La Nieves le ha servido un güisqui con un solo cubito cubierto de líquido:
—Toma, echa un trago; pero que te dure porque no te voy a servir más.
Se oye la puerta; entra el Rito. Algo en su actitud expresa que le alivia encontrar allí al carnicero. Se llega a la barra, da los buenos días con muy poco entusiasmo, se sienta al lado de P y le pide un cortado a la Nieves. El carnicero ni lo mira, le da vueltas al vaso para que se enfríe el escaso güisqui. Nadie habla durante dos minutos, la Nieves ha empezado a trastear por la barra y finalmente se mete en la cocina. El silencio es bastante incómodo; P sentado entre los dos miembros de la pareja en discordia, se siente obligado a hablar:
—Bueno, me parece que vamos a ser colegas aquí —le dice al Rito.
—Sí, ya me dijo la Nieves que te diría de venir por las mañanas —en realidad parece no interesarle nada el asunto, está muy serio, pero la ruptura del silencio le da el valor necesario para dirigirse al carnicero con ligero tono de reproche:
—Y tú qué haces aquí, bebiendo güisqui nada menos...
—Mira: no me toques más los cojones, eh...
—Tú mismo: si te quieres morir...
—Ojalá, me muriera. A ver si así descansaba en paz.
El Rito está a punto de replicar pero se reprime. Apaga el cigarrillo a medio fumar y apura el café de un trago. «Nieves, que me voy», grita. Ella contesta que vale.
—¿Quién se ha quedado en la tienda? —pregunta el carnicero antes de que el Rito se haya alejado mucho hacia la puerta.
—Quién quieres que se quede: la Favorita.
El carnicero suelta un «ps» y cabecea de indignación. El Rito termina de salir y quedan el carnicero y P solos en la barra.
—Cagüendiós, quién me mandaba a mí...
—Bueno, en todas las casas cuecen habas... —dice P.
—Mira que en mi vida había estado con un tío: ni se me había pasado por la imaginación, te lo juro. Si me metí donde me metí fue porque pensé, mira, una persona de buen corazón que te trata bien. Joder: y ahora es peor que cuando vivía con mi mujer... Si lo sé me tiro del Horlá con coche y todo: total, para no tener ni un poco de cariño...
P tarda unos segundos en decidirse a hablar:
—Yo diría que el Rito sí tiene buen corazón. Y también diría que te tiene cariño.
—Ya... Y el otro es un inmaduro y me necesita. ¿Y yo qué gano con todo eso?
A P se le ocurre una respuesta pero prefiere callarla. El carnicero se mueve entonces en el taburete y atisba para asegurarse de que la Nieves no lo ve desde la cocina, donde se la oye trastear. Se levanta sin hacer ruido, entra en la barra con inesperada agilidad, hace gesto a P para que guarde silencio y se sirve un buen chorro de güisqui, hasta llenar casi a la mitad el vaso de tubo. Luego vuelve al taburete y le da un trago como si bebiera gaseosa. Eso parece reconstituirlo a ojos vista. Suelta un soplido de aire y da otro trago.
—¿Tú te has enamorado alguna vez? —le pregunta a P.
—Eso mismo me preguntó el Rito no hace mucho. Y la Heidi también. Eres el tercero.
—Ya... Y qué..., ¿te has enamorado alguna vez?
—Alguna vez.
—Y yo dos veces. La primera de una mujer, la segunda de un hombre. Y las dos me han salido mal. —Pausa—. ¿Y a ti?
—Lo mismo: siempre mal. De la última no hace mucho.
—¿En la capital?
P decide soltar un poco de lastre. Algo en el cielo encapotado que se ve a través de los ventanales invita a hablar:
—En Nueva York.
El carnicero emite un silbido corto:
—¿Y qué cojones te fuiste a buscar tan lejos?
—Es largo de explicar...
—¿Guapa?
—Eso no era lo importante.
—¿Ah no?, ¿y qué era lo importante?...
P vuelve a pensarlo con detenimiento, jugueteando con el sobre de azúcar, pero no le da tiempo a contestar porque entra San Martín en el bar dándole un sonoro empujón a las puertas vidrieras. Está muy excitado:
—Cagüendiós, que está empezando a nevar...
