—Error, ganaríamos varias cosas. Para empezar algo sutil: siempre es más sencillo aparentar que uno no es algo que aparentar que sí lo es, ¿me sigue? Por ejemplo, es más fácil aparentar que uno no es escritor que aparentar que sí lo es... Si enviáramos a un agente que se hace pasar por heroinómano tendríamos la dificultad de mantener esa ficción, en cambio si lo enviamos aparentando ocultar que es escritor cuando en realidad es policía las cosas se nos ponen mucho más fáciles. Primero porque ese doble falseamiento nos otorga una especie de plan B en caso de que el sujeto resulte desenmascarado en su papel de no— escritor, ¿me sigue?: si alguien descubre que en realidad no es un no-escritor lo habremos convertido en un escritor, no en un policía, ¿de acuerdo? Y segundo porque nadie se ocupa de desenmascarar al que ya ha sido desenmascarado una vez, ¿de acuerdo también? Y fíjese que el momento en que nos interesara que nuestro agente parezca haber sido desenmascarado está bajo nuestro control, nos basta con hacer llegar al pueblo una entrevista de prensa donde aparezca en su papel de escritor, o un libro con una foto suya en solapa, o cualquier otra cosa. Y nadie se extrañará de no haberlo reconocido antes porque, sencillamente, antes no lo conocían.
El comisario no dice nada. Se rasca un poco la perilla, cabecea ligeramente... Pero Rodero necesita algo más que gestos.
—¿Qué le parece?
—Muy complicado. De hecho me parece que todavía no lo entiendo bien.
—Cuanto más complicado mejor, ésa es nuestra ventaja. Lo he pensado bien y es perfecto.
—Pero lo que pretendemos es introducir a alguien en el matadero, ¿no?, y no creo que sea mucho más fácil introducir a un escritor que a un policía. Nadie quiere tener a escritores pululando por sus instalaciones. Bueno, excepto nosotros, al parecer, pero eso es sólo porque nosotros no tenemos nada ilegal que ocultar, y tal como están las cosas debemos de ser los únicos.
—Bueno, lo del escritor desenmascarado es sólo un plan B que no tiene por qué entrar en funcionamiento, y si lo hace será a nuestra conveniencia, quizá al cabo de meses. Y llegado el caso tenemos otra ventaja adicional, ¿ha contado usted con la vanidad de la gente?
—¿La vanidad de la gente?
—La vanidad, sí. Por cada persona que no quiera cometer indiscreciones ante un escritor encontrará usted a tres que estarán encantadas de contarle cualquier cosa. Ante un policía todo el mundo calla, pero fíjese que ante un periodista con un micro está lleno de gente dispuesta a hablar por los codos. ¿No ha visto la televisión últimamente?, todo se basa en darle su cuarto de hora de gloria al primer pelagatos dispuesto a decir algo escandaloso, o ruin, o simplemente indiscreto. Cuanto más indiscreto y escandaloso y ruin más gloria para el pelagatos.
Pausa.
—No sé..., no me gusta —dice el comisario.
Rodero vuelve atrás en la silla y saca otro caramelo. Ahora parece un poco irritado.
—A ver, qué no le gusta exactamente.
—Para empezar, ¿a quién piensa usted enviar? No encontrará a nadie ni en Homicidios ni en Estupas con experiencia en un lugar como ése. Sabemos cómo tratar con cabezas-rapadas, con terroristas, con camellos y con estafadores de cualquier clase, pero no creo que ahora mismo haya un solo hombre en la Central que pueda trabajar permanentemente aislado en una población de 300 habitantes. Eso son 24 horas al día siete días a la semana, y probablemente durante meses.
—Yo creo que sí lo hay.
—¿Ah, sí?, dígame quién.
—T.
