—La pregunta es si me gustaría ser un hombre de familia, tener hijos...
—¿Y qué te hace pensar que quería preguntarte eso?
—Primero: eres mujer y por tanto es probable que estés interesada en ese tema. Y segundo: tienes veinticuatro años y por tanto es probable que estés interesada en ese tema.
—¿Y la respuesta cuál era, que no me acuerdo?
—Tú qué crees: el siglo XXI me ha pillado ya muy mayor, y además mientras la gente de mi edad escuchaba discos de Kaka de Luxe yo entré en la Academia de Policía... A efectos prácticos, estoy cortado según el patrón finisecular de una ciudad de provincias, digamos Santander, o Sligo...
—¿No decías el otro día que te gustaría tener un apartamento del East Side, y hace un rato que eras demasiado
sophisticated
para Sligo?
—Si no me he perdido en la conversación, ahora hablamos de cómo me gustaría ser, no de cómo soy. Eso sin contar con que la contradicción también puede ser una de las formas de la sofisticación, ¿no te parece?, hay que ser muy simple para resultar siempre coherente. Pero la pregunta más interesante es la siguiente: «¿Puedo ser el hombre que quisiera ser habiendo sido el hombre que he sido?». O, más genéricamente, ¿hasta qué punto nos determina el pasado?
—Hasta el punto que nosotros queramos.
—Y un cuerno.
—¿Ah no?
—No. Por ejemplo, ya para siempre echaré de menos esta ciudad, si no vuelvo a ella soñaré con volver. Y también te echaría de menos a ti si no volviera a verte más. —Cambio a tono más ligero—: Eres horriblemente pegajosa, ¿te lo habían dicho alguna vez?
Suzanne hace el gesto de coquetería de siempre, retirándose una greña inexistente.
—Nunca un policía en la crisis de los cuarenta.
—De los cuarenta y tres.
—OK, cuarenta y tres.
Entretanto, los músicos se han subido al escenario y se preparan para tocar. El guitarrista puntea un poco sobre el
funky
ambiental y el baterista hace redobles cada vez menos tímidos.
—Me parece que si esperamos a que empiecen habrá que quedarse hasta el final —dice T apurando el segundo güisqui—, hay tan poca parroquia que quedaría feo que nos marcháramos a media actuación...
—Bueno, así puedes explicarme más cosas, venga...
—Ni hablar, ya te he hecho un montón de confidencias. Ahora te toca a ti explicarme ese misterio tuyo.
—Qué misterio mío...
—Es igual, ahora que lo pienso puede que no te guste saber de él. ¿No has visto esa película de Alejandro Amenábar, la de los fantasmas que no saben que lo son?
—¿Sabes que si me dejas a medias puedo sacudirte un botellazo?
—
OK,
bajo tu responsabilidad... Pero primero me han de rellenar la copa, me niego a hablar en seco.
Suzanne imposta un gesto de impaciencia, pone cara de loca y se muerde las uñas impecables, cortadas en óvalo, esta noche sólo lustradas, sin rastro del esmalte del día anterior.
* * *
Los músicos se han lanzado con un
bebop
especialmente soso mientras el camarero renueva únicamente el güisqui de T, el Southern Comfort de Suzanne está apenas mediado. Cuando se retira, Suzanne saca dos cigarrillos de su propio paquete, le embute uno en la boca a T y dice:
—Venga, ahora explícame eso de mi misterio fantasmagórico.
T aún se demora un par de segundos, exhala humo.
—¿Estás segura?
Ella vuelve a hacer el gesto de loca homicida.
—Vale, vale...
»¿Te suena un tal Giovanni Bellini?
Suzanne enarca las cejas.
—Ahora no caigo. ¿Fabricante de pasta fresca? —Gesto de lío de espagueti.
—No exactamente: pintor renacentista, hijo y hermano de otros Bellini pintores. Éste en concreto fue primero maestro de Tiziano y en sus últimos años discípulo suyo, un caso de humildad ejemplar. ¿No estudiaste Historia del Arte en la carrera?, está considerado el
alma mater
de la Escuela Veneciana...
—
OK,
repasaré mis apuntes de Historia del Arte, sólo explícame qué tiene que ver conmigo el
alma mater
de la Escuela Veneciana.
—Tiene que ver porque en 1510 te pintó un retrato.
—¿Un retrato para mi?, qué detalle...
—Un retrato tuyo, de tu persona.
—Ya... Eso también se lo dirás a todas...
—
Madonna ante un paisaje,
Pinacoteca de Brera, 85 x 118, óleo sobre tabla, búscalo en Internet. Ahí estás tú, sosteniendo a un niño de unos dos años en tu regazo. Tienes la cara un poco más llena, como si hubieras engordado un poco... Pero eso no es lo más sorprendente.
—Ya..., ¿también aparece un
Chelsea boy
con patines?
—¿Quieres que te cuente la historia o no?
—Vale. Pero para empezar dime cómo es que sabes tanto de ese cuadro: medidas, fechas, y todo eso.
