Deciden tomar una cerveza en el centro de la ciudad antes de regresar. La capital de comarca es una población pulcra y seria, con tejados de pizarra, recorrida en parte por viejas murallas que delimitan la zona comercial. La mayor parte de las tiendas son de deportes alpinos, esquí, escalada, piragüismo... «Hacía dos meses que no veía un paso de peatones, —dice P cuando se adentran en el casco urbano—, creo que nunca había pasado tanto tiempo fuera de una ciudad.» No les es posible aparcar en la calle, tienen que recurrir a un parquing subterráneo y emergen de él en una gran plaza porticada, con tiendas de souvenirs y bares para turistas. Se deciden por uno decorado con mucha madera, concurrido por señoras tomando té y pastas. Piden jarras de presión.
—Oye, es raro que no tengas ropa de invierno, ¿dónde vivías antes?, ¿en el Caribe? —dice el francés cuando están servidos.
P sonríe:
—Es largo de explicar. Digamos que no me apetece ir a recoger mi ropa allí donde la dejé.
—Y también es raro que vayas a vivir a la montaña si te gusta la ciudad... ¿Sabes qué dice la Heidi?
—Que soy policía, ya me he enterado.
—Y no solo lo dice la Heidi. Dicen que es por eso que tú quieres trabajar en el matadero...
—¿Tú también lo crees?
—Yo no sé... Me parece demasiado... fantasioso... Pero pienso que huyes de alguna cosa... Disculpa si te parezco un poco... como se dice..., indiscret, pero es difícil no preguntarse y hablar. Nadie sabe qué haces todo el día... Eres muy... misterioso.
P tarda varios segundo en decidir el camino a tomar:
—No, no me pareces indiscreto: lo primero que suele saberse de la gente después de su nombre es a qué se dedica. Podría contártelo si tú pudieras evitar contárselo a nadie.
—Bueno..., sé cómo guardar un secreto.
P mira al francés a los ojos y se echa atrás en el banco:
—Soy algo tan fantasioso como policía...
—Ah... ¿Hay algo tan fantasioso como policía?... ¿Astronauta?
—No: escritor.
—¿En serio? —Pausa—. ¿De qué tipo de escritor?
—Novelista.
—Ah... ¿Y has venido al Horlá a escribir?
—Algo así. Pero prefiero que no lo sepa nadie. Si eres farmacéutico nadie se empeña en probar tus medicamentos a menos que se los receten, en cambio si uno es novelista todo el que te conoce quiere leerte, aunque en realidad no les guste leer y no hayan terminado un libro en toda su vida. Nadie lo dice pero en realidad es puro fisgoneo: quieren saber de tu vida a través de lo que escribes.
—Bueno, no es lo mismo farmacéutico que escritor...
—Puede, pero yo no he entendido nunca la diferencia... En cualquier caso tienes parte de razón al decir que huyo de algo. Huyo de hacer vida de escritor.
P se mantiene muy serio, siempre en su papel, tratando de recordar lo que Quique Aribau le contó aquella noche del mes de agosto que pasaron hablando y tomando copas hasta el amanecer:
—Pero los escritores necesitan promoción para vender... —Dice el francés.
—Allá los demás... En lo que a mi respecta, cuanto menos conocida sea mi cara mejor. ¿Crees que uno de esos escritores que salen en la televisión podría emplearse en un matadero para documentarse?
Pausa. Beben cerveza. El francés cavila un poco:
—¿Estás escribiendo algo sobre el matadero?
—Estoy trabajando en una novela... El protagonista trabaja en un matadero. Por eso me interesa trabajar en uno durante una temporada, ver cómo funciona por dentro..., todo eso. Por cierto, ¿de verdad es tan difícil entrar allí?: tú conoces al Propietario, ¿no?
El francés mueve la cabeza en señal de negativa repetida:
—Muy difícil... Igual si eres policía que si eres escritor. Un matadero guarda muchos secretos.
—Lo imagino, sobre todo éste...
—Puede ser...
Aquí el francés no entra al trapo y la conversación parece languidecer, de modo que, después de pedir otra ronda, P se va hacia los lavabos y aprovecha para hacer una llamada telefónica desde el aparato que queda oculto en un recodo.
No encuentra a Rodero en su despacho, de modo que habla con su secretario. Sólo pierde unos segundos en dejarle el recado para que se lo comunique a su jefe, aunque se asegura de que el secretario tome nota escrita de las instrucciones que le da apresuradamente: «Primero: he tenido que abrir juego, pasamos al plan B, que preparen la revista. Segundo: nos interesa un tal Malacaín, tontea con estramonio y ha trabajado en el matadero, fue matarife antes que el actual; «Malacaín» es un alias, preguntad a Berganza de la Provincial y buscad a ver qué antecedentes tiene. Y tercero: el día 14 del mes pasado la patrulla del valle detuvo en el cruce del Horlá a cinco individuos y una mujer que iban en dos coches, probablemente robados; a ver qué se sabe de éstos, en especial interesa uno bajito, no sé cómo se llama. Quiere repetírmelo, por favor...»
