—¿Cómo es que sabes tanto de psicópatas?
—Esa es fácil: porque soy policía, de la Brigada Central de Homicidios, y a menudo tengo que bregar con alguno.
—¿Y por qué Homicidios? Ya sé que ya te lo he preguntado antes, pero tu respuesta me ha parecido..., no sé..., evasiva.
—No era evasiva. La gente que hace daño para obtener beneficio o placer me da miedo, por eso me hice policía.
—Vale, puede que no sea una respuesta evasiva pero sí que es incompleta. También te darán miedo los terremotos, y los incendios, ¿no?... Y no eres bombero, eres policía.
—De niño no fui víctima de ningún incendio.
Pausa. Suzanne:
—¿Puedo deducir lo que parece que debo deducir?
—
OK,
deduce, pero preferiría no abordar el tema abiertamente.
Otra pausa.
—¿Lo has hecho alguna vez, supongo?
—El qué...
—Abordar el tema abiertamente.
—No. No me conviene.
—Ah.
T suspira porque el «Ah» de Suzanne le suena a una mezcla de discreción e incredulidad, pese a que no lo acompaña ninguna mueca. De modo que cambia de tono para explicarse:
—A pesar de lo que digan los manuales de divulgación psicológica, la confesión no siempre tiene el deseado efecto catártico. Una cosa es hacerse consciente del propio dolor, tener noticia lúcida de él para poder elaborarlo como adulto, y otra cosa muy distinta es hacerlo público. A veces puede ser contraproducente.
—Sin embargo no debe de ser fácil vivir con, no sé..., una especie de... secreto.
—A menudo es la única manera.
—Ah...
Otra vez suena a incredulidad. A T le molesta ese tono:
—Piénsalo bien... Pongamos un ejemplo truculento. A ver... Supon a una joven violada en grupo, salvajemente, una joven vejada y maltratada hasta el extremo más cruel que puedas imaginar, quizá en presencia de sus vecinos o familiares, se dan casos así de horribles en países en guerra, no hay más que leer los periódicos. Bien, ahora dime: ¿podrá esa joven reconstruir su vida en la misma pequeña población en la que todo el mundo conoce los detalles de lo ocurrido?
Suzanne no mueve ni una pestaña.
—Pero esa joven no tiene ninguna culpa de...
—Y qué, no importa, no importa nada en absoluto. Da igual si uno es víctima o verdugo, el caso es que ante la sociedad ha quedado estigmatizado. A veces la única oportunidad que tiene la víctima es abandonar su entorno, empezar de nuevo. Es inconmensurablemente cruel e injusto, pero es así, el mundo es cruel e injusto. Por ejemplo, piensa en Michael Jackson, el cantante.
Suzanne pone cara de extrañeza. Auténtica. T sigue argumentando:
—Se supone que Michael Jackson está majara, ¿no?, eso dice la
vox populi:
que es un acomplejado, que tiene problemas para aceptar su color de piel, etcétera, etcétera, etcétera...
Suzanne hace gesto de bailar como un robot y asiente.
—Vale, supongamos que sea verdad. ¿Qué hace la gente en consecuencia? Se mofa de él, lo parodian, hacen chistes a su costa, lo escarnian. Si de verdad el pobre tipo tiene problemas para aceptarse a sí mismo, él es la única víctima, ¿no?, él es quien sufre en primera persona y nadie más que él desearía que las cosas fueran de otro modo. ¿No debería despertar la piedad del mundo?, ¿no sería eso lo justo y razonable? Sin embargo no suscita piedad sino que estimula el sadismo.
Suzanne mira hacia alguna parte del techo, como considerando lo que le están diciendo.
—Así es y así ha sido siempre —sigue T, más vehemente de lo que acostumbra—, los adultos no somos tan distintos de los niños, el más débil tiene todas las papeletas para convertirse en blanco de cualquier crueldad, aunque sea inocente. ¿Y sabes por qué?...
—Dímelo tú...,yo no estoy de acuerdo.
—... porque a los verdugos se les tiene miedo. El verdugo es percibido como poderoso y cruel, capaz de venganza. La víctima no, especialmente la víctima más vencida y humillada, ésa aguantará los palos y se hundirá en su dolor y en su soledad. Pero además se desencadena otro mecanismo perverso: lo más tranquilizador para todo el mundo es considerar que la víctima ha merecido la acción del verdugo. «El se lo ha buscado, a mí no me pasará nada malo porque yo no lo merezco». Eso se dice la gente, así conjura el miedo al verdugo y de paso disuelve su propia vergüenza por ser tan cobarde.
—Uf...
—Sí, uf.
—¿De verdad crees que todo el mundo es cruel y cobarde?
—No todo el mundo. Pero siendo moderadamente cruel y cobarde se tienen más posibilidades de sobrevivir, así que los moderadamente crueles y cobardes abundan como una plaga. Y los más extremos en crueldad y cobardía, sobre todo si poseen una inteligencia brillante, pueden llegar a lo más alto.