—Ahí precisamente está el misterio. Lo que de verdad da miedo es que yo tuve ese cuadro delante muchas veces, entre los seis y los siete años, a veces durante horas. Era una reproducción enmarcada, el título y demás referencias venían en el margen. ¿Te parece muchísima casualidad?
—Mmm... tirando a moderada casualidad.
—¿Moderada?... Resulta que 500 años después de que Bellini te pintara y casi cuarenta años después de que yo te contemplara durante horas en una reproducción, llego a esta ciudad del otro lado del Atlántico, entro en unas oficinas de la calle 42 y me encuentro otra vez contigo.
Pausa. Los músicos con su
bebop.
Suzanne se ha puesto seria.
—Seguro que exageras el parecido...
—Búscalo en Internet y juzga por ti misma. En el cuadro tienes la cara un poco más llena, ya te lo he dicho, y además se te ve más seria que de costumbre, casi un poco malhumorada, como si tuvieras mejores cosas que hacer que posar para Bellini. Y también, no estoy seguro, pero da la sensación de que en el retrato eres un poco mayor que ahora, quizá un par de años..., la edad del niño.
—Uf... ahora sí que me está dando miedo de verdad...
—A mí se me puso el corazón a 100 el día que te vi en el Instituto...
Suzanne mira a T frunciendo el ceño.
—Supongo que una cosa así no te habrá pasado más veces...
—¿Qué sospechas, que soy el loco que anda por ahí buscando a la Mujer del Cuadro?
—¿Dónde estaba esa reproducción que veías de niño?
—Venga, no te pongas psicóloga otra vez... En la antesala de un despacho.
Pausa. Siempre los músicos de fondo.
—Debió de ser algo especial si se te quedó tan grabado...
—Ya sé que estás pensando: «Paciente carente de referente materno se obsesiona con icono femenino fijado en un momento traumático de su infancia y, años después, cree verlo encarnado en una mujer cualquiera»... —Cambia a un tono más pausado—. Has de ver el cuadro, en serio. Cualquiera puede darse cuenta de que es un retrato extraño, por muchas razones. Por ejemplo: tú, o la muchacha del cuadro, no os parecéis en nada al ideal de belleza renacentista. Hay madonas de la época que hoy resultan feísimas de puro raras, pero incluso las que siguen pareciéndonos bellas, las de Rafael, las de Andrea Mantegna, las del propio Bellini, siguen el canon heredado de los clásicos grecorromanos: pocos ángulos, facciones pequeñas, labios finos y rosados... Y de repente, a los setenta y pico años, Bellini ve un agujero en el tiempo y pinta a una joven belleza del siglo XXI... No lo había hecho nunca antes y no volvería a hacerlo después, ni él ni sus coetáneos. —T habla mirando muy fijo a Suzanne, su voz ha seguido progresando en pausa y gravedad hasta hacerse solemne—. Esa mujer eres tú, Suzanne, no me cabe la menor duda, y por fin te he encontrado...
Suzanne tiene los ojos como platos. T se acerca un poco a ella en el taburete y le pasa el dorso de la mano por la mejilla. Ella se deja hacer pero no puede evitar retirarse un poco.
—¿Y sabes quién es el niño Jesús que sostienes en los brazos?, ¿sabes de quién tiene la cara ese niño? —dice T, ya casi en un susurro.
Suzanne traga saliva.
—¿De quién?
T hace una pausa larga y se acerca al oído de Suzanne para murmurarle con voz fantasmagórica:
—De Alejaaandro Amenaaábar.
Suzanne parpadea. Por un momento parece confusa; T va ampliando una sonrisa, sorbe aire como Anibal Lecter antes de empezar a reír francamente. Suzanne reacciona, hace un aspaviento, le da un manotazo.
—Mira que eres ganso, ahora no me voy a creer nada de lo que me digas.
T sigue riendo, Suzanne bebe un sorbo de güisqui y se relaja hasta entrar poco a poco en el juego; se llama tonta, confiesa que se ha asustado... Pero el alcohol les está sentando bien a los dos, enseguida vuelven a estar contentos y relajados. En la platea algunas mesitas más se han ido ocupando y se oye el rumor de conversaciones. Nadie hace caso a los músicos, pero ellos siguen enlazando un tema tras otro sin incomodar demasiado.
—Deberías escribir la historia del loco peligroso que busca a la madona de Bellini... —Pausa—. ¿Cómo es que entiendes tanto de pintura..., todo eso de Andrea Mantegna, y demás?
—Entiendo de pintura como de ríos trucheros. Pero llevo años fingiendo saber lo que no sé. Y viceversa.
—Pues a mí casi me engatusas, y eso que era una historia increíble...
—¿Quieres que te confiese una cosa?
—Qué...
—Lo de Alejandro Amenábar es verdad.
—Venga ya...
—Bueno, búscalo mañana en Internet y mírale la cara al niño.
