—Música de mis tiempos —dice.
—Y de los míos.
El Rito canta desafinando:
—Las estrellas brillan por ti / allá en lo alto... Ay, mis tiempos... ¿Sabes que se supone que esta noche estoy de celebración?
—¿Ah sí?
—Ya ves... Tal noche como hoy hace quince años conocí al Juan: 17 de noviembre de 1986. Yo tenía veinticinco añitos, y él cincuenta y uno. Pero él ya tenía el mismo aspecto de ahora, un poco menos gordo pero igual. Yo en cambio he perdido mucho: a los veinticinco era un bombón.
—¿El Juan...?, ¿lo conozco?
El Rito ríe:
—El carnicero... Parece mentira pero tiene nombre. —Pausa en espera de estímulo para seguir.
—¿Dónde fue eso?
—En Bilches. ¿Conoces Bilches?, es lo más parecido al paraíso, y los tíos se me rifaban... La verdad es que supe sacarle provecho...
—¿Al paraíso o a tu éxito con los tíos?
—A las dos cosas. A los veinticinco ya tenía mucha carrera a la espalda... Empecé a los doce, con un cuñado de mi padre que me enseñó lo que hay que saber. Un tío postizo, digamos. Ahora los denuncian, pero entonces... Además, si me enrollé con él es porque me dio la gana, yo ya tenía los huevos peludos... Eso fue en mi tierra.
—Castellón...
El Rito asiente:
—Pero a los quince ya me había ido de casa y ganaba un dineral haciéndome los cines, o alguna cosita en la playa. Siempre con gente de clase, eso sí. Eso ya fue en Tenerife: allí tuve mi primer apartamento, lo alquilé a nombre de mi jefe de la discoteca porque no tenía la edad... Luego un cliente holandés me habló de Bilches y me fui para allá con él. No es que tuviéramos nada serio, él tenía como setenta años..., pero fue una manera de viajar gratis... Así era yo entonces, hasta que apareció este mostrenco acabado de bajar del pueblo y me enamoré de él como un idiota. —Pausa—. ¿Te has enamorado alguna vez?
—Alguna. De la última no hace mucho.
—Yo sólo una vez en la vida, como en el bolero... El tío postizo fue un profesor, ni siquiera un maestro. Y lo otro eran trabajitos divertidos, me lo llegué a pasar muy bien: fiesta, buena vida, sexo sin compromisos, dinero fácil... Pero lo de éste fue otra cosa... Ya ves..., nada más conocerlo sentí como una pena honda de él, algo que no había sentido nunca por nadie. O no sé: a lo mejor viendo una película... —Pausa—. Perdona si te doy mucho la vara pero es que hoy estoy un poco blando. Y tú sabes escuchar, ladrón. —Se vuelve hacia P y sonríe.
—Me gusta escuchar más que hablar. —Pausa—. ¿Cómo lo conociste?
El Rito hincha el pecho de aire y lo suelta de golpe:
—¿Al Juan?
Las ventanillas laterales están heladas, sólo se ve el exterior a través del parabrisas templado por el aire que arrojan las toberas. La carretera es extraordinariamente estrecha y revirada; el asfalto ha ido emblanqueciendo de escarcha, los árboles iluminados por los faros brillan como abetos navideños. Todo parece estar a punto de congelarse con un crujido seco, pero en el interior la calefacción funciona a pleno rendimiento. Apetece fumar; P saca el paquete de Lucky y el Rito pide un cigarrillo y ofrece su papelina de coca para impregnarlo. P ensaliva dos pitillos y los reboza un poco en el polvo; después los enciende y le pasa uno al conductor. Suena Fernando cuando el Rito empieza a contar su historia:
—Pues yo trabajaba en el Lord Douglas, un bar de ambiente, tipo barra americana... En verano era una locura, pero en invierno sólo solían recalar los ricachones que vivían en Bilches todo el año. Era un lunes, y el otro chico de la barra hacía su turno de fiesta, el mío era el domingo... Bueno, pues a eso de las doce, clong, como en el cuento de la Cenicienta, me veo aparecer a un tiparraco increíble. Te juro que pensé «a este debe de haberlo enviado el dueño a arreglar el desagüe». Pero no: va y se sienta a la barra y me pide un güisqui con hielo. Yo se lo pongo y le doy un poco de palique, como si tal cosa... Formaba parte de las obligaciones del barman, y además siempre me hacía algún extra al cerrar si algún cliente me gustaba... La cuestión: que el tío me mira y me dice «Me llamo Juan», y va y me da la mano... Bueno..., ahí empezó a gustarme de verdad, por la manaza que me tendió como un bobo, y sobre todo por la expresión de los ojos. Triste, muy triste: como un San Bernardo: todavía mira así a veces y te juro que me da un vuelco el corazón —se para y fuma tabaco con cocaína.
