Todo es perfectamente absurdo y P tiene una fuerte sensación de irrealidad cuando baja las escaleras hacia la calle.
Afuera el mundo sigue siendo homogéneamente blanco, cualquier cosa situada más allá de tres metros se desdibuja hasta desaparecer. Se oye una tos y voces que pasan bajo los soportales, voces sin cuerpo, flotando en la niebla. Hay que evitar la acera para no resbalar sobre la nieve apelmazada; seguir la calzada palpando coches aparcados, concentrar la mirada para no pasarse de largo la verja del jardincillo. En el momento de abrir la cancela pasa lentamente un coche y P se gira: es el Porsche negro, limpio de nieve, con cadenas en las ruedas. Entrar en el zaguán del primer piso es como salir de una nube y volver a la tierra, aunque el aliento sigue helándose en el interior, y también en el recibidor de casa.
Lo primero que hace P es asomarse al balcón por si la gata ha acudido al oírlo, pero no se la oye maullar, y sólo se ve la misma nada blanca de nieve y niebla. Encender la estufa inmediatamente..., ocuparse de unos cuantos asuntos prácticos para distraerse un poco. Se pone la sudadera y las zapatillas. El saco de cáscara de avellana se vacía al cargar el depósito de la estufa hasta los topes, pero quedan tres o cuatro que ha ido acumulado como reserva en una de las habitaciones. Nota de nuevo la falta de agua corriente al ir a lavarse las manos del tizne de la estufa; todavía con el anorak puesto, va a la cocina a abrir la última garrafa de agua. Bebe un vaso lleno para apaciguar la sed de los cuatro o cinco cortados azucarados que lleva tomados durante la mañana. Quizá sí tiene fiebre, y además nota una molestia en el estómago, quisiera ir de vientre. Se le ocurre llenar una olla con nieve del balcón y derretirla sobre la estufa para tener agua que arrojar al váter.
Se pone a ello: arranca paletadas de nieve ya dura con el badil, la desmenuza para acomodarla en la olla; pone la olla sobre la estufa. Después va a por otro saco de leña a la habitación donde la guarda. Abre la puerta, le da al interruptor, se enciende la bombilla que cuelga del techo: allí donde esperaba encontrar al menos tres sacos de cáscara apoyados contra la pared no hay nada: sólo la pared pintada de rosa fucsia. Es absurdo mirar detrás de la puerta, pero lo hace. Y es absurdo mirar en cualquiera de las otras habitaciones, pero también lo hace. No es mucho más absurdo que conformarse con que hayan desaparecido en el aire tres o cuatro sacos de veinte kilos de cáscara de avellana. La opción más lógica, que alguien haya entrado en el piso y se haya llevado los sacos, no se le ocurre más que después de varios segundos de perplejidad, seguramente porque también resulta perfectamente absurdo que alguien entre en su casa para robarle la leña. Se sirve otro vaso de agua que bebe a tragos largos en el comedor y de pronto se le ocurre pensar si el reventón de la cañería tendrá algo de deliberado. Mientras piensa ve una sombra vacilante saliendo de entre los troquelados de la caja de cerveza que hace las veces de mesita de centro, justo delante de sus pies. Es una araña, negra, del tamaño de la mano de un niño. P queda paralizado por el pánico aracnofóbico; la araña echa a caminar deprisa, cruzando las baldosas en diagonal hasta topar con el zócalo de la pared. Allí se detiene y queda moviendo las patas delanteras alzadas con una parsimonia que a P se le antoja desafiante. El corazón le late con fuerza, nota la efusión de sudor pese al frío, está tratando de respirar profundamente para recuperar el dominio de sí mismo cuando a su espalda, al final del pasillo, oye un ruido leve y apagado, como de zapatillas arrastrándose. Se vuelve a tiempo para distinguir a dos figuras humanas cruzando el recibidor en la penumbra, sin prisa, parece que pasando de una habitación a la de enfrente. No se les ha visto la cara, sólo el perfil a la segunda de las figuras desdibujada por la oscuridad: es un hombre, un anciano en mangas de camisa y pantuflas, suficiente para reconocer a uno de los sordos del hostal. P grita en su dirección, «Eh», y se apresura hacia la habitación donde aparentemente han entrado los dos. En la oscuridad empuja la doble puerta y le da un manotazo al interruptor. No hay nadie dentro. Retrocede hasta quedar en el centro del recibidor, ahora indirectamente iluminado por la luz que sale de la habitación. En esa penumbra clara nota el cambio: la puerta de entrada al piso no está en su sitio sino justo enfrente, en la pared de la derecha. Tiene atornilladas dos placas con mensajes en inglés, uno de ellos aconseja que se dejen las pertenencias de valor en la consigna del hotel, el otro que no se abra a desconocidos sin haber pasado la cadena de seguridad. Absorto, se vuelve sobre sí mismo para mirar el pasillo en dirección a la sala, quizá tratando de descubrir el error de apreciación en que está incurriendo. Su corazón sigue acelerado, siente flojera en las piernas. A lo lejos, procedente del balcón, parece oírse rumor de tráfico, sirenas, una impresión de voces mezcladas y sistemas en funcionamiento. Sabe que no está soñando, la vigilia es demasiado prolija en detalles para confundirse con el sueño, pero comprende que algo le ocurre a su percepción. Camina por el pasillo de vuelta a la sala, pasando entre las otras dos habitaciones abiertas a cuyo interior oscuro no quiere mirar. Entra en la cocina; se dirige a la garrafa de agua mineral que está sobre el mármol. El tapón permanece roscado; con dificultad por la flojera que le afecta también a los brazos, pone el pesado envase boca abajo y observa cómo pierde un hilo de agua, muy cerca del cuello. Vuelve a ponerla del derecho y examina el punto donde la han pinchado. Es un agujero finísimo, con los bordes hacia adentro, como el que dejaría una jeringuilla hipodérmica. Le viene a la cabeza una palabra: estramonio, pero por un momento se pregunta si ese orificio es más verdad que la araña. O que la puerta; ahora no está seguro de si siempre ha estado a la izquierda en el recibidor. La araña por su parte sigue en la sala, junto al zócalo, moviendo las patas delanteras como una bailarina de terciopelo oscuro. P vuelve a tener frío, el tembleque se le ha extendido por todo el cuerpo y le duele el costillar contraído en lucha contra el helor del aire. Mientras se pone el anorak con manos torpes repara en que el sonido de tráfico del exterior ha ido remitiendo en favor de un continuo de sirenas. Y algo más: golpes, rotura de cristales, estallidos... Se acerca a la salida al balcón y abre la puerta.