A las diez el comisario ha bajado a tomar un bocadillo a la cafetería de la primera planta. Está a punto de terminarlo cuando aparece Rodero, que saluda de lejos con un gesto de la mano. El comisario devuelve el gesto convencido de que no van a cruzar palabra, pero Rodero se acerca a su mesa.
—Le queda bien la perilla...
—Buenos días —dice el comisario, pero a él mismo le suena demasiado frío el tono que le ha salido y añade—: Se desayuna mejor aquí que en la Brigada, ¿eh?
—No he venido a desayunar, he venido a verle a usted... Me ha dicho su ayudante que estaba aquí, ¿le importa que me siente?
—No... ¿Quiere tomar algo?, yo voy a pedir un cortado para mí...
—Ya voy y o...
Rodero va a pedir a la barra y al poco se acerca con la taza para el comisario y un botellín de agua para él:
—Verá, he estado pensando en la conversación que tuvimos la semana pasada. Interesante...
El comisario se permite un punto de sarcasmo:
—¿Ah, sí?, pensaba que lo de las silabas y demás le parecía cosa de psiquis...
Rodero no lo capta.
—La verdad es que yo también he estado hablando con uno..., le llevé la copia del poema que me envió usted por fax... Creo que tiene razón en que no podemos conformarnos con seguir el rastro de los cerdos, y los cruces de datos no nos están dando nada nuevo.
—Igual es que se les ha quedado antiguo el ordenador central... Debe de tener ya un par de años, ¿no?
Rodero sigue sin captar.
—No, no creo que sea cuestión de investigación informática... Lo que estoy sopesando ahora es la posibilidad de enviar a un encubierto a San Juan del Horlá.
Rodero se queda callado. El comisario tarda en contestar lo que le entretiene echar azúcar en su café y removerlo un poco con la cucharilla.
—Pues no acabo de ver qué ganaríamos con eso —dice al fin.
—Si logramos que lo empleen en el matadero, mucho.
—Si viera usted aquello se daría cuenta de que cualquiera que aterrice allí y quiera trabajar en el matadero resultará inmediatamente sospechoso de ser policía.
—Va a ser difícil, ya lo sé. Incluso va a ser difícil mantener a alguien, no ya en el matadero, sino simplemente en el pueblo. Pero se me ha ocurrido una idea.
—Ah, una idea...
El comisario mira por encima de las gafas mientras sorbe café.
—Necesitamos a alguien con dos dobles personalidades..., con dos máscaras superpuestas sobre la cara auténtica. Alguien que parezca lo que no es y que, una vez desenmascarado, tampoco sea en realidad lo que parece. ¿Me sigue?, algo así como un agente doble.
El comisario espera a dejar el vaso sobre la taza para hablar.
—Le sigo pero la cosa es tan complicada que no consigo concretar a qué se refiere.
Rodero remueve el caramelo que lleva en la boca con tintineo de dientes. Se echa un poco atrás en la silla y se apoya en los reposabrazos.
—Conoce usted a Quique Aribau el escritor, ¿no? Me contó que entró en contacto con nosotros a través de usted.
—Sí...
—Pues este Quique me ha dado una idea sin querer. Verá, el viernes estuvo en la Brigada y me contó que se ha cambiado de domicilio y no quiere conceder ni una sola entrevista más para que nadie de su nuevo entorno lo reconozca. A mí me pareció un poco paranoico y le dije que cada día veo en el periódico la foto de algún escritor, o músico, o lo que sea, y que seguramente sería incapaz de reconocerlo si lo viera por la calle. Entonces él dijo algo que me hizo pensar. Dijo que uno no reconoce a alguien que ha visto en una foto porque una foto de alguien a quien no conocemos no nos dice nada y la olvidamos de inmediato. Pero en cambio sí se identifica con toda rapidez cualquier foto de alguien a quien conocemos en persona. ¿Me sigue?
Al comisario le irrita la costumbre de Rodero de preguntar a sus interlocutores si lo siguen en sus razonamientos. Le parece una fórmula impertinente.
—Le sigo perfectamente: cuando conoces a alguien en persona tienes memorizados sus rasgos en múltiples posiciones y por tanto lo identificas de inmediato en una foto. En cambio una foto fija deja poca huella mnémica a menos que se den circunstancias especiales, así que no siempre da lugar a un reconocimiento posterior de la persona. ¿Me he explicado?
El comisario ha dejado caer su propia fórmula para asegurarse de que lo entienden.
—Justamente. Es curioso, ¿no?, a uno no se le ocurre hasta que se detiene a pensarlo...
—Bueno, concedamos que es curioso... Lo que no veo es adonde quiere usted ir a parar.
—La cuestión es que eso me dio una idea. Suponga usted que Quique, en vez de un escritor que quiere pasar desapercibido, fuera en realidad un agente encubierto de la policía enviado a un pueblecito de montaña a investigar un asesinato.
El comisario se queda un momento pensando.
—No veo qué ganaríamos con respecto a un agente que se hiciera pasar por..., no sé, un ex heroinómano en busca de aire puro.