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Authors: Lois Lowry

Tags: #ciencia ficción - juvenil

En busca del azul (2 page)

BOOK: En busca del azul
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—¿Con que vuelves del Campu? —dijo—. ¿Cómo se está allí? ¿Te dio miedu? ¿Venían animales por las noches?

Nora negó con la cabeza y le sonrió. A los niños más pequeños, los monosílabos, no se les dejaba entrar en el Campo, así que era natural que Mat sintiera curiosidad y cierto respeto.

—Ninguno —le tranquilizó—. Tenía lumbre, y así los animales no se acercaban.

—¿Con que Catrina ya se fue de su cuerpu? —preguntó él en su dialecto. La gente de la Nava era curiosamente distinta. Se les conocía por su extraña manera de hablar y sus modales toscos, y casi todos les despreciaban. Pero Nora no. Nora le tenía mucho cariño a Mat.

—El espíritu de mi madre se ha ido —asintió—. Lo vi salir del cuerpo. Era como una neblina. Se fue por el aire.

Mat se acercó cargado con un haz de leña, y dijo pesaroso, entornando los ojos y arrugando la nariz:

—Tu barraca quedó hurrible de quemada.

Nora asintió. Suponía que habrían destruido su casa, aunque había tenido una secreta esperanza de equivocarse.

—Sí —suspiró—. ¿Y todo lo que había dentro? ¿Y mi bastidor? ¿Me han quemado el bastidor de bordar?

Mat frunció el entrecejo.

—Yo intenté salvar cosas, pero casi todo quemose. Sólo tu barraca, Nora. No como cuando hay una enfermedad grande. Esta vez fue sólo tu madre.

—Ya lo sé —y Nora volvió a suspirar. En el pasado había habido enfermedades que se extendían de una barraca a la siguiente, con muchas muertes. Cuando eso sucedía se hacía una quema enorme, seguida de una reconstrucción que era casi una fiesta, por el ruido que hacían los constructores al tender el barro húmedo sobre las paredes de madera de la nueva edificación y golpearlo metódicamente para alisarlo. El aire seguía oliendo a quemado mientras se alzaban las barracas nuevas.

Pero aquel día no había nada de fiesta. Sólo sonaban los ruidos de siempre. La muerte de Catrina no había cambiado nada en las vidas de los demás. Catrina había estado allí y ya no estaba. Las vidas de los demás seguían.

Nora, todavía con Mat a su lado, se detuvo en el pozo para llenar el cacharro de agua. Por todas partes se oían discusiones. La discordia era un ruido de fondo constante en el pueblo: las palabras duras de los hombres que se disputaban el mando; las bravatas y los improperios agudos de las mujeres, envidiosas unas de otras, irritadas con los niños que berreaban y se les agarraban a las faldas, y que muchas veces salían despedidos de un puntapié.

Haciendo visera con la mano, Nora entornó los ojos frente al sol de la tarde y buscó con la mirada el lugar donde había estado su barraca. Respiró hondo. Habría que andar mucho para recoger ramas verdes, y sudar mucho para acarrear el barro desde la orilla del río. Los maderos para las esquinas serían pesados y difíciles de arrastrar.

—Tengo que empezar a construir —dijo a Mat, que aún sostenía un haz de ramas entre sus brazos sucios y arañados—. ¿Quieres ayudarme? Podría ser divertido hacerlo entre dos —y añadió—: Yo no te puedo pagar, pero te contaría historias nuevas.

El niño negó con la cabeza.

—Daranme de azotes si no acabu de recoger la leña.

Y se apartó. Pero tras una vacilación se volvió hacia Nora y dijo en voz baja:

—Oí lo que decían. No quieren que sigas aquí. Piensan echarte ahora que tu madre murió. Quieren ponerte en el Campu para las fieras. Diz que los acarreadores te han de llevar.

Nora sintió que el miedo le agarrotaba el estómago, pero intentó que no se le notara en la voz. Necesitaba la información que Mat pudiera darle, y el niño desconfiaría si la veía asustada.

