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Authors: Lois Lowry

Tags: #ciencia ficción - juvenil

En busca del azul (4 page)

BOOK: En busca del azul
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Les miró con ojos asustados, y vio que uno le respondía con mirada serena, tranquilizante. Intuyó que aquel hombre era importante para ella. Intuyó algo más: comprensión, experiencia. Respiró hondo. Dentro de la mano sintió que el trapito bordado daba un calor familiar. Tembló. Pero su voz no titubeó:

—Le ruego que nombren un defensor —dijo.

El Guardián Mayor asintió.

—Jacobo —dijo con firmeza, volviéndose hacia el tercer hombre por su izquierda.

El hombre de la mirada tranquila y atenta se puso en pie para defender a Nora. Ella aguardó.

Capítulo 4

De modo que se llamaba así: Jacobo. No le sonaba aquel nombre. Eran muchos en el pueblo, y la separación entre los hombres y las mujeres era muy grande pasada la infancia.

Nora le contempló. Era un hombre alto, de cabello oscuro y más bien largo, bien peinado y recogido en la nuca con un adorno de madera tallada, en el que Nora reconoció la mano de aquel entallador joven, ¿cómo se llamaba? Tomás. Sí, exactamente: Tomás el Entallador le llamaban. Era todavía un muchacho de la edad de Nora, pero ya se había distinguido por sus grandes dotes, y las tallas que salían de sus hábiles manos eran muy solicitadas por la gente importante del pueblo. La gente corriente no usaba adornos. La madre de Nora llevaba al cuello una correa con un colgante, pero lo tenía siempre escondido debajo del vestido.

Su defensor ordenó el montón de papeles que tenía delante en la mesa; Nora se había fijado en que los marcaba cuidadosamente mientras escuchaba a la acusadora. Sus manos grandes y de dedos largos, se movían con seguridad, sin vacilación, sin incertidumbre. Vio que en la muñeca derecha llevaba una pulsera de cuero trenzado, y que más arriba su brazo era nervudo y musculoso. No era viejo. Su nombre, Jacobo, aún tenía tres sílabas, y el pelo no se le había vuelto gris. Nora calculó que estaría en la mitad de la vida; quizá fuera de la edad de su madre.

Jacobo miró el primer papel de los que tenía en las manos. Desde donde estaba, Nora veía las marcas que él estaba examinando. ¡Qué lástima no saber leer!

Entonces Jacobo tomó la palabra.

—Responderé a las acusaciones una por una —dijo, y mirando al papel repitió las mismas palabras que había dicho Vandara, aunque sin imitar su tono encolerizado—. «La niña debería haber sido llevada al Campo cuando nació y aún no tenía nombre. Es lo que se hace».

¡Así que era eso lo que había marcado! ¡Había escrito las palabras para poder repetirlas! Aunque era doloroso volver a oír las acusaciones, Nora comprendió admirada el valor de la repetición. No podría haber discusiones, después, sobre qué se había dicho. ¡Cuántas veces surgían peleas y batallas entre los niños por el tú dijiste, yo dije, él dijo que tú habías dicho, y sus infinitas variantes!

Jacobo dejó los papeles sobre la mesa y alzó un pesado volumen encuadernado en piel verde. Nora observó que cada uno de los guardianes tenía el suyo idéntico.

Jacobo abrió el libro por una página que había señalado antes. Nora le había visto pasar las hojas mientras Vandara exponía su acusación.

—Tiene razón la acusadora al decir que es lo que se hace —dijo Jacobo dirigiéndose a los guardianes. Nora se sintió traicionada. ¿No le habían elegido para defenderla?

Jacobo estaba mostrando una página de texto apretado. Algunos de los hombres hojeaban sus libros verdes en busca del mismo pasaje. Otros se limitaron a asentir, como si lo recordaran tan bien que no tuvieran necesidad de releerlo.

Nora vio que Vandara sonreía ligeramente.