—¿T? —El comisario chasquea la lengua y niega rotundamente—: Ni hablar, y además ahora es imposible, ha pedido la excedencia no hace ni dos meses... Ni siquiera estoy seguro de que vuelva a la Brigada cuando termine, yo desde luego no se lo recomendaría, lo que le recomendaría es que pidiera el ascenso a comisario y se quedara en un despacho, ya ha corrido bastante con el culo al aire.
—Bueno, pues de momento ha solicitado su reingreso como inspector jefe en la Brigada Central de Homicidios.
El comisario mira a Rodero con cara de incredulidad.
—¿Cuándo?...
—Me llamó ayer desde algún lugar de Irlanda para ver si podía reincorporarse cuanto antes. Por cierto, que ayer tuve dos noticias de Irlanda..., por lo visto han encontrado el cadáver de una mujer en Sligo, sin identificar, aunque creen que es una prostituta y la Interpol sospecha que su último cliente pudo ser o español o norteamericano. Ahora hacen maravillas con el análisis del polen de las plantas, por lo visto han encontrado el de no sé qué acacia americana, de la costa este de los Estados Unidos, y por otro lado también pisadas de zapatillas fabricadas en España.
El comisario no ha prestado ninguna atención a lo que le están contando sobre acacias y zapatillas.
—¿En serio piensa enviar a T a San Juan del Horlá?
* * *
Miércoles, en la cocina, un rato antes de cenar. Mercedes, la mujer del comisario, está limpiando las puertas de los armarios. Sube y baja de un escalón de tres peldaños para aclarar la bayeta en agua jabonosa. El comisario está sentado a la mesa del
office,
intentando concentrarse en una comparativa de automóviles: Audi
versus
Mercedes
versus
BMW. Vista la última página, cierra la revista, se cruza de manos sobre ella y durante un rato observa en silencio a su mujer de espaldas sobre el escalón. Ella jadea levemente por el esfuerzo de frotar.
—Mercedes...
—Qué.
—¿Te puedo hacer una pregunta?
—¿Qué dices?
—Nada, que si te puedo hacer una pregunta...
Ella se gira un momento para mirarlo.
—¿Desde cuándo pides permiso para preguntar nada?
—Es que..., es algo de lo que nunca hablamos.
—Madre mía, a ver con qué me sales ahora. Qué quieres...
—Pues... quería saber por qué siempre hemos hecho el amor sólo los sábados...
Ella se gira otra vez con la bayeta en la mano y lo mira.
—Ya te digo yo: a la vejez, viruelas...
—Bueno, es sólo una pregunta...
—No sólo lo hacemos los sábados...
—Bueno, pero casi.
—¿Cómo «casi»?
—Casi. Siempre que te he buscado cuando no estaba previsto me has dado un codazo y a dormir. Así que llegó un momento que dejé de decirte nada a menos que fuera sábado, o víspera de fiesta, o algo así...
—Claro, porque si hubiera sido por ti hubiéramos estado todos los días igual. Los hombres no entendéis de estas cosas...
Pausa.
—¿Ah, no?
—No. No se puede abusar, en esta vida hay que administrarlo todo. —Más chirridos de frotamiento sobre la fórmica—. Así están los matrimonios de hoy en día, que no duran ni tres años. Y además en la época en que te daba con el codo nunca te conformabas con una vez... —Baja del escalón para aclarar la bayeta.
—Claro, porque iba apurado; como sólo lo hacíamos los sábados...
—No sólo los sáaabados...
—Vale, sábados y demás... De todas maneras ya no estoy para muchas repeticiones..., como no me tomara una Viagra...
—Sí, eso te falta a ti: Viagra, Dios nos libre.
—Bueno, la cuestión es que estamos en una vez por semana: los sábados.
—No sólo los... Y además, qué quieres decirme con eso.
—Nada, sólo te hacía una pregunta.
—Bueno, pues ya te he contestado —vuelve a subir al escalón.
—Ya, que los hombres no entendemos de estas cosas, ¿no?