—¿Y qué hacía él en Bilches?
—Cayó allí por casualidad, bajando por la costa. No había visto nunca el mar..., ¿te lo puedes creer? No tenía ni idea de nada..., era la primera vez que entraba en un bar de ambiente, y entró sin saber dónde se metía. Me contó que había salido de su pueblo después de una discusión con su mujer y que llevaba dos días conduciendo sin destino. Estuvimos hablando como dos o tres horas... No te lo puedo contar todo, hay cosas que se quedan en aquella conversación, ¿me entiendes?, pero lo que me contó que le había hecho la mala puta de su mujer... Tú debes de saber lo crueles que pueden llegar a ser las tías: las buenas son muy buenas, yo me acuerdo de mi madre y era una santa, pero las malas son más retorcidas que cualquier hombre, maricones incluidos, y mira que he conocido a mariconas malas con los tíos a rabiar. Yo eso nunca, ¿ves?: les daba un meneo, les sacaba unas perras y los dejaba con la sonrisa puesta, punto... En fin, que me encontré con aquel hombretón que tumbaría a una vaca de una bofetada hecho una piltrafa, te lo juro. Llegó un momento que se me puso a llorar y todo..., mira —el Rito se lleva la mano al pecho—: y yo, que estaba con un nudo en la garganta que no podía... —También ahora al recordar está a punto de quebrársele la voz; pasa un ángel, traga saliva, carraspea...
—¿Aún lo quieres? —pregunta P, para llenar el silencio.
—Ya ves... Y eso que al muy puerco me lo encontré un día en la cama con el curita, que es una perra caliente, tal como te lo cuento. Eso sí que no se lo perdono, y además lo metió en casa y el otro se acuesta con él cada vez que le pica. Pero te lo juro que lo he querido más que a nadie en el mundo: ni a mi padre, que era un golfo y un borracho pero lo quise, ni a mi madre, que ya te digo que era una santa, ni a mis hermanas, ni a todos los tíos que he conocido en mi vida juntos. Y mira que una vez me dio una hostia que me saltó el diente que me falta: delante de todo el mundo. No te creas que no me ha hecho pasar lo mío...
—Algo me contó el Betoven...
—Bah, el Betoven sabe de la misa la mitad... La gente se cree que fue porque me vio bailando encima de la barra... Si quieres que te diga la verdad, y esto no se lo cuentes a nadie, y menos al Betoven, yo me acababa de meter en el lavabo del Consorcio con uno... No te voy a decir quién es porque aquí donde me ves me precio de ser un caballero, pero date cuenta que siempre hay más maricones de los que parecen, aquí y en Roma. Y a veces son justo los que más se meten con los maricones, no te doy más pistas... Total, que el Juan me lo pilló rápido, porque tonto desde luego no es. Lo vi que salía del váter un poco después que nosotros y se vino directo a la barra... Yo me había subido encima y estaba bailando como una loca... Bueno, pues me enganchó de la pernera de los pantalones y, cuando toqué, suelo me soltó una hostia que casi me mata. Y suerte que había como veinte tíos en el bar, porque si no lo sujetan entre todos yo creo que me mata, te lo juro. —Pausa.