El vozarrón hace salir a la Nieves de la cocina. «¿En serio?», dice casi al unísono que P, que se levanta del taburete para ir a ver. Ambos caminan hacia las ventanas que dan a la Calle Mayor y San Martín se une a ellos. La Nieves es la primera en llegar, «Es verdad», dice al ver los copos, grandes copos cayendo lentos; «Cagüendiós, claro que es verdad», dice San Martín. Abren la puerta y salen al estrecho balcón corrido, casi atropellándose, con el entusiasmo de los cachorros ante la nieve. Las nubes cubren todo el cielo y parecen estar cayendo a pedazos menudos; los tres sacan la mano más allá del resguardo del alero para detener algunos copos que caen densos, abundantes, dificultando la vista de las fachadas de enfrente y creando la ilusión de que es el espectador el que asciende cielo arriba. Ya se nota ese silencio que acompaña a las nevadas y que parece vaciar los oídos; las voces y risitas de dos campesinas que se han quedado a la puerta de la panadería suenan con una precisión desacostumbrada, exenta de reverberaciones. También el curita ha asomado de la carnicería y se deja nevar la cara que mira al cielo y los brazos extendidos en cruz. Más allá siguiendo los soportales, la Susi ha salido del bar como un ermitaño en busca de caparazón y da vueltas sobre sí misma, haciéndose visera con la mano para que la nieve no le caiga en los ojos. Sube un tractor por la Calle Mayor, es el Malacaín, que al llegar a la altura de la carnicería mueve el brazo como un gaucho que lanzara sus boleadoras. Emite uno de sus gritos de guerra, el curita lo imita y también el Robocop, que ahora aparece unos metros más allá, junto a la Susi, y se levanta los faldones del abrigo para danzar de punta y talón enseñando las piernas desnudas. Las roderas del tractor han quedado bien marcadas negro sobre blanco, pero enseguida se difuminan hasta desaparecer, la nieve seca y fría cuaja con facilidad incluso sobre la barandilla metálica del balcón del Consorcio. San Martín acumula un poco de ella para salpicarles la cara a la Nieves y a P y hasta al carnicero, que no ha querido perderse el milagro y ha salido también al balcón con su vaso de güisqui. «Cagüendiós, ésta va a ser gorda», dice, y se sienta en el banquito que resigue el perímetro de la balconada para descansar las piernas baldadas. Es un momento de gracia, todos tienen ganas de hablar, de tocarse, de felicitarse por estar vivos y ver caer la primera nevada del invierno un año más. La Nieves le toma un brazo a P y con la otra se acaricia el voluminoso vientre como si estuviera acariciando ya la cabeza de su hijo; San Martín, por el otro lado, se ha colgado de su hombro y le da palmadas en el pecho: «Cagüendiós,Yeinsbón, ¿a que en la capital no nieva así? —dice, como si la nevada fuera mérito de los veteranos del pueblo—; carnicero, joder, ríete un poco, que to'r mundo eh güeno...» Ven al Rito subiendo la calle a la carrera, con esa carrera que tiene el Rito, como si llevara zapatos de tacón, «Uh: por-Dios...», mira hacia el balcón antes de entrar en el portal y los de arriba lo saludan a gritos; «Rito, Cagüendiós —dice San Martín riendo—, sube p'arriba, que se te van a helar las pelotillas».
Después de dos días y medio, ha dejado de nevar definitivamente mientras P duerme una larga siesta al amor de la estufa.
Se despierta cuando el renqueo anuncia que está a punto de terminarse la cáscara de avellana del depósito y se levanta a cebarla somnoliento. Pone la radio y prepara café. Suena Luz Casal, y no me importa nada, nada... Toma el café fumando y abriendo contraventanas de habitación en habitación para ver cómo ha quedado el mundo. Afuera la atmósfera es nítida, inmóvil; el Horlá se ha convertido en un monje blanco de cara oscura; todo es quietud y silencio.