—Eso mismo. Sois... glotones, como los niños. Si no se os ponen límites os empacháis de lo que os gusta y luego lo aborrecéis.
—Vale, respondido.
Pausa.
—Pues no es que parezcas muy convencido con la respuesta...
—No, si me parece bien que en eso mandes tú. Sólo preguntaba.
—¿Y a qué viene semejante pregunta a estas alturas?
—No sé... —Pausa—. A veces he pensado que a lo mejor a ti no te gusta y que lo hacemos sólo por mí.
Ella gira sobre el escalón.
—¿Eso has pensado? —Pausa, un brazo en jarras—. ¿Te ha parecido alguna vez que no estaba a gusto contigo?
—No es eso... Es más bien como si pudieras prescindir de... eso.
Pausa. Fregoteo; chirridos, jadeos.
—Las mujeres somos diferentes. —Pausa—. Pero que sepas que si no hubiera querido no me hubiera casado precisamente contigo. Me está mal el decirlo pero tenía donde elegir, y además te consta...
—Bueno, pero como no lo hicimos hasta después de casados... ya, una vez casada... Y yo para estas cosas siempre he sido muy simple, ya lo sabes.
Otra mirada.
—Oye, que casada o no casada podría darte codazos incluso los sábados, sobre todo a estas alturas... O qué me quieres decir, ¿que te gustaría que hiciéramos... acrobacias?
—No, si a mí ya me va bien... Pero si uno hace caso de lo que dicen en televisión que les gusta a las mujeres...
—Bueno, bueno, déjate de televisiones...
—Ya...
Ella se baja del escalón y se pone en jarras con la bayeta en la mano.
—¿Cómo que «ya»?..., ¿qué te crees?, ¿que todos esos de la tele que aconsejan tantas cosas han conocido lo que es la felicidad con su pareja? La vida íntima de un hombre y una mujer no es una cuestión de... —gesticula con la bayeta—, no es un deporte..., con aparatos, y técnicas, y cosas complicadas.
—Ya, ya lo sé...
—¿Entonces?, ¿no te lleno de besos?
—Sí —el comisario baja la cabeza sobre la revista.
—La única diferencia entre tú y yo es que tú me besas antes y yo te beso después, que es el único momento en que te dejas besar sin ponerte... como te pones. —Pausa, vuelta al armario—. Qué, ¿necesitas que te aclare alguna otra duda, o me vas a dejar terminar de limpiar tranquila?
Silencio. Suena el teléfono en la sala. El comisario va a atenderlo. Habla unos minutos y al poco da una voz que se oye en la cocina:
—Mercedes, es Tomás, que llegó a España anoche. Le digo que suba este domingo a comer a Calabrava..., ¿estaremos allí, no?
—Sí, que se venga...
Dos minutos después el comisario ha vuelto a la cocina.
—¿Qué?, ¿qué cuenta? —pregunta Mercedes, ya apeada definitivamente del escalón.
—Nada, que acaba de llegar de Dublín..., está en su casa.
—Madre de Dios, qué manera de dar vueltas por esos mundos... ¿Cómo está?
—No sé..., bien..., que ya nos contará el domingo.
—Bueno, haré una paella de pescado, ¿te apetece?
—Mucho, pero me apetece más lo del sábado.
—Anda, déjate de tonterías que hoy es miércoles...
* * *
Después de los arrumacos de domingo por la mañana, el comisario ha bajado solo a la playa, el sol inconstante y el ligero viento han arredrado a su mujer. El agua estaba especialmente fría, el comisario sólo ha nadado tres veces hasta las barcas y ha salido del agua sobrado de energía. A cambio, se ha tendido al sol durante tanto tiempo como lo ha entretenido el periódico dominical, casi una hora.
