—Quiero que sepan que todavía puedo follar con un hombre guapo —le pasa a P el porro.
—No me lo creo —se pone el canuto en los labios, aspira, guiña un ojo para evitar el humo, abre mientras tanto las dos latas de cerveza—. Tienes que contarme la verdad, si no puede que me marche a tomar la cerveza al bar y te quedes aquí sola.
—Ahg, eres un gilipollas —dice la Heidi con su particular manera de resultar despreciativa, haciendo una fea mueca con la boca y girando la cabeza para ni mirarlo.
—Oh, perdone usted, señorita Casandra: por lo visto sólo usted puede andar especulando y juzgando a todo el mundo, ¿no es eso?
—Vete a la mierda ya, hijo de puta... ¿Qué te pasa?, ¿no se te levanta la polla? —se ha levantado de la silla bruscamente—, pues cómeme el coño y déjame en paz...
—Si quieres que te deje en paz ya sabes dónde está la puerta. Lo otro queda fuera de tus posibilidades..., bonita.
Ella ha dejado de escuchar, sólo escupe insultos quizá en noruego, recoge su anorak y sale de la habitación. Se oyen sus pasos hasta el recibidor y la puerta al abrirse, pero tarda demasiado en cerrarse y una vez lo hace vuelven a sonar los pasos de vuelta al comedor. Al llegar de regreso se queda un momento apoyada en el quicio:
—OK: ¿no te has enamorado nunca? —Habla seria pero calmada.
P aspira aire y baja la cabeza hasta apoyarla entre las palmas:
—¿Qué os pasa?, ¿estáis todos sincronizados? Es la segunda vez en lo que va de semana que me hacen esa pregunta, y la segunda vez también que me proponen un revolcón así sin más, en frío.
—Ya lo sé: el gilipollas del cura quiere que te lo folles...
—Ah, estupendo: me olvidaba de que aquí todo se sabe... Oye, ¿por una vez no podríamos mantener una conversación normal, con gentilezas, y sobreentendidos, y un poco de tacto?
—Ah, ¿quieres buenas palabras, como el puto francés..., esa mierda de hipocresía...?
—Pues sí, mira: un poco de mierda de hipocresía no estaría mal... Sólo para descansar un rato de preguntas directas y confesiones intempestivas; estoy empezando a saturarme de eso, ¿sabes?
Ni caso:
—¿No ves que me he enamorado de ti, idiota? —ahora ha vuelto a alzar un poco la voz.
—Vale: no quieres caldo: dos tazas —dice P para sí mismo.
—Qué coño dices..., siempre dices cosas raras..., joder, eres un puto gilipollas...
—Oye, haz el favor de tranquilizarte, ¿vale?
—Dame el porro, quiero fumar —P se lo tiende; ella se sienta con el anorak en las rodillas y se alcanza también la lata de cerveza. Tarda un poco en volver a hablar:
—Una vez tuve un novio parecido como tú.
—¿Igual de «puto gilipollas», quieres decir?
—Ahg, cállate un poco y escucha para aprender... Era mi primer novio, en Oslo, se llamaba Sören. Su padre tenía fábrica de grifos para el agua, mucho dinero y bien de familia. Yo era muy guapa, y él era muy guapo, dos buenos vikings altos y rubios. Yo no era de Oslo, era de ciudad pequeña, Algárd, en el país de Rogaland, y yo estaba enamorada, y sólo había hecho sexo con mi novio. Quería casarme con él para tener hijos y todo tradicional, como en un cuento de soñar, OK? —le da un trago a su cerveza, habla rápido—. El verano de estudios antes de que íbamos a casarnos fuimos todos de viaje a América, a California. Eran los sixties, OK?, todos queríamos estar felices con el sol y la playa caliente, y era de moda los Beach Boys... 'round, 'round, get around, I get around... Alquilamos habitaciones en un hotel bonito, en Long Beach, todos los chicos juntos y las chicas juntas como colegiales, así que si un chico y una chica querían hacer el amor iban a la playa. Entonces nosotros decíamos make love, no fuck... Era romántico, no como ahora.