—¿Quiénes lo dicen? —preguntó en un tono ofendido de superioridad.

—Las mujeres —respondió él—. Hablaban en el pozu cuando oílas. Yo recogía astillitas de la basura, y ni se dierun cuenta que escuchaba. Quieren tu sitiu. Quieren el sitiu donde estaba tu barraca. Han pensadu hacer ahí un corral, para encerrar a los niñus y las gallinas y no tener que andar detrás de ellus todo el ratu.

Nora le miró fijamente. Una crueldad tan gratuita era aterradora, era casi increíble. Por tener sujetos a los niños desobedientes y a los pollos, las mujeres estaban dispuestas a echarla del pueblo para que la devorasen las fieras que acechaban en el bosque y merodeaban por el Campo buscando comida.

—¿Quién fue la que habló más en contra mía? —preguntó pasado un momento.

Mat reflexionó, dando vueltas a unas ramitas entre las manos; se veía que no tenía ninguna gana de mezclarse en los problemas de Nora y que temía por lo que le pudiera ocurrir a él. Pero siempre había sido un amigo. Por fin, después de echar una ojeada en torno para comprobar que nadie más le oía, dijo el nombre de la persona con la que Nora tendría que enfrentarse.

—Vandara —susurró.

No era ninguna sorpresa. De todos modos, a Nora se le cayó el alma a los pies.

Capítulo 2

Lo primero, decidió, era hacer como si no supiera nada. Volvería al sitio de la barraca donde había vivido con su madre y empezaría a reconstruir. Quizá el mero hecho de verla allí manos a la obra fuera bastante para desalentar a las mujeres que pretendían echarla.

Apoyándose en el bastón atravesó el pueblo lleno de gente. Algunos la saludaban con la cabeza al verla pasar, pero cada cual estaba atareado en sus quehaceres de todos los días, y entretenerse en cortesías no era parte de sus costumbres.

Vio al hermano de su madre, que estaba con su hijo Dan, trabajando en la huerta junto a la barraca donde había vivido con Solora y los niños. Las malas hierbas habían crecido sin que nadie las arrancara mientras su mujer salía de cuenta, daba a luz y se moría. Después pasaron más días y se multiplicaron las hierbas mientras él estaba en el Campo con la mujer y el hijo muertos. Las estacas donde se enredaban las judías se habían tumbado, y él, malhumorado, las estaba enderezando mientras Dan trataba de ayudarle y la niña pequeña, Mar, jugaba con el barro sentada al borde de la huerta. Nora vio que el hombre daba a su hijo un manotazo fuerte en un hombro, riñéndole por no sujetar derecha la estaca.

Nora pasó por delante de ellos, hincando firmemente el bastón en el suelo con cada paso que daba, pensando saludarles con la cabeza si la veían. Pero la niña que jugaba en el barro no hacía más que lloriquear y escupir; había querido ver a qué sabían unas piedritas, como cualquier niño de su edad, y se encontró con la boca llena de tierra asquerosa. Dan miró a Nora, pero no dio señales de reconocerla ni la saludó; estaba doliéndose del golpe que le había propinado su padre. El hombre, el único hermano de su madre, no levantó los ojos de lo que estaba haciendo.

Nora suspiró. Él al menos tenía ayuda. Ella, salvo que pudiera reclutar a su pequeño amigo Mat y algunos de sus compinches, tendría que hacer sola todo el trabajo de reconstruir y arreglar la huerta, suponiendo que la dejaran quedarse.

Le rugieron las tripas y se dio cuenta de que estaba hambrienta. Pasando una hilera de barracas pequeñas y doblando un recodo llegó hasta el negro montón de cenizas que había sido su hogar. De las cosas de la casa no quedaba nada, pero vio con alegría que la pequeña huerta se había salvado. Las plantas de su madre aún estaban en flor, y las hortalizas del verano temprano maduraban al sol. De momento, al menos, tendría algo que comer.