—No puedo estar de acuerdo. Y creo que tú tampoco lo estás. Si fuera tal como dices estaríamos..., no sé, gobernados por psicópatas.
T se acerca el orujo a los labios y sonríe con media boca.
—Es que estamos gobernados por psicópatas.
* * *
Atmósfera limpia después de la tormenta. Gotillones cayendo desde toldos y resaltes. Clientes asomando la cabeza a las puertas de los bares. Rótulos y farolas multiplicados en los charcos. El tráfico de la Séptima, a lo lejos, como una fiesta de matasuegras. T dice que no le apetece meterse en el hotel. «¿No tomarías la penúltima?, ya sé que tienes que levantarte temprano, pero...» Ella indecisa: «Uf, tendré que lavarme el pelo por la mañana y secármelo con el secador; pareceré una loca»; gesto de majareta con los ojos cruzados. «Pero una loca bastante guapa», zanja T.
Giran al norte en Bedford Street para alejarse del barullo de las calles principales. Enseguida ven un rótulo prometedor en una de las travesías:
Sunrise, Jazz Club.
Tras la puerta abierta hay una recepción con fotos de músicos y un portero panzudo, casi albino, con las facciones gruesas y chatas de Copito de Nieve. Da las buenas noches sonriendo y, muy amable, dice algo que T no entiende. Suzanne traduce: la actuación empieza en media hora, si quieren quedarse a verla hay que pagar entrada. T entrega un billete y Copito suelta otra parrafada que T tampoco entiende. Le pregunta a Suzanne mientras andan por el pasillo hacia la barra: «Tiene acento escandinavo y además habla un poco
slang
—informa ella—; dice que las dos primeras copas cuestan a 5 dólares con las entradas». «¿A quién te recuerda?», pregunta T. «¿A ese gorila blanco de Barcelona?», gesto de gorila panzudo buscándose algo profundo en la nariz. Ambos ríen. En el interior suena Tom Waits a discreto volumen,
Step Right Up.
Penumbra. Gran barra en forma de L. Enfrente un escenario elevado apenas dos escalones. Abajo unas 20 mesitas formando platea, solo una de ellas ocupada. Una camarera latina y otra negra moviendo banquetas por el centro del local. Sobre el escenario un piano vertical, una batería, un contrabajo...
—Uf, llegamos temprano a todas partes... —dice Suzanne—. ¿Nos quedamos en la barra?
—Sí... Soy hombre de barra.
—Yo lo digo porque hemos estado sentados a una mesa mucho rato...
—Pues me alegro de que lo hayas dicho.
—¿Por?
—Porque me gustan las mujeres que dicen sencilla y claramente lo que quieren. Y también me gusta mucho cuando dices «Uf».
—¿Digo «Uf» muchas veces?
—Uf...
El camarero de la barra, negro con camiseta negra, americana negra, ojos amarillos y dientes blanco nuclear, ya se ha ocupado de ponerles dos posavasos y un cenicero. Suzanne pide Southern Comfort con hielo. T tiende las entradas y pide un Jack Daniels triple. El camarero dice que tendrá que pagar un suplemento. T no entiende nada. Suzanne lo saca de apuros.
—¿Siempre tomas copas triples? —le pregunta después.
—Bueno, en esta ciudad todo es grande excepto las medidas de alcohol.
—Ya... ¿Y sueles beber mucho? Perdona pero ya sabes lo indiscreta que soy...
—Mucho comparado con quién...
—No sé..., con quien tú quieras...
—Comparado con Boris Yeltsin, lo normal.
—Uf..., ¿cada día?
—Casi cada noche desde que pedí la excedencia. Pero cuando estoy en activo es igual. Incluso de servicio ocurre a menudo que tengo que beber. Aunque entonces procuro emborracharme lo menos posible.
Llegan las copas. Suzanne alza su vaso: «A la salud de Boris Yeltsin», dice con acento ruso y tono ebrio.
Pausa para beber.
—Bueno, ¿y tomas otras cosas, además de alcohol? —significativa rotación de la punta de la nariz.
—Cuando estoy de servicio cualquier cosa que convenga. Lo más frecuente son efectivamente los sucedáneos callejeros de la cocaína.
—¿Y cuando no estás de servicio?
—Nada de coca. Me pone nervioso, solo me apetece después de mucho alcohol, o alguna mañana de resaca, pero entonces procuro arreglarme con zumo y café ca liente. Para mi consumo privado siempre he preferido los depresivos, básicamente soy bebedor. Qué más... Nunca he tomado alucinógenos, ni siquiera de servicio..., me dan miedo, como los psicópatas. Creo que con eso ya tienes mi retrato toxicológico completo.
—Bueno, sin contar el tabaco... —Gesto de fumador compulsivo.
—
OK,
también fumo tabaco. Lucky Strike. Pero eso es porque me gusta el diseño del paquete.
Pausa.
—Oye, ¿sabes que llevas una vida un poco rara?
—Comparado con Boris Yeltsin no tanto...
—Ya... Supongo que tendrá sus compensaciones...
