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Authors: Lois Lowry

Tags: #ciencia ficción - juvenil

En busca del azul (7 page)

BOOK: En busca del azul
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Desde la puerta abierta, Nora les vio marchar por el largo corredor: el hombre en cabeza, Mat caminando detrás con garbo y el perro a los talones de Mat. El niño se volvió a mirarla, dijo adiós con la mano y sonrió con gesto interrogante. Su rostro, con churretes del pegajoso caramelo, iba radiante de emoción. Seguro que en pocos minutos les estaría contando a sus compañeros por qué poco se había librado de que le lavaran. Y su perro también, y todas las pulgas.

Nora cerró sin hacer ruido y miró a su alrededor.

* * *

No podía dormir. ¡Todo era tan extraño!

Sólo la luna resultaba familiar. Aquella noche estaba casi llena, y a través del cristal de las ventanas bañaba de luz de plata su nueva casa. En una noche así, cuando vivía con su madre en la barraca sin ventanas, quizá se habría levantado para gozar de la luz de la luna. Había noches de luna en que madre e hija salían fuera, bajo la brisa, y defendiéndose a cachetes de los mosquitos contemplaban el paso veloz de las nubes sobre el disco luminoso, en el cielo nocturno.

Aquí la brisa de la noche y la luz de la luna entraban juntas por la ventana entreabierta. La luz resbalaba en la mesa del ángulo e iluminaba de lado a lado el suelo de madera barnizada. Nora veía las sandalias junto a la silla donde se había sentado para quitárselas. Veía el bastón apoyado en el rincón, proyectando su silueta en la pared.

Sobre la mesa veía el bulto de los objetos, las cosas que Mat le había traído envueltas. Se preguntó qué habría escogido. Quizá no hubiera tenido tiempo de escoger porque ya estaban encendiendo el fuego; quizá se limitara a agarrar lo que podía con sus manitas impetuosas y generosas.

Allí estaba su bastidor. Mentalmente dio las gracias al niño. Mat sabía lo que el bastidor significaba para ella.

Hierbas secas en una cestita. Se alegró de tenerlas; ojalá se acordase de para qué servía cada una. No era que hubieran tenido ninguna utilidad para su madre cuando llegó la enfermedad terrible; pero para las cosas pequeñas, para un dolor en un hombro o una picadura infectada e inflamada, para eso sí eran útiles las hierbas. Y se alegró de tener la cestita, porque la había hecho su madre con juncos del río.

Algunos tubérculos gruesos. Nora sonrió al imaginarse a Mat agarrando provisiones, probablemente tirando de paso un bocado. Ahora ya no los necesitaría. La cena que le habían traído en una bandeja era sustanciosa: pan recio y una sopa de carne y cebada con muchas verduras, y muy sazonada con hierbas que saboreó pero no supo reconocer. La tomó en un cuenco de loza vidriada, con una cuchara de hueso, y después se limpió la boca y las manos con un paño fino que venía doblado.

Era la primera vez que cenaba con tanta elegancia. Y con tanta soledad.

En la pequeña colección de cosas había prendas de vestir de su madre, dobladas: un chal grueso con borde de flecos, y una falda manchada de los tintes que usaba su madre, de tal manera que la tela, sencilla y lisa, parecía decorada con vetas de color. Pensando soñolienta en la falda manchada de su madre, Nora imaginó cómo podría utilizar sus hilos para ribetear aquellas vivas ráfagas de color, de modo que con habilidad —y con tiempo; llevaría tiempo— se pudiera transformarla en prenda adecuada para alguna celebración. No porque hubiera tenido nunca nada que celebrar. Pero quizá esto: su nueva vivienda, su nuevo trabajo, haber salvado la vida.