—Ya. ¿Pero...?
—Cállate... —se rellena el vaso de cerveza, saca otro cogollo de marihuana y empieza a desmenuzarlo. Enlentece el ritmo—: Una noche, en el sunset, mi novio y yo fuimos a la playa para hacer el amor. Siempre íbamos detrás de una autocaravan para helados de día: detrás, un poco escondido. Y estábamos así cuando oímos algo alrededor. Unos mexicanos jóvenes. Seis, después pude contar muy bien. Dijeron que siguiéramos así, que querían mirar: OK, don't stop, go ahead. Mi novio se levantó de pie y dijo que se fueran. Uno tenía un cuchillo. Otros fueron por detrás del autocaravan y lo atraparon por la espalda, luego al suelo encima de él y lo golpearon y le ataron una cuerda. «OK», dijo el mexicano con el cuchillo, «si no quieres seguir tú seguiremos nosotros». Yo grité, pero me pegaron, y me pusieron la boca en la arena y me ahogaba. Y después todos me follaron. Y yo tenía mucho dolor pero me ahogaba con la boca llena de arena, y los ojos. Uno me folló dos veces, yo oí cómo decía que iba a repetir, cuando ya me soltaron, pero yo ya no quería moverme ni luchar, estaba como muerta y lloraba de arena en los ojos.
P se ha quedado inmóvil, con una mano agarrando el vaso de cerveza. Ella sigue hablando aún, pero su tono es inaudito: pausado, abatido:
—Cuando ellos se fueron había pasado una hora sólo, pero todo parecía otra vida diferente. Yo no podía desatar a mi novio, y él tenía un golpe feo en la cabeza. Yo no podía casi andar, pero yo salí despacio al Boulevar y mano delante para hacer stop a un coche. Luego vino la policía y una ambulancia para el Hospital... Yo estuve tres días allí, con calmantes. Yo tenía, cómo se dice, nightmares —«pesadillas», dice P—, sí, pesadillas, y... terror. Pero lo mucho peor fue después, cuando volvimos a Oslo y pasaron semanas y meses, y se curaron los golpes, y el psychologist dijo que había que vivir de otro nuevo. ¿Sabes qué pasó entonces?
—Qué...
—Mi novio dijo mejor retrasar un poco la boda. Yo le pregunté por qué y el no sabía decir, sólo que mejor esperar. No miraba los ojos. Tampoco se acercaba a mí como antes. ¿Sabes por qué? Por que ya no quería a la chica sucia —aquí los ojos se le licuan—, no quería en su buena familia a una mujer sucia y humillada. Ni quería besarme: se apartaba la cara, igual cuando tú hiciste el otro día en el Pub...
P no sabe qué decir, así que calla. A ella le cae una lágrima y se la limpia, luego se gira en la silla para no enseñar más que el perfil, pero lo mismo caen otras lágrimas silenciosas y termina por hacerse una máscara con la mano. P se levanta para confortarla, «hey, hey», se acerca a ella, que entonces se levanta y dice «No, déjame». Pero P la ha tomado por los hombros y ella se queda quieta mirando al suelo. P le limpia una lágrima con el pulgar; ella se deja, después adelanta los labios y P hace el resto del camino hasta besarla. Ella ha puesto las dos palmas sobre el pecho de él y durante unos segundos aquél es un beso dulce, cálido, amoroso. Hasta que de pronto ella atrapa con los dientes el labio inferior de él, muerde, se encorva, y lo empuja con todas sus fuerzas sin soltar con los dientes. P sale a trompicones hacia atrás, emite un quejido, se lleva la mano a la boca sangrante que ya le mancha la camisa y gotea en el suelo. Ella tiene ahora la mirada desafiante de siempre y ríe con sus habituales carcajadas desaforadas, siniestras:
—Para ser policía eres un puto imbécil —le dice; recoge su anorak del suelo y pasa junto a él empujándolo; después camina rápido hasta la puerta de salida y ya con ella abierta dice—: La llave del tabaco y media hora en tu casa: eso es todo lo que Casandra quería de ti esta tarde, gilipollas.
