Entra como el niño que acude a la tienda de animales para comprarle el cachorro de San Bernardo a su novia de parvulario y, veinte minutos después, sale con 1.700 dólares menos en su cuenta de crédito y el anillo asteroide-azul envuelto y protegido en su estuche de preciosa madera encerada.
Misión cumplida.
Son poco menos de las cinco de la tarde cuando llega al hotel impaciente por contemplar a solas su adquisición. A la luz más intensa del baño desenvuelve la cajita y saca la sortija. Es de calibre pequeño, le han dicho en la tienda que le cambiarán el aro si la medida no es la adecuada. La toma delante de sus ojos, a plena luz de los focos sobre el espejo, y observa el aguamarina tal como sabe que debe hacerse, mirando al interior, a su corazón de cristal. Trata de cargarla de buenos deseos, de cierta clase de energía mágica que en este momento se siente capaz de transmitir con la mirada (amor inalámbrico, good vibrations), y después, con un cosquilleo que le recorre el espinazo, deposita sobre ella un beso apretado. Es un momento muy especial, de los que muchos años después pueden recordarse ante un pelotón de fusilamiento. Luego frota la piedra contra su camisa para devolverle el brillo intacto; guarda el anillo en el estuche y rompe el envoltorio de papel: mejor entregar sólo el estuche de madera.
A todo esto se ha puesto demasiado serio y demasiado blando; se propone recuperar el humor exultante, las ganas de bromear y sonreírle a la nada, el tono adecuado para bajar a llamar por teléfono a tiempo de encontrar a Suzanne en el Instituto.
Y, en efecto, la encuentra:
—Suzanne... —Sí.
—Perdona que te llame tan tarde, llevo todo el día de aquí para allá. ¿Te ha dado el recado Debie?
—Sí.
—¿Sales ya?
—No...
—¿A qué hora sales?
—Pues... no lo sé, tengo mucho trabajo... Pausa.
—¿Pasa algo?
—No, nada.
—Estás muy seria...
—Es que estaba ocupada...
—Perdona, no te entretengo más, ¿a qué hora nos vemos?
—Hoy no puedo, lo siento.
Pausa.
—¿No puedes?
—Perdona..., no me va bien...
—Ah... —pausa—. Y tienes idea de cuándo podemos vernos...
—No lo sé..., esta semana es complicada.
—Ajá. Ya... Bueno... Es que tal como me lo planteas ya no sé si llamarte la semana que viene o esperar al mes que viene...
—Perdona, es que..., estos días no puedo. Lo siento.
—No, no te preocupes... Puedes llamarme al hotel si quieres, tienes mi número de habitación, ¿no?
—Sí, sí...
—¿Espero entonces tu llamada?
—Sí, OK.
—OK. Cuídate mucho, ¿vale?
—Cuídate tú también.
—Eso pienso hacer.
Clong, teléfono colgado. De hecho no hay mucho más que decir.
* * *
Primera Fase: Orgullo Herido.
Al colgar el teléfono, T se queda mirando el estuche con el anillo que lleva en las manos y piensa qué hacer con él. Decide dejarlo en la consigna del hotel; le ofrecen una caja metálica con llave y lo mete en ella como quien arroja a un traidor al fondo de la mazmorra. Después quiere beber. Se encamina al bar de la 33, saluda al camarero con auténtico buen humor,
what's up,
y traga una pinta en dos minutos. Se siente muy digno, muy dueño de sí, su ego está ahora inflamado, es una tumefacción palpitante pero indolora. A partir de la segunda pinta se relaja y tiene un pronto de enfado consigo mismo. Se siente víctima de una estafa barata. Ridículo, estúpido. Quiere emborracharse y olvidar todo el asunto cuanto antes.
Segunda Fase: Abatimiento.
Dos horas después, T ha tragado cinco pintas de Budweiser y está terminando su cuarto Jack Daniels triple. A través de un pedazo de espejo tras la botellería ve a hombres y mujeres que hablan y ríen. Son anglosajones por encima de los cuarenta, una mezcla de parejas estables y viejos conocidos que se reúnen en el pub después del trabajo. T pide otro triple y brinda mentalmente por Boris Yeltsin. Está ya borracho, y por una vez en años quisiera poder explicarle a cualquier conocido lo que acaba de pasarle. Usa mentalmente estas mismas palabras: «lo que acaba de pasarme»... Para olvidar el asunto trata de concentrarse en entender la letra de la música que suena a volumen considerable:
I would walk five hundred miles / And I would walk five hundred more / Just to be the man who walked one thousand miles to fold down at your door...
. Nada que hacer: todas las canciones hablan de lo mismo. Con el sexto triple sobre el colchón de cerveza empieza a autocompadecerse peligrosamente, pero el esfuerzo de construir un soliloquio coherente entre las nieblas del alcohol lo sosiega un poco y puede seguir bebiendo hasta que comprende que necesita la poca lucidez que le queda para pagar y salir de allí dignamente. Rumbo al hotel ve doble, las luces nocturnas y los transeúntes se multiplican, es como caminar por la plataforma de un tiovivo.