La nieve acumulada en el balcón se derrama por la sala cuando P abre la puerta de salida. No tiene pala, sólo puede ayudarse del badil de la basura para hacerse un breve paso hasta la baranda. La temperatura ha estado bajando en picado en las últimas horas; a la luz magenta y cian del atardecer, P no siente frío por el ejercicio que ha hecho con el recogedor, pero las orejas duelen, las manos son torpes, la piel expuesta enrojece a ojos vista. Abajo, la calle es un continuo que no distingue entre calzada y aceras; los coches aparcados se han convertido en bultos rechonchos con ventanillas laterales; la iglesia está semienterrada en los lugares donde el viento ha acumulado más nieve; los focos del campanario humean y manchan de azul el tejado blanco. Suenan completas: la única hora que suena dos veces: veinticuatro interminables campanazos. P consulta su cronómetro de pulsera para comparar con la hora real; hace algunos cálculos mentales, todavía le cuesta aceptar que el campanario siga un ritmo inextricable, irregular y distinto cada día, tan caprichoso como la propia noción humana del tiempo.
La figura negrísima de la gata trepando por los tejados blancos lo distrae de su pasatiempo matemático. Llega maullando, parece que en protesta por la inconsistencia de la nieve bajo sus finas patas que le dificulta brincar como suele. No aparecía por allí desde que empezó a nevar tres días atrás, y P se alegra de verla en buen estado, con las energías intactas y el pelo reluciente y negro. La mira acercarse los últimos metros, caminando por la baranda con mucho tiento, Maaaau, y por primera vez no se espanta cuando P alarga la mano hacia ella: arquea el lomo bajo su palma. «Qué pasa, eh, hace frío, ¿verdad?, adonde vas a estas horas por los tejados...» El animal tiene hambre, maúlla mostrando los agudos colmillos; salta al suelo, entra en el piso, se dirige a la cocina. P la sigue y abre la nevera en busca de algo sólido que un gato pueda comer. Quedan unas rodajas de salami reseco que corta a pedacitos con unas tijeras y deposita en el plato reservado para ella. También hay tres huevos de gallina y se le ocurre prepararle uno en forma de tortilla que luego enfría un poco debajo del grifo. El salami debe de resultar demasiado especiado, le merece a la gata toda clase de precauciones; en cambio devora la tortilla como si fuera una presa viva. También calienta P un poco de leche y antes de servirla le añade una cucharadita de azúcar; glucosa extra para el frío, piensa, no sabe si con buen criterio. Ella bebe con la fruición de siempre, agachada ante el plato, con las orejas bajas y las patitas de delante juntas en una posición muy civilizada, como de señora modosa sujetando su servilleta en el regazo.
Cuando P baja a la calle es ya noche cerrada y el frío va en aumento, se nota en el dolor de orejas que presagia sabañones. En el bar de los soportales el fuego ha ardido durante horas a todo lo que da el hogar. Está muy concurrido, como si hubiera partido de fútbol en la televisión, pero es sólo que medio pueblo ha querido ver al otro medio después de dos días de reclusión. Naturalmente está Betoven, pero también el Robocop, la Heidi, el curita...; incluso el francés, el Rito y San Martín, que deberían estar en el matadero pero han terminado la jornada mucho antes de lo habitual por la casi suspensión de actividades. El ambiente es de euforia, se bebe y se ríe con ganas... Le explican atropelladamente a P que la carretera al valle ha desaparecido, que han quedado aislados, más aislados que de costumbre, y que la nieve se helará y tardará días, hay quien dice que semanas, en desaparecer. Según noticias se espera frío intenso, el francés dice que el termómetro de su furgoneta marcaba ocho bajo cero cuando ha ido a ponerla en marcha para que no se helara el motor; Betoven apuesta a que llegarán más allá de los 15 durante esa misma noche. P se deja llevar; se siente casi bien, casi a gusto, y es casi Navidad, una Navidad de Club Pickwick, con fuego en el hogar y música de los ochenta en la radio, Video killed the radio star... En unos días quizá podrá bajar a la capital, comer algo suculento con el comisario y su mujer, caras familiares, queridas, personas en las que se puede confiar sin fisuras, lo más parecido a volver a casa por Navidad que P conoce. Y quizá también se permitirá salir la noche del 25 y tomar algo sofisticado en alguna coctelería de moda, mejor si está repleta de gente vestida a la última y hay un buen DJ pinchando algo fresco, da igual qué, hip-hop, trance, lo que sea, cualquier cosa menos la Creedence Clearwater Revival o los Rolling Stones.