Cuando veinte minutos después sale del bar con el francés es ya noche cerrada, tienen el tiempo justo de pasar por la leñera antes de que cierren. Allí hacen la última parada; el negocio está atendido por una mujerona con las manos más rudas que P haya visto jamás en una mujer; cargan cuatro sacos de cáscara de avellana en la furgoneta y enfilan la carreterilla de subida al Horlá, esta vez con los faros encendidos y las ventanas bien cerradas para evitar el aire cortante de la noche. Por el camino se cruzan con dos liebres y algo parecido a un zorro, y también un pichón de búho tiene la mala idea de salir volando tan raso que el francés no puede evitar golpearlo con el morro de la furgoneta. Se apean: el buhíto está malherido en un ojo; Oh, merde..., dice el francés mientras le hace un diagnóstico veterinario, rápido y experto. Luego busca alrededor una piedra lo bastante pesada como para rematarlo dejándola caer sobre él. Tras la primera caída el buhíto aletea ruidosamente. A la segunda ya sólo tiembla un poco sobre un charquito de sangre y el francés dice que ya está muerto, aunque todavía lanza la piedra por tercera vez antes de arrojar el cadáver lejos, hacia el bosque. El incidente es lo bastante desagradable para que hagan el resto del camino en silencio, acompañados por la radio. Suena How deep is your love de los Bee Gees cuando llegan al pueblo y paran delante de la Casita Blanca. La gata aparece maullando y sube al balcón trepando por los tejados.
—¿Tienes un gato? —pregunta el francés.
—Era de la chica que vivía aquí antes, pero sigue subiendo cuando me oye llegar... Es como si se hubiera quedado huérfana..., siempre le pongo un plato de leche cuando aparece.
P abre la puerta del balcón y la gata entra y se restriega contra sus piernas, aunque la presencia desconocida del francés la hace detenerse y mirarlo con precaución.
—Se ve muy sana e muy bien. ¿Se deja que la toques?
—No, es muy asustadiza. Los primeros días sólo comía si le servía la leche en el balcón y me marchaba. Ahora ya se atreve a entrar en la cocina a reclamar su plato, y el otro día estaba sentado ahí y se me subió de repente a las rodillas. Pero si trato de tocarla sale disparada.
El francés se acerca a ella y tiende la mano haciendo esa clase de ruiditos que la gente le dedica a los gatos. Ella lo mira con ojos de terror y sale huyendo al balcón; da un salto y se queda sentada en la ancha baranda de ladrillo. Pero no tarda en volver a entrar maullando y mirando a P.
—Qué pasa, ¿eh?: ¿quieres tu leche?... Habrá que calentarla un poco, ¿no? ¿Y dónde vas a dormir hoy con este frío?
La gata lo mira y maúlla de forma que parece inteligente, como si estuviera acostumbrada a mantener una conversación educada con humanos.
* * *
Viernes de trabajo en el Pub para P. Son fiestas en el último pueblo del valle y hacia la medianoche los jóvenes pelos-de-colores han empezado a subirse a los coches para ir a rematar allí. Queda todavía una mesa con cuatro de ellos y el Rito bebiendo quintos y echando en la tragaperras. Se ha emperifollado como suele los fines de semana, y lleva unas absurdas gafas de sol que le sirven de diadema para sujetarse el flequillo hacia atrás. «No tengo ni pizca de ganas de bajar al valle —le dice a P—, y mira que esta tarde estaba yo flamenco..., hasta le he encargado un gramito al Robocop; si quieres te invito luego a una raya.» P no llega a responder porque entra en el bar el curita. No saluda, sólo entra y se sienta en un taburete. «Huy, el Frente de Liberación Gay», dice el Rito para sí mismo y para P, que se acerca al muchacho para servirlo. Pide un JB con naranja, y esta vez no mira a P como suele: hurta los ojos, parece más nervioso que de costumbre.
—Qué... ya has acostao al viejo —le pregunta el Rito en voz alta, a cuatro metros de distancia.
—Vete a tomar por el culo —contesta el curita sin mirarlo, casi hablando para sí mismo.
—A eso salía, pero con este frío... ¿Le has dao en las piernas con el Thrombocid?
—Sí. Y no hagas ruido cuando llegues: le he desplegado la cama del comedor...
—Ah sí, por qué...
—Porque quería ver la tele y porque le ha salido de los cojones y está en su casa, ¿te vale? —ahora sí lo ha mirado, y ha alzado la voz hasta un tono normal.
El Rito no replica, bebe de su botella y sigue echando monedas; P sirve el güisqui con naranjada. Los pelos-de-colores de la mesa se levantan dejando las sillas desparramadas. Hacen cola para pagar, nombran su bebida y lanzan billetes o monedas sobre la barra sin mirar a P. Tampoco dicen «por favor» ni «gracias» ni «buenas noches»: nunca lo hacen, sólo hablan entre ellos en su tono ininteligible. Salen y se oye cómo suben a un coche aparcado fuera.