Confusión de ruidos, noche cerrada; poco más allá de los tejados, la iglesia está en llamas, sus dos gigantescas torres gemelas de acero y cristal se han convertido en antorchas colosales, pero hay que alzar mucho el cuello para ver el incendio, prende muy arriba, a partir de las plantas 60 o 70. Más arriba aún se distinguen diminutas figuras abalanzadas sobre el vacío, aferradas en precario equilibrio a las nervaduras de acero de la estructura. Vuelan papeles en llamas y vidrios reducidos a granizo; cae un cuerpo humano que se estrella contra un banco del jardincillo, al pie de la torre norte; produce un ruido sordo, rebota sobre el respaldo que le parte el espinazo y vuelve inerte al suelo...
P entra en el piso, cierra la puerta del balcón y asegura las contraventanas; el sonido queda inmediatamente amortiguado, es de nuevo un rumor lejano. La araña sigue agazapada en el zócalo. De pronto le parece que huele a pelo hervido, un tufo nauseabundo que procede de la cocina. Pero, ¿cómo sabe él a qué huele el pelo hervido? Se fija en que la puerta de la nevera no está bien cerrada. La abre para mirar adentro y ve algo que no recordaba tener: carne, carne muy bien ordenada en una bandeja de porexpan y algo negro encajado en medio. Mientras lo saca le parece un conejo cortado a cuartos, hasta que reconoce la pelota negra del centro. Se le cae la bandeja al suelo y la pelota rueda un poco entre sus pies. Tiene orejas, dos ojos semiabiertos y opacos, una lengüecilla asomando entre los colmillos, largos bigotes, un mondongo sanguinolento en la base. En el fondo de la bandeja, corridas las letras por la humedad, se lee un mensaje rotulado en letra de palo: EN EL NOMBRE DEL CERDO.
* * *
P quisiera pero no puede beber agua, sólo ha podido sentarse a la mesa camilla de la sala y descansar de la debilidad que lo invade. Desde allí vigila a la araña y evita pensar en la forma en que le habrán dado caza y muerte a la gata. Quiere razonar de manera práctica. Es preciso deshacerse del cadáver del animal, sacarlo de casa, no puede dejarlo esparcido por el suelo de la cocina. Lo mejor será meterlo en una bolsa y echarlo al contenedor de basura de la calle. Sólo que afuera se están cayendo a pedazos las torres de la iglesia. Y que a lo mejor el cadáver despedazado de la gata no es real. Lo primero de todo hay que averiguar qué es real y qué no. Sin duda una parte de él tiene que saberlo. Siempre hay una parte de nosotros que sabe, ¿correcto?, correcto. Mucha sed y boca agria. Podría enjuagársela con güisqui si de verdad hubiera una botella en el armario de la despensa. Vuelve a la cocina y esquiva la carne de gato sobre las baldosas. La botella de güisqui existe, o por lo menos está donde debe. El primer y segundo embuches los escupe en el suelo de la sala; traga el tercero, cuarto y quinto, eso enmascara el olor a pelo hervido que ya se ha extendido por todas partes. La estufa, a punto de apagarse por falta de combustible, renquea; eso significa que ha pasado más de una hora desde que la cargó. Quizá su noción del tiempo está también trastocada. Uno de los sordos del hostal se dirige al baño; es el más delgado de los dos, sonríe al ver a P plantado en medio de la sala. En ese mismo momento suena el timbre de la puerta: brrrb, brrrb, brrrrrrrrrb...