Daba vueltas en la cama, desasosegada. Sentía un objeto en el cuello. Venía también en el envoltorio de Mat, y fue lo que más apreció de todo lo que el niño había rescatado. Era el colgante que su madre llevaba siempre, pendiente de una correílla y oculto bajo la ropa. Nora lo conocía, lo había tocado y acariciado a menudo cuando era tan pequeña que aún mamaba. Era un fragmento de piedra brillante, limpiamente partido por un lado pero salpicado de púrpura brillante por el otro, y con un agujero para pasar la correa. Sencillo pero raro, había sido un regalo del padre de Nora, y Catrina lo veneraba como si fuera un talismán. Nora se lo quitó para lavar el cuerpo febril de la enferma, y lo dejó en la repisa junto a la cestita de las hierbas. Sería allí donde lo encontró Mat.

Ahora, tras ponérselo al cuello, Nora se lo apretaba contra la mejilla, con la esperanza de recobrar una sensación de su madre, quizá su olor a hierbas y tintes y flores secas. Pero la piedrecita, inerte e inodora, no conservaba indicio ni rastro de vida.

En cambio el trapito del bolsillo, aquel que tan mágicamente se había hecho solo entre los dedos de Nora, aleteaba cerca de su cabeza. Quizá fuera la brisa nocturna que entraba por la ventana abierta lo que le hacía moverse. Al principio Nora, contemplando la luz de la luna y pensando en su madre, no se dio cuenta; luego vio que la tela temblaba ligeramente, como si estuviera viva, bajo la pálida luz. Sonrió, y se le ocurrió pensar que era como el perrillo de Mat, que alzaba los ojos, movía las orejas y meneaba su triste rabo con la esperanza de que se fijaran en él.

Extendió un brazo y tocó la tela, y sintiendo en la mano su calor cerró los ojos.

Una nube ocultó la luna y la habitación se oscureció. Por fin Nora se durmió, sin soñar; y cuando se despertó por la mañana, el trapito ya no se movía, y no era más que un pedazo arrugado de tela bonita encima de la cama.

Capítulo 7

—¡Un huevo!

Aquello era un festín. Además del huevo cocido, en la bandeja del desayuno venía más pan grueso y un tazón de leche templada con cereales. Nora bostezó y comió.

Cuando su madre y ella se despertaban, lo normal era ir al arroyo. Supuso que aquí el equivalente era ir al cuarto de las baldosas verdes. Pero aquel cuarto la ponía un poco nerviosa. La noche anterior estuvo probando las distintas manijas brillantes. De algunas salió agua caliente, que la sorprendió. Sería para guisar. Al parecer, por algún sitio de abajo debía de haber un fogón, y de alguna manera el agua caliente subía hasta allí, pero ¿para qué quería ella agua caliente? No tenía necesidad de guisar, pensó por la mañana, lo mismo que había pensado por la noche. Le traían la comida recién hecha.

Todavía sin entender muy bien, por la mañana dirigió su atención a la larga y baja bañera. Jacobo había insinuado que podía lavar allí a Mat. Había una cosa que por su aspecto y olor parecía jabón. Intentó lavarse inclinándose sobre el borde de la bañera, pero era un procedimiento incómodo y complicado; era más fácil lavarse en el arroyo. Y en el arroyo se podía lavar la ropa y tenderla en los arbustos. Allí, en aquel cuartito sin ventanas, no había donde secar nada. Ni brisa. Ni sol.

Era interesante, pensó, que hubieran descubierto la manera de llevar agua al edificio, pero no resultaba práctico ni saludable, y tampoco había ningún sitio donde enterrar la porquería. Se secó el agua fría de la cara y las manos con un paño que encontró en el cuartito embaldosado, y decidió que seguiría yendo al arroyo cada mañana para atender debidamente a sus necesidades.

Se vistió deprisa, se ató las sandalias, se pasó el peine de madera por la melena, tomó el bastón y echó a andar a paso ligero por el corredor desierto para salir de su nuevo hogar y dar un paseo mañanero. Pero no había ido muy lejos cuando se abrió una puerta del corredor, y un chico al que reconoció salió y se dirigió a ella.

—Nora la Bordadora —dijo—. Me dijeron que habías venido.