Tercera Fase: Abismo.
Duerme muchísimo, abre los ojos pasadas las doce, con hambre y sin apenas resaca. Se siente bien, activo, listo para salir a la calle. Se ducha, se afeita y come penne y calzone en el italiano de la 33 con la Séptima. Afuera, a tres metros de la cristalera, otro oficinista ha perdido los nervios y la emprende a golpes de maletín contra el tráfico rodado, hasta que llegan dos policías que tratan de apaciguarlo sin acercarse mucho. La ciudad ha vuelto a primer plano: de vuelta en su habitación consulta la guía y busca en el apartado de museos: todavía no ha visitado un solo museo, increíble. Se decide a empezar por el de Historia Natural que no cierra hasta las seis menos cuarto. Se encamina hacia allí en lo que se prevé un largo y agradable paseo bordeando el murete del parque, con tiempo para admirar los coches de caballos bajo los finos rascacielos de espejo coloreado. Sólo hay un problema: a ratos pugna por aflorarle cierto pensamiento, y a cada tentativa le causa una punzada casi física, sensible, que bien pudiera localizarse en el tórax. Es difícil ignorar algo así permanentemente, tan difícil como ignorar una taquicardia. Así que, a la altura de las Sesenta, aprovecha una entrada al parque para sentarse a fumar en un banco y poner las cosas en claro. Qué está pasando ahí dentro, qué es lo que una parte de sí mismo está tratando de decirle a la otra...
Cuarta Fase: Pensamiento Positivo.
El abismo se adivina demasiado grande y demasiado oscuro más allá de las primeras simas, hay que agarrarse a algo para no resbalar hacia el fondo. Pero no es el pensamiento consciente de T el que lo hace reconsiderar todo el asunto a otra luz: es un reflejo de supervivencia que se le dispara. Y a esa nueva luz queda todo otra vez reducido a una cuestión de orgullo herido. Cuestión bastante fácil de resolver, desde luego: basta con no ser tan orgulloso y volver a llamar a Suzanne. Quizá es cierto que tiene mucho trabajo. Seguro que es cierto. Él mismo ha comprobado que no para quieta en todo el día: recibe llamadas, atiende visitas, gestiona montañas de permisos y papeles... Así pasa T el fin de semana, consolándose a duras penas en ese pensamiento, acariciando la idea de volver a llamarla y a la vez temeroso de hacerlo. Entre tanto duerme mucho, ve debates de televisión que se esfuerza en comprender, viejas películas que programan de madrugada; no se afeita ni se ducha, y a cualquier hora, según le llega el apetito, sale de su habitación para comer y beber en los alrededores del hotel. En conjunto, se siente como si estuviera pasando una gripe.
Quinta fase: El Laberinto.
El lunes por la mañana, duchado, afeitado, perfumado y bien vestido, llama por teléfono al Instituto. Contesta Debie; lo hace esperar un momento al aparato y luego dice que Suzanne no puede ponerse. Por el tono de Debie («Lo siento mucho», añade al final), T comprende que Suzanne no quiere ponerse, de lo contrario le indicaría llamar más tarde, o algo parecido. Ese golpe sí duele porque es el segundo y cae sobre una herida ya fría: Suzanne no quiere ponerse: esa supina impertinencia del que opta por no hablarnos. Por un momento desea matarla: golpearla hasta matarla: esperarla en algún lugar, en su calle, y hacérselo pagar caro, hasta imagina su cara desfigurada entre la hojarasca de las acacias. Siente un punto de excitación, hasta que se asusta de sí mismo, ¿cómo es posible que pueda desear algo así?, ¿de dónde sale esa violencia? Trata de entender qué ha pasado, cómo ha llegado a este punto, repasa los encuentros, las conversaciones, se explica minuciosamente los hechos ocurridos desde la primera vez que habló con ella en el Instituto, si bien comprende que lo fundamental debe de estar contenido en las últimas horas que pasaron juntos, y de nuevo en el bar de la 33 trata de rememorar la noche en la estrecha cama del hotel.
Y curiosamente resulta que no puede.
T se mantiene obsesionado en ese pensamiento durante todo el día y gran parte de la noche en el bar de la 33. Le resulta agotador.
Sexta Fase: Ultimátum y Despedida.
Al sexto día después de aquella primera noche, tras haber hecho por teléfono las gestiones pertinentes con su agencia de viajes, T redacta la siguiente nota en un papel con publicidad de güisqui que le facilita un camarero: «Tengo pasaje a Londres para mañana. Te espero a las doce de esta noche en el observatorio del Empire State. No hace falta que subas por las escaleras». No lo ha pensado mucho, ha sido una redacción espontánea, pero piensa que le ha sabido dar el punto justo de información práctica, dramatismo cinematográfico a lo Love Affair, y un toque de humor conciliador. Mete el papel en un sobre que pide en la recepción del hotel, se va caminando hasta la calle 42, entra en el vestíbulo y se dirige al conserje con el sobre y un billete de 10 dólares adjunto. De vuelta compra en la 34 un maletón que más bien parece un baúl con ruedas, deja a punto el voluminoso equipaje con la ropa que ha comprado en la ciudad, y después vagabundea despidiéndose de las calles hasta el crepúsculo.
