—Yo diría que la cuestión tampoco es ésa. Sería absurdo: nadie sabe qué es real y qué no lo es, no se pueden hacer mapas de la realidad... Míralo de esta otra manera: es evidente que la araña sólo presentaba problemas porque les tienes pánico a las arañas, OK?, si hubieras visto una mosca te daría igual su realidad. De modo que lo que convendría dilucidar es a qué le tienes miedo: ésa es la cuestión. Y no creo que estés dispuesto a enfrentarte a eso..., es más: hasta puede que acabaras haciendo alguna tontería... «¿No has visto esa otra película, de Alejandro Amenábar, la de los fantasmas que no saben que lo son?»... ¿De qué me suenan estas palabras?... —se acerca de nuevo a la Madonna de Bellini, con las manos a la espalda.
—Ponme a prueba —dice P—. ¿No eras tú el amante de los retos y las pruebas de valor...?
—No, déjalo...
P sabe cómo espolearlo:
—¿Me tienes miedo, es eso es lo que te pasa...?
T ríe.
—Sabes que puedo anularte —sigue P.
T no dice nada.
—Así que me obedecerás...
La respiración de T se detiene en un punto álgido. Ahí se contiene tres segundos. Parece oírsele un ronquido, quizá un rugido breve mientras se gira en un pronto:
—¿Obedecerte? —da dos pasos, se acerca a P que permanece sentado de espaldas. Le pone las dos manos sobre los hombros. Aprieta un poco. Después le rodea el cuello en un abrazo y acerca la cara para hablarle al oído—: ¿De verdad, hermanito, quieres ver quién obedece y quién le tiene miedo a quién?
P no contesta, pero siente un calambre de aprensión en el estómago. T se lo nota y, estimulado por la inseguridad que intuye en el otro, lo suelta y en un movimiento rápido vuelve a ocupar la silla de enfrente. Habla desde allí con tono de maestro de ceremonias, dando tres palmadas:
—Señoras y señores, que empiece el espectáculo.
En ese momento cae la torre norte de la iglesia, la más lejana. Se oye el estruendo, el suelo tiembla; los cristales de las ventanas se rompen al otro lado de los porticones cerrados y la madera se astilla dejando pasar un fino polvo que enturbia el aire. La luz eléctrica vacila y enseguida fenece dejando la sala en oscuridad absoluta, hasta que uno de los sordos aparece por el pasillo portando dos velas en candelabro que deja sobre la mesa, entre los dos contertulios. Los rostros de P y T quedan así iluminados en una penumbra de cemento pulverizado en cuyos confines, al fondo de la sala, empieza a formarse una imagen de límites imprecisos.
* * *
Una sala de espera oscura, alfombrada, puerta cerrada a la izquierda, a la derecha una reproducción de la Madonna ante un paisaje de Bellini. Al frente un viejo escaño de madera. En el escaño un niño sentado, de unos seis años, apoyado muy al borde del asiento. Su rostro se encara a la lámina de Bellini, tiene los ojos cerrados y mueve los labios casi imperceptiblemente. Lleva más de una hora así. Al poco se abre la puerta de la izquierda dejando escapar un haz de luz amarilla y el niño vuelve los ojos ya muy abiertos hacia allí. Una silueta alta cuyo rostro permanece a contraluz se recorta en ella y proyecta una sombra sobre la alfombra. Hace un gesto con la mano para indicarle al niño que entre en el despacho. El niño lo hace deprisa, secándose el sudor de las manos en la bata de escolar. Entra y la puerta vuelve a cerrarse sin ruido, acompañada por la mano huesuda de la silueta.
—¿Por qué me enseñas eso? —pregunta P.
T ríe, guasón:
—Uhhh: soy el Espíritu de las Navidades Pasadas... —Más serio—: Verás: es una cuestión de orden, conviene empezar por el principio. En esos días éramos todavía uno: tú y yo juntos.