Queda en el interior el ferrete de los Rolling Stones que P ha puesto para variar un poco de la Creedence, pero suenan extemporáneamente animados, como llegados desde un mundo remoto. P empieza a subir las sillas a las mesas y a barrer cuando se abre el portón y aparece el Robocop. Entra con su caminar de leves tumbos, contemplando su casco y sus gafas de motorista como un Hamlet sosteniendo la calavera. Uno de los cristales de las gafas está roto, y él trae una rodilla despellejada y el abrigo rasgado en un codo. «Qué pasa —pregunta el Rito—, ¿te has caído?» El Robocop asiente sin dejar de mirar sus gafas inutilizadas. El curita también se interesa pero enseguida le pregunta si trae el material, al parecer también él le ha encargado algo. P interviene: «Eh: los trapícheos afuera, ya lo sabéis». El Robocop sale a la calle seguido de los otros dos. P sigue barriendo. Al poco vuelve a entrar el Rito, antes de que le haya dado tiempo a meterse la primera raya en la calle aprovechando un alféizar de la casona de enfrente, donde suele tomarse la cocaína siempre que la meteorología lo permite. «'Cucha —dice—, voy al váter y te preparo una en la cisterna.» «Se agradece», dice P. Poco después entra el curita, pero éste ya ha catado la golosina porque viene haciendo muecas. Se sienta en el taburete a beber su güisqui y observa a P barriendo.
—Oye —empieza a decir con voz débil; P levanta la cabeza y apoya las dos manos en el extremo de la escoba—. Tú me gustas... ¿Crees que podríamos tener algo?
Es como estar ante un cachorrito que pide una caricia. P contesta con voz que suena casi paternal:
—Lo siento, no es lo mío...
—Ya... Bueno..., ¿sabes?, siempre que me gusta un tío tengo que decírselo. Es una manera de no perder tiempo y de no hacerme ilusiones... No sé si hago bien...
—Yo tampoco. Lo sé. A mí no me molesta.
—Pues me alegro de habértelo dicho. Hacía días que le daba vueltas...
Sale el Rito del lavabo, y ésa parece la señal para que el curita deje dos euros y medio en la barra y se marche sin terminar su bebida. «Buenas noches..., y gracias», dice al salir. El Rito pone entonces un brazo enjarras y con el otro empuña su botellín de cerveza:
—¿A que te ha soltao que le gustas y quiere tener rollo contigo?
P se hace el sorprendido:
—Por qué lo dices...
—La muy perra..., como si lo viera, en cuanto ve unos pantalones nuevos se pone loca. —Da un sorbo a la botella—. Tienes la rayita en el lavabo, ya te apago yo las máquinas si quieres.
—¿Sabes cómo van?
—Aquí hemos trabajado todos, forastero...
P se va al lavabo. Sobre la cisterna del inodoro ve un billete de diez euros enrollado y junto a él una raya generosa. Se lo piensa mientras orina. Se lava las manos. Luego toma un poco de papel higiénico, lo humedece bajo el grifo y con él limpia la loza hasta no dejar rastro de polvo. Tira el papel al inodoro y descarga la cisterna. Al salir le tiende al Rito el billete ya desenrollado y doblado.
—Oye, ¿te apetece que cojamos el coche y vayamos a tomar una copa al valle? —dice el Rito—, es temprano para irse a dormir un viernes, sobre todo llevando un gramito encima.
A P le parece oportuno aprovechar la ocasión para sonsacar al Rito. Sin duda le cae bien, y seguramente le gusta, pero ha tenido pocas oportunidades de hablar a solas con él.
—Sí, me apetece, estoy harto de ver estas paredes. ¿Podemos ir a alguna parte donde haya gente desconocida y música que no sea ni de la Creedence ni de los Rolling...? Pago yo.
—Ahora que pienso, el valle estará lleno de garrulos... ¿Has ido alguna vez al club de la Estación de Esquí? Hay como tres cuartos de hora de carretera, pero vale la pena, es otro nivel.
—¿Hay gente y música?
—Sí, parece un bar de ciudad... De todas formas te tengo que advertir una cosa: si apareces conmigo puede que piensen que tenemos algo..., a veces me voy a hacer la loca por allí...
Su actitud ahora es desacostumbradamente viril, parece haber perdido la mayor parte de la pluma que luce de ordinario.
—Me da igual —dice P—. Pero te agradezco la advertencia.
Así que salen juntos del pub y P cierra el portón con llave. Entran en el coche del Rito aparcado un poco más abajo: su viejo Volkswagen Golf color hueso con capota de tela azul marino. Hace frío, el termómetro del tablier marca –3 grados; los dos se arrebujan en sus abrigos mientras la calefacción empieza a funcionar. Bajan un trecho hacia el valle pero en el cruce toman la carreterilla que gira hacia el norte. El Rito mantiene siempre encendidas las luces largas y conduce con marchas cortas, invadiendo parte del carril contrario, parece imposible que pueda aparecer un coche en dirección contraria. La cabina se va templando y los dos pueden relajarse un poco en el asiento. Entonces el Rito estira la mano para manipular el radiocasete y empieza a sonar Abba, Chiquitita.