—No está mal la escena... ¿Y al otro?
—Al otro no le partió la crisma porque es nacido en el pueblo; entre ellos tienen códigos de honor muy raros, y todos son medio parientes... Pero ¿sabes lo que te digo?, que tenía razón de soltarme aquella hostia. Yo creo que en aquel momento fue cuando me di cuenta de que me quería de verdad. Entiéndeme..., no es que sea masoquista ni nada parecido: yo al que me levante la mano le puedo sacar los ojos en un momento dado, ya puede ser el Papa, no te creas, una vez le rayé la cara a un listo con un peine de acero... Pero aquella noche me porté como una puta perra, así mismo te lo digo: lo que había sido toda mi vida, para qué nos vamos a engañar. Le hice daño... Me había traído a su propio pueblo, con un par; pusimos casa, volvió a abrir la carnicería, y delante de su mujer y de sus amigos y de todo el mundo iba conmigo por la calle con la cabeza bien alta, sin esconderse de nadie. Y te estoy hablando de hace quince años, no era como ahora que salen maricones hasta en los cromos. —Pausa larga.
—Bonita historia. Un poco triste...
—Ya ves... Las mejores historias de amor suelen ser las tristes... A veces pienso que si aquella noche en el Consorcio me hubiera cortado un poquito, ahora..., quién sabe. Lo del curita empezó como una venganza, me conozco al Juan y lo sé... Pero así es la vida: uno aprende siempre tarde.
—¿Y no has pensado en marcharte, empezar de cero en otra parte...?, no sé, al menos tener tu propio piso y no tener que aguantar según qué...
—Pse... —el Rito parece pensarlo con mucho detenimiento—: Dinero no me falta, ya ves: entre el matadero, las horas que echo en el Consorcio, y el rincón que tengo en el banco... me podría hacer un chalet en el pueblo si quisiera. Pero no me fío de la perra del cura, cualquier día me dejará colgado al Juan y ese día tengo que estar yo ahí. —Pausa corta—. Mira: ésa es la Estación de Esquí, la coctelería está abajo, ¿ves las luces? No es que sea un local de ambiente ni nada, pero alguna noche subo con la ilusión de pescar algo decente, al menos hay gente educada. El mes pasado conocí a un holandés que me quería llevar de vacaciones a Saint Moritz. Ya ves: lo mío debe de ser viajar con holandeses...
El Rito se ríe enseñando su diente mellado.
* * *
Llaman al timbre de casa. P va a abrir. En la oscuridad del pasillo reconoce a la Heidi con las manos en los bolsillos del anorak:
—¿Tienes las llaves de la máquina de tabaco? —pregunta sin más. P duda, no sabe de qué le están hablando, sólo se le ocurre repetirse la pregunta. Ella aclara:
—La pija del Pub dice que las llaves de la máquina de tabaco no están. Dice que a lo mejor las tienes tú.
P comprende al fin. Piensa un poco: es posible: en el bolsillo del anorak. Termina de abrir la puerta:
—Voy a ver, ¿quieres pasar?
P se dirige a uno de los dormitorios que usa como ropero. Busca en un bolsillo y encuentra un llavín pequeño. Sale de nuevo al recibidor; la puerta ha quedado abierta pero la Heidi ya no está allí, ha seguido hasta el fondo del pasillo y se está quitando el anorak en la sala de estar. P cierra y va a su encuentro:
—Sí que la tengo: ayer abrí para cargar la máquina cuando me marchaba y sin darme cuenta me eché la llave en el bolsillo...