—No quiero acordarme...
—Pues ése fue el principio de nuestra enemistad, lo sabes. Ahí aprendiste a olvidarme. Y mientras yo bregaba con aquello y todo lo que vino después, tú podías construir tu fantasía del héroe justiciero y hacerte cazador de psicópatas.
—No he olvidado nada, recuerdo perfectamente.
—Ya... A ver si también recuerdas esto otro.
T señala a la neblina del fondo de la sala, que otra vez refulge y muestra un pedazo de la calle 33 en Manhattan, se ve la base del Empire State al fondo. Un tipo blanco con sudadera se para ante T para pedirle la hora. Intercambian unas palabras, parece que tensas. Enseguida T lo agarra por un brazo, rota sobre sí mismo al estilo de un lanzador de martillo y suelta la presa en el momento justo para que salga trastabillando de espaldas. Luego se acerca y le lanza un crochet a la mandíbula. El tipo, con la cara desencajada, queda en estado de grogui mientras T le quita la sudadera. Luego trata de levantarse como un cervato recién parido, pero apenas ha logrado hincar una rodilla en el suelo cuando recibe una brutal patada de talón que le alcanza el pómulo y le hace emitir un «Oh» profundo antes de caer desmadejado.
—¿Te suena la sudadera? —dice el T sentado en la silla, preguntándole al P sentado en la otra silla, enfrente de él. P se mira la sudadera que lleva en ese momento, con un bolsillo central y las iniciales NY en azul. Está atónito.
—Ése no soy yo —dice.
—¿Ah, no? ¿Y cómo es que tienes esa sensación de déjà vu? ¿Qué prefieres seguir creyendo, que la sudadera apareció de pronto en el armario de la habitación del hotel, tan inexplicablemente como han aparecido esta noche los sordos del hostal?
—Ése no soy yo —repite P.
—OK, puede que ese sea yo. Pero dime entonces quién es ese otro...
T señala de nuevo al fondo de la sala. Ahora se ve una cama estrecha. Sobre ella, T de rodillas, en calzoncillos, forcejeando con una muchacha desnuda cuya cara queda oculta por los cabellos rojizos que le caen a greñas. Ella procura hurtar el rostro y grita, pero T le hunde un mazazo en el vientre que la enmudece de súbito y la obliga a llevarse las manos a la zona agredida. Su cara, que ahora expresa algo a medio camino entre el dolor y el pánico, queda entonces desprotegida y recibe el directo en el tabique nasal que T le lanza. La cabeza golpea en la pared haciendo retumbar toda la diminuta habitación y el cuerpo queda inerte; T lo empuja, cae de la cama y termina en el suelo, con la nariz chorreando sangre y las piernas abiertas en una posición grotesca.
P, sentado en la sala, no puede soportar ver lo que, anticipándolo, sabe que ocurrirá ahora en esa pequeña habitación: no quiere verse a sí mismo violentando el cuerpo maltrecho de la muchacha. Es cierto que tiene sensación de déjà vu, pero es un extraño déjà vu en el que, en efecto, uno puede predecir lo que viene más tarde.
Habla de nuevo T:
—Hermanito: somos unos psicópatas en toda regla, ¿cómo lo ves?
Cae la segunda torre, la del lado sur, más próxima. T frunce el ceño en protesta por el sonido de hecatombe; P apoya las palmas en la mesa tratando de estabilizar la silla sobre el suelo oscilante. Caen objetos de la estantería, el televisor se estrella de pantalla contra el suelo, en la cocina se descuelga el escurreplatos sobre el fregadero de loza.
Pasado el temblor, el aspecto de la sala a la nueva luz es de ruina, el suelo lleno de objetos caídos, el polvo flotando en el aire, denso y grisoso. El frío hiela el aliento y el olor a pelo hervido ha vuelto a dominar sobre el del cemento y cartón quemado.
* * *
Te equivocas —dice P.
