabela, que probaba el agua con un palo, volcó la masa de flores en el caldero. Las dos contemplaron cómo empezaba a hervir la mezcla, y después la anciana dejó el palo de remover en el suelo.

—Vamos adentro —dijo—. Te daré una tisana que te tranquilice —y de otra hoguera más pequeña descolgó una tetera que pendía de su gancho y la llevó a la casita.

Nora la siguió. Sabía que las cabezuelas tendrían que cocer hasta el mediodía, y después permanecer en infusión en el agua muchas horas más. Extraer los colores era siempre un proceso lento. La tintura de las equináceas no estaría lista hasta la mañana siguiente.

A causa del fuego, el aire que rodeaba los calderos era pesado, casi asfixiante. Pero en la casita, al amparo de sus gruesos muros, se estaba fresco. De las vigas del techo colgaban plantas secas, parduzcas y frágiles. Sobre una maciza mesa arrimada a la ventana yacían montones de hilos teñidos para clasificar. Era parte del aprendizaje de Nora, nombrar los hilos y clasificarlos. Fue a la mesa, dejó el bastón apoyado en la pared y se sentó en su sitio. A sus espaldas, Anabela vertió agua de la tetera en un par de robustos jarritos donde había puesto unas hojas secas.

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