—¿Me invitas a un café? —pregunta la Heidi. P titubea un poco y dice que bueno. Ella anda curioseando. P ha construido un sofá doblando dos colchones de lana en forma de G y cubriéndolos con unas mantas. La mesita ante ellos son dos cajas vacías de cerveza con un tablero encima. También está la mesa camilla con dos sillas, lámparas improvisadas con cartón formando cucuruchos alrededor de las bombillas, dos pilas con los ajados periódicos que la Susi le guarda cada noche y que han ido creciendo hasta la altura de la cintura; la reproducción de la Madonna ante un paisaje de Giovanni Bellini... Lo mejor que puede decirse es que la casa está caliente, la estufa de avellana zumba como el motor de un jet, y quizá también que la luz de las lámparas de papel resulta acogedora.
—La típica casa de un tío —dice la Heidi, que ha llegado en su exploración al quicio de la cocina, donde P carga la cafetera.
—Sí, supongo que la de un cocodrilo sería muy distinta.
—Qué.
—Nada: un chiste malo.
Ella vuelve a desaparecer. Cuando P sale de la cocina se la encuentra curioseando a la puerta del dormitorio de P, junto a la estufa. Incluso ha encendido la luz para ver la cama deshecha y tres periódicos en el suelo.
—Te enseñaría el resto de la casa pero me están pintando la sala de billar...
—Qué.
—Nada, otro chiste malo.
Ella vuelve al comedor, se sienta ante la mesa camilla, saca del bolsillo un plastiquillo de tabaco con un cogollo de marihuana y empieza a deshacerlo sobre el hule, cuidando de separar las semillas.
—¿Qué hace un policía aquí solo todo el día?, ¿hacerse pajas y leer los putos periódicos?
—¿Qué te hace estar tan segura de que soy policía?
—Ah, vamos... Soy Casandra, la adivina, ¿no lo sabías? Nadie me cree, pero yo conozco la verdad.
—OK, Casandra: entonces para qué preguntas...
—Porque no lo sé todo. Sólo algunas cosas que me vienen a la mente. ¿Por qué lees tantos periódicos? —su tono cambia de la impertinencia a la dulzura con sorprendente facilidad.
—No sé... Para ver qué tal le va al mundo sin mí.
—New York, September the 11
th
, isn't it? Eso es lo que te interesa tanto...
—¿Te ha venido a la mente o es una simple suposición?
—¿Qué pasa?, ¿hay alguien a quien conozcas allí?
—Si me disculpas tendremos que interrumpir el interrogatorio porque está saliendo el café. ¿Lo quieres solo, con leche...?
—Da igual, no me gusta el café. ¿Quieres echar un polvo conmigo ahora?
P no se deja dominar por el desconcierto:
—Bueno, sería un placer, pero se iba a derramar todo el café en los fogones...
—Ahg..., termina ya con los putos chistes y siéntate ya... ¿Tienes cerveza?
P apoya las dos manos en el respaldo de la silla y mira a la Heidi a los ojos, sonriendo:
—Sí, creo que cerveza sí me queda: lo que se me está terminando es la paciencia.
—OK, OK, no te enfades: también puedo ser una señorita educada, sólo quiero estar aquí un rato, ¿vale?
P ríe para sí mismo. Va a la cocina, apaga el fuego y coge dos vasos y dos latas de cerveza de la nevera. Vuelve a la mesa hablando:
—Eso tiene un precio —dice.
—Qué cosa.
—El que todo el pueblo crea que hemos estado echando un polvo...
—Ah, no seas tan presumido... Puedo echar un polvo con un puto tío cuando me dé la gana.
—No lo dudo, pero me has elegido a mí. Para echarlo o para aparentarlo, y eso es precisamente lo más curioso. Así que tendrás que pagar lo que yo te pida..., Casandra...
—No sabía que cayeras tan bajo... Pensaba que eras un puto gentleman.
—Estás un poco anticuada respecto al comportamiento de un gentleman, deberías leer más periódicos. De todas maneras el precio es razonable. Bastará con que me expliques por qué quieres que piensen eso, es lo menos que puedo pedir si quieres que te siga el juego.