Por lo pronto decide adelantar un poco sus vacaciones y beber esta noche por puro placer: beber y disfrutar mientras dure esta felicidad a todas luces infantil. Le apetece invitar a una ronda de algo fuerte a los cuatro o cinco que tiene alrededor; luego hay que brindar: «Por los nuevos amigos», dice P, y es entonces cuando entrechocan los vasos con esa rudeza que derrama la bebida y augura salud y buenaventuras. Todo ello da pie para hablar de la última celebración del fin de año, cuando el Boing quebró su copa de champán tratando de brindar contra el cazo del carnicero. San Martín explica que en tal ocasión del fin de año suele reunirse el pueblo en pleno ante el reloj del campanario, con el que naturalmente no se puede contar para que dé las doce cuando debe, de modo que se recurre a la cacerola que el carnicero usa para hervir la sangre de las morcillas y que él mismo golpea doce veces con un cazo, encaramado a uno de los bancos que hay frente a la iglesia y atento a que no falte nadie y se pueda proceder al solemne cacharreo. La estampa rememorada le merece a Betoven el calificativo de «surrealista», si bien reconoce que no mucho más surrealista que la reunión de los sordos del hostal en primera fila, para poder ver los cazazos y no comer las uvas a destiempo. Pero de pronto la Susi anula el volumen de la radio y sube el del televisor. Están dando el parte meteorológico: señal para que todo el mundo, campesinos, granjeros y jóvenes pelos-de-colores, dejen de interesarse por sus ruidosas conversaciones y se vuelvan hacia la pantalla doblemente nevada, por los símbolos del mapa y por la deficiente recepción, más deficiente aún que de costumbre. Es el canal regional y el mapa es de escala bastante pequeña, pero todavía demasiado grande para que San Juan del Horlá pueda ubicarse, apenas se supone la comarca entera bajo un enorme cristal de nieve dibujado en el norte. Ola de frío polar, anuncia el delgadísimo meteorólogo: aire siberiano que cruzará toda Europa en los próximos días y que tarde o temprano los alcanzará a ellos, porque aunque nadie lo diría se hallan en el mismo continente que París, la Ville Lumière, ahora visible en otro mapa general que muestra las mínimas del día en las capitales nacionales: Estocolmo doce bajo cero, Madrid tres, Atenas uno positivo. Inexplicablemente, el anuncio de tantos rigores parece entusiasmar a todo el mundo en el bar, como si, ya puestos a pasar frío, encontraran consuelo en batir récords históricos y tener algo de qué hablar mientras llega la primavera. Pero cuando termina el parte, la Susi activa otra vez la radio justo en mitad del solo de Sultans of Swing y todos vuelven a sus cervezas y a sus conversaciones: toca Mark Knopfler luego cabalgamos. P tiene ganas de participar de las bromas, nota que le vuelve aquel sentido del humor tan suyo, recuperado y vuelto a perder hace ya tantos meses. ¿Siete?, ¿nueve?... era primavera: un petirrojo exhibía sus colores en la Quinta Avenida y todavía había dos torres altísimas plantadas en el Bajo Manhattan. Un recuerdo tan dulcemente amargo casi le estropea la alegría franca y brillante del presente en el bar de los soportales, pero San Martín está inspirado y se le ocurre proponer una porra que ganará quien adivine el contenido de la sempiterna mariconera de Betoven. Las propuestas se suceden entre risotadas: condones caducados, un bote de Viagra... Betoven atrapa su bolso con más decisión que nunca y se niega a dar pista alguna, lo que estimula aún más la sucesión de despropósitos: medio kilo de Goma-Dos por si un mes no le pagan la pensión, un intercomunicador para hablar con su nave espacial...