—Pse, no sé si tanto como santa, pero desde luego era bastante beata. Una vez le propuse un simple francés y estuvo a punto de marcharse con los crios a casa de su madre. Al final tuve que decirle que me refería a hacerlo normal pero con música de Charles Aznavour.
—Ah, es horrible —dice la Susi dirigiéndose a P—: este hombre siempre tiene contestación para todo. —Termina de servir las copas y se aleja cabeceando hacia las mesas, donde los jóvenes pelos-de-colores vuelven a reclamarla a gritos.
—Esta Susi tiene que ser un volcán —le dice entonces Betoven a P, en voz baja—. Viuda desde hace diez años, poco después de que yo llegara; lástima que al parecer no soy su tipo, y eso que tendría que haber conocido usted al marido: parecía un troll: eran talmente la Bella y la Bestia. Él era del pueblo, y la Susi nació y se educó en el valle, en un colegio de monjas, ya puede usted figurarse... El caso es que es uno de los pocos casos de matrimonio mixto que se conocen por aquí. La endogamia en el pueblo es casi perfecta: repare usted en que todos son parientes, se casan entre ellos y se ponen los cuernos entre ellos: todo queda en familia. Aparte del de la Susi sólo conozco otros dos casos parecidos, y los dos muy recientes: el del francés y su novia, que es del pueblo, y el de la Nieves del Consorcio, que ha conseguido que la preñe el Alien, el hermano mayor del Malacaín... Al menos habrá un par de crios en el pueblo... Es curioso, quizá sea una consecuencia de la endogamia, pero el caso es que la población del Horlá lleva décadas en descenso, ¿se ha fijado en la cantidad de casas abandonadas que hay?
—Sí, y por cierto: yo ando buscando piso, me dijo Madame Bovary que le preguntara a usted...
—¿En serio, va a instalarse definitivamente en el pueblo? Me alegro...,y crea que no lo digo sólo por el güisqui... Si quiere podría hablar con la dueña de mi edificio; es ese de ahí delante, ya sabe... Precisamente el mejor piso de la finca está vacío. Al menos tendría un sitio donde ir si finalmente se decide a beneficiarse a la Heidi, o a Madame Bovary, o a las dos juntas... Sepa que si alguna vez se le acumula el trabajo no tendría más que cruzar el pasillo y llamar a mi puerta, con mucho gusto me haría cargo de lo que a usted le sobrara. Por otro lado tampoco le vendrá mal perder de vista a los sordos del hostal. Dice la Heidi que son brujos. Yo no tengo veleidades esotéricas, figúrese, pero es verdad que siempre me han parecido un poco siniestros. ¿Sabe usted que jamás se los ha visto en otro lugar que no fuera el hostal? Bueno, salvo los días en que se reúne en la calle el pueblo entero: por San Juan, cuando acuden a la hoguera, y en Año Nuevo para comer las uvas delante de la iglesia. La verdad es que no cuesta mucho imaginárselos en pleno aquelarre con la encargada del hostal y el Propietario...
P aprovecha la mención:
—No se le ve mucho por aquí, al Propietario...
—Bueno, por el hostal sí pasa de vez en cuando. Supongo que para organizar alguna orgía ceremonial, me los imagino perfectamente a todos en pelotas, removiendo una olla llena de sapos y hojas de estramonio...
Interviene la Susi, que después de trajinar por la cocina vuelve a estar tras la barra:
—Vaya, qué raro: tú tirando al monte como las cabras.
—Venga Susi, no te hagas tanto la estrecha y ponnos otra ronda, que invita Pedro el Grande...
—Perdona pero todavía nadie te ha invitado a nada, ¿no te queda ni una pizca de vergüenza?
—¿Y de qué vale tener vergüenza?: cuando uno la tiene más le vale que no se le note. Soy un vividor, Susi querida, y un verdadero vividor transgrede siempre la Moral y nunca la Estética. Voilà.
—Ohg, no hablas más que tonterías y payasadas, parece mentira la edad que tienes... Como todas esas cosas que dices de las mujeres. No me extraña que la tuya te dejara.
—A mí tampoco, pero no creo que fuera por lo que yo decía o dejara de decir.
—No: porque en vez de trabajar como Dios manda y cuidarte de tu hijo te gastabas el dinero en güisqui y putas... Porque por mucho que presumas y te pavonees la mayoría de las mujeres te han costado dinero, que nos conocemos...
—Bueno, todas las mujeres cuestan dinero, en especial las honradas. En cuanto a mi hijo, no tengo nada que reprocharme: le di el mejor ejemplo de cómo disfrutar de la vida.
—Sí... —dice con escándalo la Susi, y se vuelve a hablarle a P—: Con él es imposible, siempre quiere tener razón, yo lo oigo hablar y me pongo mala... ¿Tú te crees que es buen ejemplo el de este hombre que nos trata de putas a todas las mujeres? —Ya no se sabe si le habla a P o a Betoven, pero está indignada, gesticula, se palmea un muslo.