—Es posible —dice T, que ha salvado la botella de güisqui del estropicio—. Pero si me equivoco yo también te equivocas tú.
P parece no escucharlo:
—Te equivocas: yo no soy un psicópata, yo tengo alma.
—Oh, «alma», una buena palabra para acompañar a «amor», «felicidad» y «pastel de cerezas»... Desde luego no creo que dieras positivo en la escala de Hare, ya sé que eres justo ese tipo de sensiblero que da 10 dólares a un homeless y regala flores y anillos a las mujeres... Pero hay otros autores además de Hare, por ejemplo puedo recordarte la lista de tarados psicopáticos que enumera Koch: «Las almas impresionables, los sentimentalistas lacrimosos, los soñadores y fantásticos, los huraños, los apocados, los escrupulosos morales, los delicados y susceptibles, los caprichosos, los exaltados, los burlones, los vanidosos y presumidos, los trotacalles y noveleros, los inquietos, los malvados, los estrafalarios, los coleccionistas y los inventores, los genios fracasados y no fracasados...»
—¿Hay alguien que quede fuera de esa lista? —dice P.
—Cualquiera puede tener algún rasgo de psicopatía, ciertamente. Lo significativo, y aquí recurro a Schneider, es que pueda decirse que el individuo a considerar tiene una personalidad y unas formas de vida extrañas, apartadas del término medio. Sobre todo si por ello siente frustración, sufrimiento, y más aún si piensa que ese sufrimiento es o fue producido por otros y por tanto le parece justo que alguien pague por ello. ¿Te dice algo todo eso? ¿No es venganza lo que buscas persiguiendo a criminales? Porque el que los persigue para meterlos en la cárcel eres tú, sin duda, yo me limito a divertirme un rato con ellos cuando tengo ocasión. ¿Y te has dado cuenta de que sólo aparezco cuando bebes?: in vino veritas, hermanito.
—Yo no soy tú... Yo puedo sentir aprecio por alguien, por una gata huérfana, por el comisario, por su mujer...
—Pobre comisario..., nunca sabrá el riesgo que corrió contigo... Pero la verdad es que nos ha sido muy útil tenerlo de nuestra parte: mientras a ti te enseñaba a ser un policía bueno a mi me enseñaba cómo campar impunemente por mis respetos...
P sigue en su idea fija:
—Tú no puedes enamorarte, yo sí... Me enamoré de Suzanne...
—Ah..., Suzanne...: otra Madona de Bellini, ¿cuántas van ya...? —T saca del bolsillo de su americana un estuche de joyería. «Jewell Zoo», dicen las letras grabadas. Lo abre y extrae de él el anillo—. Admito que con ésta te dio un poco más fuerte, pero la pregunta es de qué te enamoraste...
—Me enamoré de una mujer, de una persona, de un ser humano, y eso demuestra que yo también soy humano...
—Yo te diré de qué te enamoraste. Te enamoraste de un rostro vagamente parecido al de un cuadro de Bellini que llevas contigo a todas partes y ante cuya imagen rezabas aterrorizado en la penumbra de una sala de espera. Te enamoraste de una profecía sobre ti mismo que llevas toda la vida empeñado en autocumplir, de un ideal sobre tu propia persona, de la posibilidad de ser otro al margen de mi. Te enamoraste de una vida coherente, redonda, sin cabos sueltos; te enamoraste de una novela de Dickens y de una teleserie lacrimógena con final feliz. De todo eso te enamoraste: no de una mujer de carne y hueso. Y tuvo suerte de escapar con vida: ¿cuánto hubieras tardado en destruirla?..., en lo que a mí respecta tengo una cuenta pendiente con ella, no me gusta que me dejen plantado en lo alto de un rascacielos.
P está un poco aturdido:
—A ella no le hice ningún daño... Me acuerdo de todo...