Derrotada, palpó de nuevo el cuadradito de tela de su bolsillo. Ya no daba calor. Ya no daba consuelo.

—Pasando, sin embargo —estaba diciendo Jacobo—, al tercer bloque de enmiendas…

Todos los guardianes pasaron las hojas de sus libros. Hasta aquéllos que hasta ese momento los habían tenido cerrados los abrieron y buscaron el lugar.

—Está claro que se pueden hacer excepciones.

—Se pueden hacer excepciones —repitió uno de los guardianes, leyendo las palabras mientras recorría la página con el dedo.

—De modo que podemos dejar a un lado la aseveración de que es lo que se hace —declaró Jacobo con rotundidad—. No tiene por qué ser lo que se haga siempre.

Es mi defensor. ¡Quizá encuentre la manera de que me dejen vivir!

—¿Quieres hablar? —le preguntó el defensor.

Tocando el trapito, Nora negó con la cabeza.

Él siguió adelante, consultando sus notas.

—«Era imperfecta. Y además no tenía padre. No debió ser conservada».

La segunda repetición dolía, porque era verdad. También dolía la pierna. Nora no estaba acostumbrada a estar tanto tiempo quieta de pie. Intentó variar el apoyo para aliviar de peso el lado malo.

—Estas acusaciones son ciertas —dijo Jacobo, repitiendo con su voz tranquila lo que era obvio—. La niña Nora nació imperfecta. Tenía un defecto visible e incurable.

Los guardianes la miraban fijamente. También Vandara, con desprecio. Nora estaba acostumbrada a que la gente la mirase. Durante toda su infancia la habían señalado con el dedo. Con su madre como maestra y guía, había aprendido a tener la cabeza alta. Así la tenía ahora, mirando a sus jueces a los ojos.

—«Y además no tenía padre» —continuó Jacobo.

En la memoria de Nora resonó la voz de su madre explicándoselo. Era pequeña entonces, y no entendía por qué nunca había tenido padre. «Él no volvió de la cacería. Fue antes de que tú nacieras», le dijo su madre. «Se lo llevaron las fieras».

Jacobo repitió las palabras de su pensamiento como si se las hubiera oído:

—Antes de su nacimiento, a su padre se lo llevaron las fieras —explicó.

El Guardián Mayor alzó la vista de sus papeles, y volviéndose hacia el resto de la mesa interrumpió a Jacobo:

—Su padre era Cristóbal. Fue un cazador excelente, uno de los mejores. Algunos de vosotros seguramente le recordaréis.

Varios asintieron, y también su defensor asintió:

—Yo estaba en la partida de caza aquel día —dijo—. Yo vi cómo se lo llevaron.

«¿Tú viste cómo se llevaron a mi padre?». Nora no había sabido nunca los detalles de la tragedia. Sólo sabía lo que su madre le había contado. Pero aquel hombre había conocido a su padre. ¡Aquel hombre había estado allí!

«¿Tuvo miedo? ¿Tuvo miedo mi padre?». Era una pregunta extraña, espontánea, y Nora no la hizo en voz alta. Ella sí que tenía miedo. Sintió el odio de Vandara como una presencia a su lado. Sintió como si se la llevaran las fieras, como si estuviera a punto de morir. Se preguntó cómo habría sido ese momento para su padre.

—También aquí es de aplicación la tercera enmienda —declaró Jacobo—. A la acusación de que no debió ser conservada, yo respondo que, de conformidad con la tercera enmienda, se pueden hacer excepciones.

El Guardián Mayor asintió.

—Su padre fue un cazador excelente —volvió a decir. Los demás de la mesa, siguiendo su ejemplo, murmuraron expresiones de conformidad.

—¿Quieres hablar? —le preguntaron. De nuevo ella negó con la cabeza. De nuevo se sintió, de momento, salvada.