—Susi, cariño: es evidente que no hay mayor estímulo para una mujer que el dinero que puede obtener de un hombre. Incluso las parejas más tradicionales se han formado siempre a partir de una mujer que quiere satisfacer sus propios fines de seguridad y reproducción, y un hombre incapaz de resistirse a la invitación sexual de ella. Nosotros pensamos con la bragueta, hasta las feministas están de acuerdo en eso, y ése precisamente es vuestro poder. Nos criticáis por ser como somos, pero, hipócritamente, nunca dejáis de pillarnos por el rabo, como a las lagartijas...
—No seas... Mira: tú no tienes ni idea de lo que quiere una mujer... Ni idea, para que lo sepas. Si un hombre es algo para una mujer es... porque es un hombre de los pies a la cabeza, y sabe estar y sabe hablar y sabe trabajar y dar la cara..., y cuando un hombre es un hombre de verdad una mujer disfruta estando con él..., pero tú: qué quieres que una disfrute contigo, si no tienes ni idea..., ¡ale!, directo al asunto con toda la peste a alcohol..., ¿no? Tú lo que no tienes es respeto, ni decoro, ni...
—Vale, Susi, cariño..., que te está saliendo la formación represiva...
—¿Represiva?: ¿pues sabes lo que te digo?: que ahora no te pongo el güisqui, ni que te inviten ni que no, así sabrás lo que es represivo. —Se va a la cocina y vuelve con una fiambrera que le tiende a P junto con los ajados periódicos del día—: Le he guardado un par de libritos de lomo y un tomate aliñado para que se lo lleve al hostal. Se lo puede comer frío si le da hambre cuando llegue.
Betoven protesta:
—Oye, oye, a ver si me voy a poner celoso, que a mí nunca me preparas el resopón...
—Tú a comer salchicha, ¿no dices que la tienes tan larga?
—Bueno, ésa es demasiado dura para comérsela...
—Ah: pues a tu mujer bien que se la ofrecías...
Betoven abre la boca, pero tarda en salirle algo:
—Touché —dice finalmente.
* * *
Madame Bovary tiene que bajar al valle el sábado por la mañana y le ha pedido a P que la sustituya en la barra hasta que vuelva. Así que P cierra el Pub a las tres de la madrugada del viernes y tiene que volver a las siete de la mañana siguiente.
La prisa por dormir le ha provocado insomnio y apenas ha pegado ojo. Por suerte a primera hora apenas aparecen en el local algunos granjeros a tomar café, y hacia las nueve queda un vacío que llena el carnicero, que a veces deja al Rito o al curita a cargo de la tienda y empieza a beber güisqui de buena mañana.
Hacia las diez se oye el bramido de dos motores, frenazos chirriantes, la estridencia de la música que sale de un viejo Ford Fiesta amarillo que detiene la derrapada justo delante del portón del bar. No son coches conocidos, y tampoco lo son los cinco tipos que entran con mucho barullo, ni la chica que viene colgada del brazo de uno de ellos. Otro, bajito y con cara de malicia, empuña un látigo con el que entra jugueteando y golpeando aquí y allá; es el primero que se acerca a la barra para pedir vodka con Red Bull. Antes de que P pueda hacerse una idea de lo que pasa, los demás ya se han aposentado desordenadamente en dos de las mesas; es evidente que llegan after hours, ríen y piden bebida a voces, parecen borrachos y al mismo tiempo muy excitados por el continuo consumo de cocaína durante la noche. La chica que viene con ellos está extenuada, los párpados se le mantienen apenas a media altura, pero eso no le impide al tipo que se ha sentado a su lado besarla en la boca y magrearle un pecho por debajo del grueso jersey de lana. En conjunto parecen haber tomado el bar para su exclusivo uso y disfrute, como apaches enloquecidos, y el carnicero, que sigue con su güisqui al final de la barra, se gira en el taburete a mirarlos y alterna la mirada con P, a quien parece aconsejarle con un gesto de la mano que simplemente espere a que terminen sus copas cuanto antes y se marchen. Bien. El tipo que besa a la chica se levanta un momento, le pide al más alto y feo la papelina de coca y, sin mayores disimulos, la toma sentado en otra de las mesas. Enseguida su anterior puesto es ocupado por el bajito del látigo, que también magrea a la chica y le da un largo lametón en la cara, lo que provoca en ella el vago gesto de limpiarse sin acertar del todo. La música del coche sigue sonando atronadora, sin duda medio pueblo la está oyendo, y P está cada vez más tenso.
Se acuerda del bate de béisbol que hay escondido tras la barra, entre las dos neveras bajas. En especial le preocupa lo que pase con la chica, a pesar de que parece estar allí de buen grado y no se queja de que la magreen por turnos, probablemente han hecho mucho más que eso durante la noche. Entre tanto, el bajito ha descuidado el látigo a medida que se ha ido concentrando en la chica, y el larguirucho y feo aprovecha para arrebatárselo y salir corriendo a la calle, lo cual da inicio a un juego de persecuciones que los lleva a salir a todos menos a la muchacha. Afuera se persiguen y se pasan el látigo de uno a otro para desesperación del bajito, que escupe y maldice y amenaza a diestro y siniestro. Pero la momentánea tranquilidad adentro, pese al constante retumbar de la música que llega del coche, le da oportunidad al carnicero de hacerle gesto a P para que se acerque.