—¿De todo, todo?... Admito que la asustaste a tiempo de salvar la integridad física. A veces se te escapa un poco la fiera, y después de lo que le contaste sobre el cuadro de Bellini, ir a tu hotel y ver la lámina colgada en la habitación no ayudó mucho a tranquilizarla. Tuvo suerte, sin duda. Aquella chica en Sligo no tanta, ni tampoco la rusita del Kingdom: Tatiana, ¿te acuerdas de que se llamaba Tatiana?
—Yo no soy capaz de matar... No soy un psicópata.
T se ríe.
—Bueno, está bien, no voy a discutir por una palabra: si lo prefieres te acepto que el que mata y todo lo demás soy yo. Eso te sitúa a ti en el papel de psicótico: digamos un esquizofrénico de libro, y entonces el psicópata sin conciencia tal como los describe Hare soy yo. Nada impide que una de las personalidades de un esquizofrénico esté resfriada, ¿no?, luego tampoco hay nada que impida que sea alcohólica, o psicópata, o las dos cosas a la vez: voilà.
—Eso que dices no tiene ningún sentido, es un diagnóstico inventado.
—Bueno, podríamos consultarlo con un psiqui, pero si quieres que te diga la verdad, no creo que tenga mucha importancia el diagnóstico. El hecho es que anidamos el uno en el otro, como Jeckyll y Hide, vamos juntos a todas partes... Yo hago mi vida y mientras tanto tú puedes cazar a tantos psicópatas como quieras... Exceptuándome a mí, naturalmente.
P se está mirando las manos. Las cierra y las abre frotando los dedos, luego se las lleva al estómago y se las seca en el bolsillo central de la sudadera.
—Puedo darte caza a ti también —dice con convicción, sin rastro ahora de miedo en el estómago.
—Bueno, ya salió el héroe..., el reverso, la otra cara de la misma moneda... ¿Sabes qué es lo que deberías hacer en este momento?, ¿no querías que te ayudara a salvar el pellejo? Mira afuera: seguirá estando el Porsche negro frente al hostal, allí lo encontrarás si bajas. «El Señor del Monte Perverso» ha venido a ver cómo acaban contigo, le gustan estas cosas, como a mí... El comisario tuvo la intuición correcta esta vez. ¿Te acuerdas de lo que te explicó del poema? ¿Pero qué es lo que quieres?, ¿salir indemne y además quedar como un buen poli?, muy bien: proponle al amo ponerte a su servicio en lugar del Malacaín y sus amigos del valle. Sabes cómo falsificar pruebas, tu propio testimonio como agente encubierto constituye ya una prueba de cargo, puedes incriminar a ese bobo de los pelos de punta, y además te consta que ellos son los ejecutores en el asunto del matadero, tienes bastantes pruebas de convicción, así que hasta tu remilgada conciencia quedará tranquila. Véndele ese trato al propietario y ponte a su servicio..., de momento, hasta que yo encuentre la manera de librarme de él de un buen mordisco... A poco inteligente que sea te considerará diez veces más valioso que ese aprendiz de chulo que tiene ahora: hazte amigo del jefe de tus enemigos, que él los destruya a ellos y yo me encargaré del resto.
P ha estado escuchando a T con atención y ahora siente un sueño intenso, quisiera dormir, incluso en el helor que ha quedado en la casa desasistida de la estufa. Pero hace el esfuerzo de levantarse de la mesa y dirigirse en busca del anorak.
—Estás loco..., eres un asesino —le dice a T.
—¿Adónde demonios vas ahora?
—No vas a utilizarme más.
T sonríe:
—¿Ves?, ya sabía yo que podías terminar por hacer alguna tontería... ¿Qué genial idea se te ha ocurrido: correr a los brazos de un tipo con barbas que te salve del infierno?, ¿es en eso en lo que confías: en un Edén escatológico?
P está buscando los guantes en el bolsillo del anorak:
—Soy policía. Me hice policía para terminar con gente como tú. Ésa es mi elección.