—Tú eres el Entallador —dijo ella—. Jacobo me dijo que estabas aquí.

—Sí, soy Tomás —y le dirigió una ancha sonrisa. Parecía ser de su misma edad, bisílabo desde hacía poco, y no era feo: tenía la piel clara, los ojos alegres y el pelo espeso, castaño rojizo. Al sonreír enseñaba una mella en uno de los dientes de delante.

—Aquí es donde vivo —explicó, abriendo más la puerta para que Nora se asomara. La habitación era como la de ella, aunque ésta estaba en el lado contrario del corredor y las ventanas daban a la ancha plaza central. Nora también se fijó en que parecía estar más vivida que la suya, porque por todas partes se veían cosas de Tomás.

—También es mi taller —Nora miró hacia donde le indicaba, y vio una mesa grande con sus herramientas de tallar y pedazos de madera—. Y hay un cuarto que es el almacén de los materiales —y señaló hacia allá.

—Sí, la mía es igual —dijo Nora—. En mi almacén hay muchos cajones. Todavía no he empezado a trabajar, pero al pie de las ventanas hay una mesa con buena luz. Me figuro que será ahí donde trabaje.

Y preguntó:

—¿Y esa puerta de ahí? ¿Es ahí donde tú tienes el agua de cocinar y la bañera? ¿Tú la usas? Es una complicación, estando tan cerca el arroyo.

—Las auxiliares te enseñarán cómo funciona —explicó él.

—¿Quiénes son las auxiliares?

—La que te ha traído la comida es una auxiliar. Te ayudarán en todo lo que necesites. Y uno de los guardianes vendrá a verte todos los días.

Bien. Tomás parecía saber cómo funcionaban las cosas. Sería una ayuda, pensó Nora, porque para ella todo era tan nuevo, tan desconocido.

—¿Tú hace mucho que vives aquí? —preguntó cortésmente.

—Sí —respondió él—. Desde que era muy pequeño.

—¿Y cómo fue que viniste?

El muchacho hizo memoria frunciendo las cejas.

—Acababa de empezar a hacer talla. Era un crío muy pequeño, pero no sé cómo había descubierto que con un pedazo de madera y una herramienta afilada podía hacer dibujos. A todo el mundo le parecía portentoso —se rió—. Será que lo era.

También Nora rió, porque se estaba acordando de cuando ella, siendo muy pequeña, descubrió que en sus dedos había una especie de magia para manejar los hilos de colores, y lo asombrada que se quedó su madre y la cara que puso el guardián. Habría ocurrido lo mismo, pensó, con aquel chico.

—No sé cómo los guardianes se enteraron de lo que hacía, y vinieron a nuestra barraca y les gustó mucho.

«Todo muy parecido», pensó Nora.

—Después —continuó Tomás—, al poco tiempo, una tormenta mató a mis padres. Murieron los dos a la vez, por un rayo.

Nora se quedó atónita. Ella había oído hablar de árboles muertos por un rayo, pero no de personas. Las personas no salían cuando había tormenta.

—¿Tú estabas allí? ¿Cómo es que no te pasó nada?

—No, yo estaba solo en la barraca. Mis padres habían ido a hacer no sé qué. Recuerdo que había venido un mensajero a buscarles. Pero entonces fueron a recogerme unos guardianes y me dijeron que habían muerto. Fue una suerte que me conocieran y supieran que mi trabajo tenía valor, a pesar de que todavía era muy pequeño. Porque si no me habrían dado. En lugar de eso me trajeron aquí.

—Aquí vivo desde entonces —e hizo un gesto que abarcaba la habitación—. Estuve mucho tiempo practicando y aprendiendo. Y he hecho adornos para muchos de los guardianes. Pero ahora hago trabajo de verdad. Trabajo importante.

Señaló con la mano, y Nora vio un cayado largo apoyado en la mesa, igual que ella dejaba apoyado el bastón. Pero aquel cayado tenía una decoración muy complicada, y por las virutas que había encima de la mesa se veía que el muchacho estaba trabajando en él.