—Sí, algo en qué ocuparse, pero empieza a no ser suficiente. En realidad hace ya años que no lo es. Te lo conté en el castillo, creo que es lo primero que te conté: soy un cuarentón al que no le gusta su pasado. Mi infancia fue un asco, no tengo amigos, no duermo ni veinte noches al año en mi apartamento alquilado, y me gano la vida fingiendo ser lo que no soy entre gente desagradable y a menudo peligrosa... Y en mi tiempo libre no tengo nada mejor que hacer que beber. Preferiblemente en algún bar tranquilo donde nadie me dé conversación.
—¿En serio?, ¿no prefieres charlar con alguien?
—¿De qué?, ¿de fútbol?
—No necesariamente de fútbol. No sé..., de tus cosas.
—Bueno, a veces hablo con algún camarero. Lo bueno que tienen los camareros es que sólo los ves cuando tú quieres y siempre que los necesitas los encuentras en su puesto, en eso son netamente superiores a los amigos. De todas maneras a mi edad uno ya no confía lo suficiente en nadie.
—Qué manía con la edad...
—Tiene importancia.
—No tanta.
—¿Ah no?, pues la primera vez que hablamos me estuviste tratando de usted todo el rato...
—Porque le llamo de usted a todo el mundo que entra en el Instituto, aunque parezca mi hermano pequeño. Además, la primera vez que te vi me sentí como una boba, para que lo sepas.
—¿Ah sí? A ver, explícame eso...
—Pues..., no sé, impresionabas un poco: el inspector jefe con su barba canosa y su aire de Indiana Jones... Y además yo acababa de contar un chiste haciendo la payasa, como siempre.
—Por cierto, me gustaría que me contaras el chiste, no lo entendí.
—Un día de éstos, aún no sabes bastante inglés.
—Así que Indiana Jones...
—Bueno, eso con la barba, el día que apareciste afeitado parecías James Bond... ¿Sabes qué me dijo Debie cuando te fuiste?
—Qué...
—Que estabas como un queso. ¿Y sabes qué le contesté yo? Bueno, mejor no te lo cuento, me da vergüenza...
—Pues yo no noté nada...
—Las chicas educadas no dejan que un hombre note esas cosas... Bueno, las chicas educadas norteamericanas se pueden lanzar a pellizcarte el culo si te descuidas, pero yo no soy norteamericana.
—Me alegro, no me gusta que me pellizquen el culo. Y también me alegro de haber entrado en el Instituto para solicitar esa beca, aunque aceptarla signifique seguir siendo policía un año más.
—¿Ya no quieres seguir siendo policía?
—No..., creo que no. Al menos el tipo de policía que he sido hasta ahora.
—¿No decías que te gustaba cazar dragones?
T encoge los hombros.
—Estoy cansado, me he hecho viejo para ese trabajo...
—Otra vez con la edad...
—Bueno, no es solo por la edad... Me gustaría tener una vida auténtica, mía..., estoy harto de ser siempre otro y de responder a nombres que no son el mio. ¿Sabes cómo me llaman los de la Brigada?, me llaman «T», ni siquiera ellos pronuncian mi nombre completo. Soy simplemente T mientras nadie me ordene lo contrario.
Suzanne vuelve a estar seria por un momento y T vuelve a ver en ella el retrato de Bellini, fugazmente.
—¿Y qué tipo de cosas haces?, ¿qué investigas...?
—De todo, pero nunca nada agradable... Dos días antes de venir a la ciudad llegó a la Brigada aviso de un homicidio en San Juan del Horlá, una aldea de montaña, en el norte. Habían encontrado a una mujer descuartizada en el matadero que hay en las afueras... Ese tipo de cosas, ¿te haces una idea?
—No me cuentes más, sólo dime qué querrías ser si no fueras policía...
—Ahora soy yo el que dice «uf».
—Venga, inténtalo...
T se presta al juego.
—Siempre he fantaseado con ser panadero. O taxista...
—Y por qué panadero o taxista.
—No sé, son deseos antiguos... Creo que panadero porque elabora algo tangible y útil, pero al mismo tiempo cargado de significados. Hacer pan no es como hacer Sugus, el pan es un símbolo que se come, así que el panadero tiene algo de hierofante.
—Voy a tener que hacer un cursillo contigo, ¿qué demonios es un «hierofante»?
—Algo así como un sacerdote, un oficiante... Pero también está la idea de andar en camiseta al calor del horno, quizá mientras nieva en la calle..., tiene un lado muy sensual.
—¿Y lo de taxista?
—Lo mismo, supongo. Cualquier psiqui de la Científica te diría que remite a la morriña intrauterina: mientras fuera llueve, yo recorro la ciudad en mi burbuja climatizada, con música estéreo y un
airbag
blandito instalado en el volante...
—¿Y eso es todo lo que necesitas para dejar de beber copas triples?, ¿cambiar de oficio?, ¿dejar de ser policía y ser taxista?
—Bueno, puede que haya un par de cosas más.
—Por ejemplo...
—
OK,
ya sé lo que quieres saber. La respuesta es «sí».
—Estupendo, pero me encantaría conocer también la pregunta.