Último lunes del comisario en su despacho, antes de la cena de jubilación. Está a punto de salir a la calle cuando suena la línea interior. La atiende de pie.
—Comisario, tengo al teléfono a una tal Susana Ortega, del Ministerio —dice Varela.
—Pásemela.
Enseguida suena una voz joven, amable:
—¿Comisario principal Pujol?
—Sí, yo mismo...
—Perdone, llamo desde el Instituto de Estudios Aplicados en Nueva York...
El comisario no sabe en primera instancia de qué le hablan. Ella lo nota en su silencio:
—Del Ministerio de Exteriores, para relaciones con la Interpol..., soy auxiliar en las oficinas, puedo darle mi identificador si lo necesita.
—Ah, sí... No, no es necesario en principio... Dígame.
—Verá, quería hablar con uno de los inspectores adscritos a su Jefatura, sólo aparece este número de contacto en su ficha. Su identificador es 245/B/987/400012.
El comisario reconoce la terminación 012 de Tomás.
—Sí..., correcto, pertenece a esta Dirección General. Pero no es posible comunicar con él ahora.
Ella parece contrariada:
—Ah... —titubea.
—Está de servicio fuera de la ciudad —dice el comisario—, pero si se trata de un asunto oficial puedo pasarle con el jefe de la Brigada de Homicidios... Es el único que en este momento puede abrir un acceso hasta él.
—No, no es un asunto oficial...
—Y si se trata de algún problema personal urgente también podríamos considerarlo...
—No, tampoco es exactamente urgente..., no creo que... —la muchacha hace una pausa—. Perdone: usted suele tratar con él, ¿verdad?, si no me equivoco creo que me habló de usted...
—¿Lo conoce personalmente?
—Sí..., lo conozco... Somos... amigos.
—Ya... Bueno, la verdad es que no sé cuándo volveré a verlo, y tampoco tengo comunicación telefónica con él. Puede que nos veamos por Navidad, si puede dejar el servicio un par de días..., pero no es seguro.
—De todas maneras, ¿podría darle un recado cuando lo vea la próxima vez?
—Si no es urgente...
—No, no es urgente. Sólo dígale por favor que ha llamado Susana Ortega desde Nueva York. Que me llame cuando pueda. Creo que ya lo tiene, pero de todas maneras le doy mi número en Manhattan y otro de Santander, espero volver a España en las próximas semanas.
El comisario apunta el nombre en letras capitales y los dos números de teléfono que le dicta la muchacha. Al colgar, rasga el pedazo de papel de la libreta, lo dobla y lo guarda en su cartera. Sale del despacho pensando en ese papel y en la imposibilidad de dar el recado inmediatamente.
Distraído olvida pasar por el baño antes de salir a la calle y cuando está llegando al concesionario Audi siente fuertes ganas de orinar. Entra en un bar para aliviarse; es la hora de los desayunos, está concurrido; pide un cortado al camarero y se encamina a los lavabos. La puerta identificada con el dibujo de un señor gordo está cerrada. Prueba en el señalado con una señora igual de gorda y colorada. También ocupado. No le queda más remedio que esperar en el antebaño, apoyado en la pared, apretando las piernas y tratando de pensar en otra cosa que no sea sus ganas de orinar. Ha visto antes esos dibujos de personas gordas, pero no recuerda el nombre del pintor. También hace esculturas de animales rechonchos, por ejemplo un enorme gato de metal que instalaron cerca del puerto. Botero, eso es: como Pedro Botero. Suena un teléfono móvil detrás de la puerta señalada con la señora gorda, una musiquilla de sonido electrónico. Cesa la musiquita y se oye a quienquiera que esté allí adentro, una voz de mujer: «Sí, diga... Hombre, señor Gallardo, esperaba su llamada...». Se identifica el ruido de la mujer manipulando el soporte para el papel higiénico. El comisario se la imagina sentada en la taza, sujetando el teléfono con una mano, probablemente la izquierda, y enjugándose las partes pudendas con la otra. La estampa le da un poco de risa y ha de apretar aún más las piernas para no mearse encima. Sale el joven que ocupaba el lavabo de caballeros y el comisario se apresura a orinar con gran alivio. Piensa qué pasaría si ahora alguien lo llamara por teléfono y otra vez le da un poco de risa. Casi nunca lleva encima el móvil, que de todas maneras no es suyo, como no es suya su pistola ni su placa, tendrá que entregarlo todo en pocos días. Le gustaría conservar al menos la placa, como recuerdo. La pistola en cambio no va a echarla de menos, tampoco la lleva nunca encima. Y quizá le convendría comprar un teléfono móvil..., para el coche nuevo.