Esta noche no quiere beber; ya oscuro se le ocurre ir a comer alitas de pollo al coreano de la 37, pero teme estropear un buen recuerdo y compra una hamburguesa y patatas fritas que come en un algún feo lugar de Chelsea, sentado en una acera sucia pero tranquila. Luego se encamina al Empire State y se detiene a fumar a dos manzanas de él, con la suficiente perspectiva para contemplar la ligera neblina que espesa las luces coloreadas de su parte alta. De pronto, al pasar junto a unos andamios, le viene la imagen de un tipo con sudadera que le pide la hora de malos modos. ¿Cuándo fue eso?, ¿lo ha soñado?, ¿es un déjà vu?
A las once y media se une a la pequeña cola de turistas que animan el vestíbulo del edificio; alguien pregunta si hay buena visibilidad y una guardia de seguridad muy gorda que hace molinetes con la porra dice que del 70%. T saca el tique y sigue la cola hasta un ascensor que se llena con un empleado y unos cuantos turistas. Los números en el indicador pasan de diez en diez, 30, 40, 50, y la cabina empieza a frenar al aproximarse al 80; luego aún hay que hacer otra cola para remontar las seis últimas plantas hasta el observatorio principal.
Afuera, en la terraza que rodea la antena del edificio, la ciudad casi hace llorar de gozo. Y en el mismo momento de asomarse al vacío fulgurante de luces, T sabe que Suzanne no llegará: de pronto comprende que si llegara sería todo demasiado perfecto. Pero lo mismo espera hasta las doce, cambiando de sitio de vez en cuando: fachada norte a la fiesta de rascacielos y Central Park, fachada este al Huston rielante y neblinoso, fachada sur al Downtown rematado por las torres del World Trade Center... Tiene tiempo de darse cuenta de hasta qué punto se ha enamorado de esta ciudad, y sin preocuparle los turistas a su alrededor le lanza un beso. Es el mismo beso que se lanza al amor que uno despide en la estación en tiempos de guerra, entre la congoja por la posibilidad de no volver a verlo y la alegría por haber alcanzado a vivir la experiencia.
A la una de la madrugada bajó del edificio, y a las once de la mañana siguiente despegó del aeropuerto de Newark.
Once de la noche, miércoles, bar de los soportales; Betoven en la barra, la Susi al fondo, atendiendo a una mesa de jóvenes pelos-de-colores junto a la chimenea encendida. Entra P.
—Hombre, Pedro el Grande: qué tal el otro día con la rusita del Kingdom...
P tarda un poco en contestar, recuerda haber estado en el Kingdom, con Robocop y San Martín, pero no sabe de qué le habla Betoven. Quizá bebió demasiado, o fumó demasiados cigarrillos impregnados de cocaína.
—Veo que las noticias corren... —dice al fin.
—Vuelan, joven: vuelan. No sabe cómo le envidio: si yo tuviera 70 euros... ¿Y el fin de semana en el Pub?, me han dicho que empezó de camarero el viernes por la tarde.
—Bien... Son sólo dos días, y pasan las horas volando.
La Susi se acerca a la barra y P le habla de lejos:
—Susi, póngame un güisqui, haga el favor, y otro para Betoven, si le apetece.
—Joven: el día en que no me apetezca un güisqui más vale que alguien llame a una ambulancia y me lleven al valle.
—A ver si lo que vamos a tener que hacer es subirte a casa en brazos —dice la Susi—. Hoy llevas ya siete coñacs con sifón.
—No hay peligro, Susi, cariño: tu noción de una medida estándar de coñac es la propia de una activista del Ejército de Salvación.
—Ah sí: pues antes cuando has ido al váter ibas haciendo eses. Y además te has meado afuera. Más de lo normal, quiero decir.
—Qué manía tenéis con lo de mear fuera... Con mi Ex Santa Esposa era igual. Como vosotras orináis por gravedad... Ya me gustaría veros de pie gobernando una manguera a presión.
—Ya será menos...
—Bueno, ya ves cómo tengo el palmo —enseña la mano extendida—, aunque confieso que lo de la presión ha ido menguando. Debo de tener la próstata delicada, pero se me ponen los pelos de punta sólo de pensar en someterme a un tacto rectal... En cualquier caso no tienes ni idea de lo que cuesta dirigir a tino las últimas gotas.
—Bueno, ¿y por qué no os sentáis en la taza, en vez de dejarlo todo perdido?
—¿Sentarnos en la taza para mear?, ¿en serio seríais capaces de pedirnos semejante humillación? Es como si yo le hubiera pedido a mi Ex-Santa que se afeitara el bigote con brocha y navaja. Y te aseguro que hubiera quedado mucho mejor que con aquella crema apestosa.
—Sí: tú quéjate de tu «Ex-Santa»... Desde luego no la conozco, pero tenía que ser una santa, ya lo dices bien...