¿O no? Según estaba mirando, del soto inmediato salió muy presurosa una mujer, miró a Nora de reojo, y con todo descaro se puso a arrancar zanahorias de la huerta que su madre y ella habían cultivado.

—¡Quieta! ¡Son mías! —gritó Nora, avanzando a toda la velocidad que le permitía la pierna deforme que llevaba a rastras.

La mujer soltó una carcajada despectiva y se alejó tan tranquila, con las manos llenas de zanahorias embarradas.

Nora corrió a lo que quedaba de huerta, y dejando en el suelo el cacharro del agua arrancó algunos tubérculos, los limpió de tierra y se puso a comer. Su madre y ella, no teniendo en la casa a ningún cazador, no comían más carne que la de algún que otro animalillo que pudieran capturar dentro de los linderos del pueblo. Ellas no podían ir al bosque a cazar como los hombres. En el río había abundancia de peces fáciles de atrapar, y no sentían necesidad de nada más.

Pero la verdura era indispensable. Nora pensó que era una suerte que no le hubieran vaciado del todo la huerta durante los cuatro días que pasó en el Campo.

Una vez saciada el hambre, se sentó para dar descanso a la pierna y miró a su alrededor. A un lado, cerca de las cenizas, había un montón de arbolillos pelados de ramas, como preparado por alguien para ayudarla a reconstruir.

Pero Nora no se fiaba. Se levantó e intentó alcanzar uno de aquellos troncos esbeltos y flexibles.

Inmediatamente apareció Vandara saliendo del soto, y Nora comprendió que había estado espiándola desde allí. No sabía dónde vivía aquella mujer, ni quiénes podían ser su marido o sus hijos. Su barraca no era ninguna de las cercanas. Pero era muy conocida en el pueblo. Se hablaba de ella en voz baja. Era una persona conocida y respetada. O temida.

Vandara era alta y musculosa. Llevaba el pelo, largo y enredado, echado hacia atrás y mal recogido en la nuca con una correa. Tenía los ojos oscuros, y su mirada directa acabó con la poca tranquilidad que le quedaba a Nora. La cicatriz quebrada que le cruzaba la barbilla y le bajaba por el cuello hasta el ancho hombro era la huella, se decía, de un antiguo combate con un animal del bosque. Nadie más había sobrevivido a un girón semejante, y para todos la cicatriz era un recordatorio de la valentía y la fuerza de Vandara, así como de su malevolencia. Había sido atacada y herida, se decían los niños al oído, por querer robar una cría de animal de la guarida de su madre.

Ahora, frente a Nora, se disponía una vez más a destruir a una cría ajena.

Pero, a diferencia del animal del bosque, Nora no tenía garras para luchar. Sujetó con fuerza su bastón de madera, y trató de devolver la mirada sin atisbo de temor.

—He venido a reconstruir mi barraca —dijo a Vandara.

—Ya no tienes sitio. Ahora es mío. Esos troncos me pertenecen.

—Yo buscaré los míos —concedió Nora—. Pero voy a reconstruir en este sitio. Fue el sitio de mi padre antes de que yo naciera, y el de mi madre desde que él murió. Ahora que ha muerto ella, es mío.

De las barracas circundantes salieron otras mujeres.

—Lo necesitamos nosotras —dijo una a voces—. Con esos troncos vamos a hacer un corral para los niños. Fue idea de Vandara.

Nora la miró. Tenía agarrado por un brazo de mala manera a un niño chiquito.

—Quizá sea buena idea —replicó—, si queréis tener encerrados a vuestros pequeños. Pero no en este pedazo de tierra. Podéis hacer el corral en otro sitio.

Vio que Vandara se agachaba y tomaba una piedra como un puño de niño.

—Aquí no te queremos —dijo la otra mujer—. Tú ya estás de sobra en el pueblo. No vales para nada con esa pierna. Tu madre siempre te protegió, pero ahora ya no está. Lárgate tú también. ¿Por qué no te quedaste en el Campo?