—«Pero ella no ha contribuido» —leyó Jacobo—. «No puede cavar ni plantar ni escardar, ni siquiera atender a los animales domésticos como otras chicas de su edad. Va arrastrando esa pierna muerta como un fardo inútil. Es lenta» —continuó, y Nora vio que se le insinuaba una sonrisa al concluir—: «y come mucho».

Calló un instante, y seguidamente dijo:

—Como defensor, voy a conceder algunas de esas afirmaciones. Está claro que no puede cavar ni plantar ni escardar ni atender a animales domésticos. Yo, sin embargo, creo que ha encontrado una manera de contribuir. Nora, ¿no es verdad que trabajas en los telares?

Nora asintió sorprendida. ¿Cómo lo sabía? Los hombres no prestaban atención al trabajo de las mujeres.

—Sí —dijo, con la voz quebrada por el nerviosismo—. Ayudo allí. No tejo, pero recojo las hilachas y ayudo a preparar las máquinas. Es un trabajo que puedo hacer con las manos y los brazos. Y soy fuerte.

Se preguntó si no debería mencionar su habilidad con los hilos, su esperanza de poder emplearla para ganarse la vida. Pero no se le ocurría ninguna manera de decirlo sin parecer vanidosa, así que no dijo nada.

—Nora —dijo Jacobo mirándola—, haz una demostración de tu defecto para el Consejo de Guardianes. Muéstranos cómo caminas. Ve hasta la puerta y vuelve.

Era una crueldad por su parte, pensó Nora. Todos sabían que tenía una pierna torcida. ¿Por qué tenía que hacer aquello delante de ellos, someterse a sus miradas humillantes? Sintió una tentación momentánea de negarse, o por lo menos discutir. Pero era demasiado lo que arriesgaba. Esto no era un juego de niños, donde las discusiones y las peleas eran de esperar. Aquí se decidía su futuro, o su posibilidad de tener futuro. Suspiró, dio media vuelta, y apoyándose en el bastón caminó despacio hasta la puerta. Iba mordiéndose los labios, arrastrando paso a paso la pierna dolorida, y sentía clavados en la espalda los ojos desdeñosos de Vandara.

Al llegar a la puerta giró y regresó lentamente a su sitio. Le empezó un dolor en el pie que le recorría toda la pierna mala. Ansiaba sentarse.

—Es cierto que arrastra la pierna y que es lenta —señaló Jacobo innecesariamente—. Concedo esos extremos. Pero en su trabajo en los telares es competente. Acude a diario cumpliendo la jornada normal, y nunca llega tarde. Las mujeres de allí aprecian su ayuda.

—¿Come mucho? —preguntó, y se sonrió—. Yo creo que no. Miren lo delgada que está. Su peso desmiente esa acusación. Pero sospecho que ahora debe de estar hambrienta —añadió—. Yo lo estoy. Propongo que hagamos una pausa para almorzar.

El Guardián Mayor se puso en pie.

—¿Deseas hablar? —preguntó a Nora por tercera vez. Por tercera vez ella negó con la cabeza. Estaba cansadísima.

—Podéis sentaros —dijo el Guardián Mayor a Nora y Vandara—. Se os servirá un almuerzo.

Nora, agradecida, se derrumbó sobre el banco más próximo y se frotó con una mano la pierna, que le latía. Vio que Vandara, al otro lado del pasillo central, saludaba con una reverencia —«¡se me ha vuelto a olvidar! ¡Me debería haber inclinado!» — antes de sentarse con gesto impasible.

El Guardián Mayor bajó los ojos a sus papeles.

—Hay cinco cargos más —dijo—. Los examinaremos y dictaremos sentencia después de comer.

Vino el ujier con el almuerzo y puso un plato delante de Nora. Ella vio y olió pollo asado y pan recién hecho y crujiente con semillas por encima. Hacía días que sólo comía verduras crudas, y muchos meses que no probaba el pollo. Pero aún le parecía oír la voz aguda de Vandara con su venenosa acusación: «Come mucho».