Al salir a la barra se da cuenta de que hay otras dos personas hablando por teléfono y una tercera en una de las mesas, tratando de abrir el sobre de azúcar con una sola mano. En realidad le resulta un poco irritante ese uso constante del móvil, quizá porque mantiene a la gente concentrada en algo que sólo ellos pueden oír. Sin embargo también es un aparato útil, piensa el comisario. Se acuerda otra vez de Tomás, que no puede usarlo en el Horlá porque no hay cobertura. De otra forma podría darle ahora mismo el recado de la tal Susana Ortega. Bonita voz. Una amiga... Muy joven, sin duda. Y también podría llamarlo de vez en cuando y saber qué tal le va. El comisario recuerda la conversación que tuvieron en julio, en Calabrava. Mencionó un anillo, un anillo que compró para una mujer. Pero también dijo que era irlandesa, no puede hablar en perfecto castellano y llamarse Susana Ortega... De todas maneras le gustaría poder darle el recado cuanto antes. Tomás dijo que era la primera vez que hacía algo así: comprar un anillo. También él ha regalado un anillo sólo una vez en su vida. Quizá debería ahora regalar otro, a la misma mujer, la ocasión era propicia, estaban a punto de empezar una nueva vida.
Un segundo anillo de pedida. Y quizá también proponerle un viaje, una segunda luna de miel treinta y dos años después. La primera la pasaron recorriendo pueblos del interior en un seiscientos alquilado. Esta segunda podían pasarla en un buen hotel. París, Venecia, algún lugar romántico... ¿Será romántica la ciudad de Nueva York? Recuerda una vieja película en la que una pareja se conoce en un barco y después se citan en lo alto del Empire State, pero ella no llega porque tiene un accidente... En cualquier caso iba a ser difícil convencer a Mercedes para que se subiera a un avión, así que nada de Nueva York, mejor París. Con el Audi que ha encargado en el concesionario pueden plantarse allí sin enterarse, trae climatizador y toda clase de comodidades. También preinstalación de teléfono para hablar sin usar las manos.
De modo que habrá que comprar un teléfono, sin duda.
* * *
No es hasta llegados a Calabrava el lunes cuando el comisario retoma la cadena de pequeñas maquinaciones que inició en la ciudad el viernes, la mañana siguiente de la cena de jubilación.
Después de pasar por el mercado deja a su mujer en la puerta del apartamento para, supuestamente, ir a guardar el Audi nuevo a la plaza de parquing que han alquilado para él en un edificio cercano. Pero en lugar de eso, el comisario conduce hasta el aparcamiento público de la playa y estaciona muy cerca de las barquitas que reposan varadas en la arena. Algo más difícil le resulta el siguiente paso. Poco antes de la hora de comer, aprovechando que su mujer limpia mejillones, se desliza en el vestidor y mete todo lo que le parece oportuno en una bolsa de deporte. Después baja a la calle alegando haber descuidado comprar el periódico y aprovecha para ir a guardar la bolsa de deporte en el maletero del Audi. A cambio de ella, recoge del coche la funda para trajes y la maleta que el viernes sacó de su piso en la ciudad del mismo modo subrepticio. Sube con eso al apartamento y lo guarda en el armario vacío de la que suelen llamar «habitación de invitados» aunque nunca la usa nadie. Su mujer, siempre ocupada en la cocina, ha permanecido ignorante de lo que se cuece a sus espaldas.