Nora vio que estaba rodeada de mujeres hostiles que habían salido de sus barracas y miraban a Vandara como a su jefa, esperando instrucciones. Unas cuantas tenían piedras en las manos. Bastaría que cualquiera de ellas tirase la suya para que las demás la imitasen. Estaban todas esperando a ver quién la tiraba primero.

«¿Qué habría hecho mi madre?», pensó Nora desesperada, tratando de hallar consejo en el poquito del espíritu de su madre que ahora vivía en ella.

«¿O mi padre, que no me vio nacer? También su espíritu está en mí».

Se puso derecha y habló. Habló sin que le temblara la voz, procurando mirar a los ojos de cada mujer por turno. Algunas bajaron la mirada al suelo. Eso era buena señal. Quería decir que eran débiles.

—Vosotras sabéis que cuando hay un conflicto en el pueblo que pueda acabar en muerte, hay obligación de ir al Consejo de Guardianes —les recordó. Oyó algunos murmullos de asentimiento. Vandara seguía teniendo la piedra en la mano, y los hombros en tensión como para tirarla.

Nora la miraba directamente, pero hablaba para las otras, buscando su apoyo. No apelaba a su compasión porque sabía que no la tenían, sino a su miedo.

—Recordad que si un conflicto no se lleva al Consejo de Guardianes y si hay una muerte…

Oyó un murmullo. «Si hay una muerte…», oyó que repetía una mujer con voz incierta y temerosa.

Nora esperó. No podía ponerse más tiesa.

Por fin una de las mujeres del grupo completó lo que faltaba de la norma:

—El causante de muerte debe morir.

—Sí. El causante de muerte debe morir.

Otras voces lo repitieron. Una por una dejaron caer las piedras. Una por una cada mujer rehusó ser causante de muerte. Nora empezó a relajarse un poco, pero se mantenía vigilante.

Por fin sólo quedó Vandara con su piedra en la mano. Furibunda, hizo un gesto de amenaza, doblando el codo como si la fuera a tirar. Pero también ella acabó dejándola caer al suelo, aunque en dirección a Nora.

—Está bien, yo la llevaré al Consejo de Guardianes —hizo saber a las demás—. Estoy dispuesta a ser su acusadora. Que ellos la echen —y soltó una risotada—. No hay necesidad de malgastar una vida para librarnos de ella. Cuando mañana se ponga el sol, esta tierra será nuestra y ella ya no estará. Estará en el Campo, esperando a las fieras.

Todas las mujeres miraron hacia el bosque, que ya estaba envuelto en sombras: era allí donde acechaban las fieras. Nora se contuvo para no mirar ella también.

Con la mano que antes sujetaba la piedra, Vandara se acarició la cicatriz del cuello, sonriendo cruelmente.

—Sé lo que es —dijo— ver correr tu propia sangre por el suelo. Yo sobreviví —les recordó a todas—; sobreviví porque era fuerte. Cuando mañana caiga la noche —continuó— y sienta las garras en su garganta, esta niña que nunca debió llegar a las dos sílabas deseará haberse muerto de enfermedad al lado de su madre.

Moviendo la cabeza en señal de asentimiento, las mujeres volvieron la espalda a Nora y se marcharon, riñendo y dando puntapiés a los niñitos que iban con ellas. Se estaba poniendo el sol. Era hora de ocuparse de las tareas vespertinas y preparar las cosas para cuando volvieran los hombres del pueblo, que necesitarían comida y fuego y que les curasen las heridas.

Una mujer estaba próxima a dar a luz; quizá fuera esa noche, y las otras la asistirían, sofocarían sus gritos y calcularían el valor del recién nacido. Otras se aparearían aquella noche para engendrar gente nueva, cazadores nuevos para el futuro del pueblo, porque los viejos se morían de heridas y enfermedades y vejez.

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