De vuelta a casa, en la ducha, ha notado el contraste entre la espuma blanquísima del jabón y su piel, ya definitivamente dorada más allá de los límites del bañador. Se le ha ocurrido que quizá debería comprar otro más corto sobre los muslos y más bajo sobre el vientre, para minimizar la zona de piel blanca. «¿Has visto?, estoy más moreno que tú?», le dice a su mujer cuando le pide que lo ayude a darse crema hidratante en la espalda. Pero no es sólo el color lo que ha cambiado, es también la tensión muscular que lo hace caminar más erguido. La panza parece intacta, y también las lorzas pectorales que le marcan una línea blanca inasequible al sol bajo los pliegues, pero se siente más ágil, parece estar despertando su vieja musculatura de instructor en la Academia. Hasta prueba, cuando su mujer vuelve a dejarlo a solas en el baño, a mostrarse a sí mismo los bíceps ante el espejo. Los cubre una capa de piel de naranja, cierto, pero son músculos potentes, bastante más poderosos que los de esos jóvenes que andan presumiendo con camisetas de tirantes. Tanto es así que sigue admirándoselos de reojo en el espejo mientras se afeita recortándose la perilla que por fin ha dejado de pinchar. Después se viste con los bermudas color vainilla a los que ya se ha acostumbrado, se calza los mocasines blandos sin calcetines y, en un arranque de audacia, se prueba la camisa playera que su mujer le compró en el mercadillo del pueblo y que todavía no ha estrenado, inseguro de su color rosa moteado en diminutas flores.
Sólo se abrocha los cuatro últimos botones de la camisa, se pone sus nuevas lentes con el suplemento que las convierte en gafas de sol y aparece en la cocina fragante de loción para el afeitado.
—¿Qué parezco? —le pregunta a su mujer.
—¿Te has puesto la camisa de flores? —Le coloca bien el cuello y le tira de los faldones que le repingan por delante—. Te está bien, pero mejor póntela por dentro.
El comisario se remete los faldones de la camisa ahuecando la cintura elástica de los bermudas.
—¿No es demasiado llamativa?
—No seas tonto, estás guapo —se estira para darle un beso—, y hueles muy bien. Anda, bájate ya, ¿a qué hora llega el autocar?
—Faltan diez minutos.
La estación de autobuses del pueblo está apenas a dos manzanas del apartamento, así que el comisario no se apresura. Pasea hasta la plaza que hay justo delante y se sienta en un banco a la sombra, con sus redescubiertos bíceps extendidos sobre el respaldo. Su figura entera se refleja en las cristaleras de la estación y, por un momento, desdibujados los rasgos faciales por la distancia, le cuesta compaginar su imagen especular con la que guarda de sí mismo en la memoria. Desde luego ya no parece un notario. En cierto modo hasta parece un gángster, un gángster de vacaciones, piensa...
A las doce y cinco según el reloj de la estación se interpone entre él y su reflejo la mole de un autocar que, según indica el cartel al frente, tiene que ser el que espera. Cuando se detiene, el comisario se levanta y lo rodea para situarse frente a la salida de los pasajeros. T es de los primeros en apearse; se ha cortado el pelo muy corto y se ha afeitado la barba entera con la que el comisario lo vio la última vez. Le cuelga del hombro una pequeña mochila de cuero; mira alrededor como buscando a alguien y pasa por delante del comisario sin reconocerlo. «¡Tomás!» T se vuelve hacia la voz, ahora sí lo reconoce y frunce el ceño aunque sonríe: «Madre mía: ¿qué le ha pasado?», se toca el mentón para indicar que se refiere a la perilla. «Ya ves, a la vejez me estoy volviendo un playboy»; los dos se acercan y se dan sonoras palmetadas. «Oye, tú estás más flaco, eh, ¿no dan bien de comer en el extranjero?» «No, no es eso, pero sí que he echado de menos el gimnasio, estoy un poco flojo.» «Ven, vamos primero a casa a saludar a Mercedes y después bajamos a tomar una cerveza y me cuentas.»