Temiendo las posibles consecuencias de exteriorizar el hambre que tenía, a fuerza de voluntad se limitó a comisquear un poco del tentador almuerzo. Después apartó el plato medio lleno y bebió agua de la taza que le habían traído. Cansada, todavía hambrienta y asustada, acarició el trapito de su bolsillo y esperó a la siguiente ronda de acusaciones.

***

Los doce guardianes habían salido por una puerta lateral, seguramente para dirigirse a un comedor privado. Al cabo de un rato los ujieres retiraron las bandejas del almuerzo y anunciaron que habría un rato de descanso. El juicio, dijeron, se reanudaría cuando la campana tocara dos veces. Vandara se levantó y salió de la sala. Nora aguardó un momento; luego se fue hasta la puerta, recorrió el largo vestíbulo y salió del Edificio del Consejo.

En el mundo no había cambiado nada. La gente iba y venía, trabajaba en sus cosas y discutía a gritos. Oyó alboroto en el mercado: las mujeres daban voces quejándose de los precios y los vendedores contestaban a voces también.

Los bebés lloraban, los niños reñían, los perros vagabundos gruñían y se amenazaban peleándose por los desperdicios.

Mat pasó corriendo con otros niños. Al ver a Nora titubeó, se detuvo y se acercó.

—Tenemos troncus para ti —bisbiseó—. Yo y otros niñus hemos hechu un montón. Luego empezamus la barraca si tú quieres —hizo una pausa, curioso—. Si te hace falta barraca, quieru decir. ¿Qué pasa ahí dentro?

Así que Mat estaba enterado del juicio. No era de extrañar; no se le escapaba nada de lo que pasaba en el pueblo. Nora se encogió de hombros aparentando indiferencia. No quería que notase que estaba muy asustada.

—Hablan y hablan —dijo.

—¿Y está ésa? ¿La de la cicatriz hurrible?

Nora sabía a quién se refería.

—Sí. Es la acusadora.

—Es dura esa Vandara. Diz que mató a su hiju. Diz que le hizo comer la adelfa. Diz que se sentó con él y le tuvo agarrada la cabeza hasta que la comió, y eso que él no quería.

Nora conocía aquella historia.

—Se averiguó que fue un accidente —recordó a Mat, aunque ella tenía sus dudas—. También otros niños han comido adelfas. Es un peligro dejar que una planta venenosa crezca por cualquier lado. Deberían arrancarlas todas para que no estén al alcance de los niños.

Mat meneó la cabeza.

—Ha de haberlas para que aprendamus —señaló—. Mi madre diome una bofetada cuando la toqué. Pensé que partíame el cuellu, de la bofetada que me dio. Así aprendí lo de la adelfa.

—Bien, pues el Consejo de Guardianes juzgó a Vandara y dijo que no había sido culpa suya —repitió Nora.

—Pues dura sí que es. Diz que por la hurrible herida. Que el dolor hízola cruel.

«A mí el dolor me hizo orgullosa», pensó Nora, pero no lo dijo.

—¿Y cuándo acabas?

—Hoy, más tarde.

—Hemos de trabajar en tu barraca. Mis compás ayudarán.

—Gracias, Mat —dijo Nora—. Eres un buen amigo.

Él puso cara de vergüenza.

—Has de tener una barraca —y se dispuso a salir corriendo tras los otros—. Y nos contarás las historias, ya verás. Has de tener donde contarlas.

Nora, sonriendo, le vio alejarse a toda velocidad. La campana que había en lo alto del Edificio del Consejo tocó dos veces, y Nora volvió a entrar.

***

—«Fue conservada, en contra de las reglas, porque su abuelo vivía aún y tenía poder. Pero hace mucho tiempo que él dejó de existir» —Jacobo leyó la siguiente acusación de la lista.

Le habían dado permiso para estar sentada durante la sesión de la tarde, y también a Vandara le ordenaron tomar asiento. Nora lo agradeció. Si Vandara hubiese permanecido de pie, ella se habría aguantado el dolor de la pierna por estar de pie también.

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