—Me han dado unas herramientas maravillosas —dijo Tomás.

Fuera sonó la campana. Nora se despistó. Cuando vivía en la barraca, el sonido de la campana significaba que era hora de ir a trabajar.

—¿Debo volver a mi cuarto? —preguntó—. Pensaba dar un paseo hasta el arroyo.

Tomás se encogió de hombros.

—Es lo mismo. Puedes hacer lo que quieras. En realidad no hay reglas. Sólo se trata de que hagas el trabajo para el que te han traído aquí. Comprobarán lo que vas haciendo cada día. Yo ahora voy a ver a la hermana de mi madre, que ha tenido un hijo. Una niña. Mira, le llevo un juguete —metió la mano en el bolsillo y mostró a Nora un pájaro primorosamente tallado. Estaba hueco; se lo llevó a los labios y lo hizo sonar—. Lo hice ayer —explicó—. Me quitó tiempo del trabajo normal, pero no mucho. Fue fácil. Estaré de vuelta para el almuerzo —añadió—, porque esta tarde tengo que trabajar. ¿Me llevo la bandeja a tu cuarto y comemos juntos?

Nora asintió encantada.

—Mira —dijo Tomás—, aquí viene la auxiliar que recoge las bandejas del desayuno. Es muy simpática. Pregúntale… No, espera. Yo se lo digo.

Bajo la mirada curiosa de Nora, Tomás se acercó a la auxiliar y le dijo unas palabras. Ella asintió.

—Vuelve con ella a tu cuarto, Nora —dijo Tomás—. No te hace falta ir al arroyo. Ella te explicará lo del cuarto de baño. ¡Nos vemos a la hora de comer!

Se echó al bolsillo el pajarito tallado, cerró la puerta de su cuarto y se alejó por el corredor. Nora se fue por donde había venido, detrás de la auxiliar.

* * *

Jacobo fue a verla poco después del almuerzo. Tomás se había marchado inmediatamente después de comer, para reanudar su trabajo. Nora acababa de entrar en el cuartito de los cajones y abrir el que contenía el manto del Cantor, pero no lo había sacado. Nunca hasta entonces se le había permitido tocarlo, y ahora le inspiraba un respeto sacrosanto y cierto nerviosismo. Estaba contemplando el tejido suntuosamente decorado, acordándose de cómo las diestras manos de su madre manejaban la aguja de hueso, cuando oyó que llamaban a la puerta y entraba Jacobo.

—Ah —dijo—. El manto.

—Estaba pensando que tendré que ponerme enseguida a mis obligaciones —dijo Nora—, pero casi me da miedo empezar. ¡Esto es tan nuevo para mí!

Él sacó el manto del cajón y lo llevó a la mesa de la ventana. Allí, a la luz, los colores eran aún más suntuosos, y Nora se sintió aún más inepta.

—¿Estás a gusto aquí? ¿Has dormido bien? ¿Te trajeron la comida? ¿Estaba buena?

¡Cuántas preguntas! Nora pensó si contarle lo mal que había dormido y decidió no hacerlo. Miró a ver si la ropa de la cama delataba que había estado dando vueltas, y fue entonces cuando se dio cuenta de que alguien, probablemente la auxiliar que traía y llevaba las comidas, lo había estirado todo de tal manera que ni se notaba que la cama hubiera sido usada.

—Sí —respondió—, gracias. Y he conocido a Tomás el Entallador. Vino a comer conmigo. Ha sido agradable poder hablar con alguien. Y la auxiliar me ha explicado las cosas que tenía que saber —añadió—. Yo creía que el agua caliente era para cocinar. Nunca había empleado agua caliente sólo para lavarme.

Él no prestaba atención a sus azaradas explicaciones sobre el cuarto de baño; miraba atentamente el manto, pasando la mano por el tejido.

—Tu madre hacía pequeñas reparaciones cada año. Pero ahora hay que restaurarlo todo. Ése es tu trabajo.

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