—No te metas —le dice—. Si te encaras con uno te saltarán todos. Son traidores.
—¿De dónde salen?, ¿los conoces?
—Son la purria del valle, amigos del Malacaín. Los trajo una vez al pueblo y a veces se dan una vuelta por aquí arriba; no es que tengan mucha tendencia, pero como saben que nadie les para los pies... Habrán robado los coches y han subido haciendo carreras, seguro... Tú tranquilo, algún vecino ya habrá llamado a la patrulla.
—Los que tendrían que venir a defender su territorio son los jóvenes del pueblo. ¿Qué pasa hoy?, a estas horas suele haber aquí diez o doce de ellos.
El carnicero sonríe sin ganas:
—No aparecerá ninguno mientras estén éstos aquí, como si se quedan todo el día, ya lo verás. Me jode decirlo, pero he nacido en un pueblo de cobardes. Y además se dice que los protege el Propietario, así que mejor déjalo estar.
P toma un chupito de Jack Daniels para relajarse, y enseguida otro que también bebe de un trago. Afuera, el bajito del látigo ha recuperado su juguete y lo está haciendo chasquear. Se oye ruido de cristales rotos, risas sobre la música enloquecedora, más ruido de cristales rodando por el empedrado. Entra el bajito y dice que se le ha caído el vaso y pide una escoba y otro Red Bull con vodka, pero P imagina lo que pueden hacer con una escoba en la calle y dice que ya sale él a barrer, lo que de paso le da oportunidad de olvidarse de suministrarle más alcohol. De todas maneras, las otras cuatro copas ya servidas han quedado casi intactas en las mesas y al bajito le basta con tomar una de ellas al azar y seguir bebiendo y bailoteando con el látigo en la mano. Ahora parece súbitamente interesado en la voluminosa presencia del carnicero, a quien se acerca y rodea primero por la derecha y luego por la izquierda mientras canturrea «maricón, maricón, maricón». El carnicero lo sigue con la mirada, primero a su derecha, luego a su izquierda, y al final se desentiende, exactamente como un rinoceronte ante la impertinencia de un foxterrier. El foxterrier, quizá en aras de dejar constancia de su superior virilidad, se va hacia donde la chica ha quedado sentada para volver a besarla y tratar de meterle la mano esta vez por dentro de los pantalones, exhibición que inopinadamente resulta interesar al carnicero, a tal extremo que se gira a observarlos desde su taburete como si estuviera en un peep show. A todo esto P ha tomado un tercer chupito y ha salido de la barra con su escoba y su recogedor y afuera se encuentra a los otros cuatro energúmenos tratando de prepararse una raya de coca encima del capó del Ford Fiesta. Hay cristales puntiagudos engastados en el suelo empedrado y P tiene que agacharse para recogerlos cuidando de no cortarse. Su paciencia está al límite, la falta de sueño acrecienta la sensación de pesadilla y la música machacona está terminando de enloquecerlo. Nota una subida de adrenalina, el deseo intenso de salir con el bate de béisbol y darle primero al Ford Fiesta hasta que enmudezca, y luego al primero que pille en todos los dientes. Tratando de calmarse vuelve a entrar en el bar y se va al lavabo. Respira hondo, se estira, se moja la cara con abundante agua fría, se toma unos segundos mirándose al espejo antes de secarse. Seguro que alguien habrá llamado a la patrulla del valle, un poco de paciencia, es sólo una mala mañana, no conviene estropearla aún más. Al salir del lavabo parece que el triángulo erótico-festivo entre el Carnicero, el Enano y la Bella Durmiente ha terminado, pero los otros cuatro incursores vuelven a estar dentro del local y ahora parece que el carnicero sí ha entrado al trapo de las provocaciones: «maricón, maricón, maricón»... De momento se ha levantado del taburete, se yergue en toda su silueta descomunal, se sube los pantalones y dice «A ver: qué queréis, niñatos». P ya no está pensando con normalidad, está excitado, el Jack Daniels ha hecho su efecto y la adrenalina también, de modo que pasa un momento a la cocina, toma uno de los cuchillos charcuteros, fino como un estilete a fuerza de haber sido afilado durante años, y mete la hoja corta en el bolsillo de atrás de los vaqueros, just in case. Luego sale hacia donde el rinoceronte y el foxterrier están a punto de engancharse y comprende que, por grande que sea el carnicero, se le pueden poner feas las cosas si alguno de los energúmenos escapa al primer manotazo. Se apresura, adelanta al rinoceronte y trata de hablarle contenidamente al foxterrier, que es el primero que le queda delante:
—Hey, colegas, vamos a llevarnos bien y a tener un poquito de tranquilidad, ¿no?
El foxterrier, con ese nervio de los bajitos, dice exactamente lo siguiente:
—Tú a mí me vas a comer la plazoleta del capullo, pringao... —y da dos pasos rápidos para situar su frente a cinco centímetros de la nariz de P, justo a punto para soltarle un cabezazo en cualquier momento.