P no hace caso de la advertencia en inglés de pasar la cadena antes de abrir, sabe quién llama y simplemente abre. Mantiene la vista baja y lo primero que ve es la moqueta de tonos naranja del corredor laberíntico del hotel Pennsylvania, y sobre ella unos zapatos de estilo italiano. Más arriba sigue un traje gris claro, camisa Hugo Boss abierta sobre el cuello. Y al final el rostro de T, con barba corta y gorra de cuero negro. Sonríe envuelto en su fragancia de Boucheron:
—Bonito infierno, ¿eh? ¿Puedo pasar?
—Ya estabas dentro.
T cruza el quicio, P cierra la puerta tras él y se queda mirándole las espaldas. Le parecen muy anchas, es un detalle del que no informa el espejo. También le sorprende su estatura, a pesar de que sólo es tan alto como él. Y un aire como de amenaza, quizá el que inspira un leopardo, o un tiburón tigre.
—Ah... un apartamento muy cool —va diciendo mientras pasa hacia la sala—. Y con vistas al World Trade Center en llamas, se nota que te va bien...
—No te he llamado para que te burles.
—¿De quién?, ¿de ti o de mí?
P no contesta. Ha seguido a T hasta la sala; observa cómo se desabotona la americana y se quita la gorra. La lanza haciendo puntería y va a caer sobre el televisor. Después retira un poco una de las dos sillas que rodean la mesa camilla y se sienta cruzando una pierna y sujetándose el tobillo con una mano. Nada en su actitud parece indicar que están a varios grados bajo cero. «¿Podría darle un tiento a esa botella de güisqui que tienes en el armario?», dice. P empieza a moverse para ir por ella. «No: no te molestes, siéntate...», dice T, y luego en voz más alta, como hablándole a alguien que estuviera en la cocina:
—¡Enoch: tráiganos la botella de güisqui, haga el favor!
Enseguida llega el otro de los sordos del hostal, el más regordete y calvo. Deja la botella y dos vasos limpios sobre la mesa.
—Pensaba que eran sordos —le dice P a T.
—Sólo al sonido... Bueno, tú dirás qué quieres de mí. —Empuña el cuello de la botella antes de dar el primer trago a morro. Con la otra mano ha sacado un paquete de Lucky Strike corto del bolsillo de la americana y ofrece un cigarrillo. P lo toma y se sienta frente a él:
—¿Te parece poco lío en el que estoy metido? —dice.
—No está mal: «Policía intoxicado con estramonio alucina estampas dantescas en un pueblo incomunicado por la nieve». —Se acerca la botella, siempre asida por el cuello—. Lo que no veo es qué puedo hacer yo por ti...
—Necesito saber qué es real y qué no. Y sé que tú lo sabes.
T se lo queda mirando. Sonríe. Cambia de posición.
—Creo que la realidad no te gustaría... —dice después de dar el trago.
P no parece haber oído la indirecta negativa, está pensando, pero se le oye igualmente:
—Sobre la araña no estoy seguro... Sé que no es real el incendio de allí afuera: es el 11 de septiembre en Nueva York mezclado con unas pinturas de iglesias en llamas que salen en Rose Mary's Baby. Lo mismo que los brujos cruzando por los pasillos. Pero no estoy seguro de otras cosas. Creo que alguien quiere matarme..., creo que es cierto que alguien está planeando matarme..., quizá ya han salido a por mí. Necesito saber a qué atenerme si he de salir de ésta, y tú puedes ayudarme.
—La semilla del diablo, El club de la lucha... Me parece que has visto demasiadas películas...
—¿El club de la lucha? Esa no la he visto...
—Es igual, de todas maneras no puedo ayudarte... —T se levanta de la silla para ir a curiosear la lámina de Bellini que cuelga en la pared—. Bonita chica de calendario...
—Tú corres tanto peligro como yo... —le dice P.
—No lo creas: yo me defiendo bastante bien... Ya lo sabes...
T da unos pasos y concentra su atención en el suelo. Se agacha para atrapar a la araña, la aprieta en el puño y se la lleva a la boca. Muerde y, con dificultad, haciendo muecas de esfuerzo, desgarra el cuerpo blando que se agita entre sus dientes. Después escupe un trozo al suelo y lanza hacia la mesa lo que le ha quedado en la mano. Cae a los pies de P el abdomen demediado, todavía moviendo tres o cuatro patas que quedan articuladas a él. En un movimiento reflejo, P aplasta con la bota los restos semovientes del animal, sin levantarse de la silla, quizá complacido en la blandura inerte que deja una mancha roja y negruzca sobre las baldosas.
—Eso es —dice T al ver el gesto de P—: destruye a tu enemigo. Pero no sólo a tu enemigo: destruye a todo aquel o a todo aquello que se oponga a tu voluntad; destruye incluso por mero divertimento, para afirmar tu poder sobre el mundo. Y hazlo sin piedad, como proclama Lestat el vampiro: «Dios mata indiscriminadamente; nosotros también».
P ha levantado la bota de los restos de la araña, pero alguna viscera ha quedado encajada en la suela y al arrastrar el pie pinta un arco de sangre sobre el suelo:
—Sabes que no estoy de acuerdo contigo, pero ésa no es la cuestión ahora. La cuestión es que si no me ayudas a orientarme en la realidad quizá moriremos los dos...