En Silencio (95 page)

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Authors: Frank Schätzing

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: En Silencio
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Claro que Estados Unidos es también un país magnífico desde muchos puntos de vista. Existe realmente ese país de posibilidades ilimitadas, que ofrece al individuo opciones inimaginables para desplegar su individualidad. Esa América es una historia única de libertades y éxitos, mientras que la otra, por el contrario, viola diariamente los derechos humanos al aplicar la justicia, un país en el que se ejecuta a menores de edad y a enfermos mentales, en el que treinta millones de personas tienen que contratar servicios de seguridad privados y un millón y medio vegeta tras las rejas. Un país que gasta más fondos en cárceles que en universidades, y en el que el Ku Kux Klan está viviendo un renacimiento sin parangón.

Y otra cosa hay que admitir: en apenas ninguna otra parte del mundo se hacen llamamientos tan convincentes a la tolerancia y la igualdad como en Estados Unidos, ni se le han otorgado tantas oportunidades al progreso. En paralelo, los reaccionarios miran hacia el pasado de los «padres fundadores», crecen los neuróticos sexuales ultracastos y los racistas motivados por sentimientos religiosos. Ganan terreno allí los autodenominados cristianos, gente sin amor alguno por el prójimo, que predica su fe, si es necesario, con ayuda de la violencia. Son éstos unos intolerantes guardianes de la moral que están dispuestos a todo y añoran el regreso de ciertas normas medievales. El país más libre del mundo no queda en nada a la zaga del fundamentalismo islamista cuando se echa un vistazo a su escena ultraconservadora.

En ese país no puede gobernar ningún presidente que, de algún modo, les haga justicia a todos. Hasta hoy, todos los presidentes estadounidenses han sido víctimas de la animadversión, la burla, el desdén, ya que en Estados Unidos es imposible emprender una dirección que le parezca aceptable a todo el mundo. Da igual lo que diga el presidente, siempre tendrá a una parte del pueblo en su contra. Lincoln, McKinley y Kennedy no sobrevivieron a ello; Roosevelt y Reagan estuvieron a punto de no conseguirlo, y hasta el propio Gerald Ford iba a ser asesinado, a pesar de que se trataba realmente de un hombre inofensivo.

Y de pronto llegó Bill Clinton. Llegó como el abanderado de la esperanza en una Norteamérica nueva, más abierta al mundo. Menos puritano que sus antecesores, orientado a la paz, al desarme y al entendimiento, amigo de los grupos marginales, idealista y joven. Clinton trajo sensualidad y diversión a la política. La campaña electoral se libró con su saxofón. Clinton llegó y sumió en el desorden a los reaccionarios. Un mundo poderoso. Un
lobby.

La tomó con la industria armamentista, y esa industria es ultraconservadora, sólo puede ser así. Ella representa en Estados Unidos un pilar sobre el cual descansa una gran parte del bienestar estadounidense. Los contribuyentes norteamericanos invirtieron seis mil millones de dólares en el rearme nuclear. Hasta el día de hoy, ese paliativo del miedo ha costado un total de casi veinte mil millones de dólares; es comprensible, por lo tanto, que la industria armamentista le tuviera tanto cariño a la Guerra Fría. Pero Clinton quería poner fin a la Guerra Fría.

También el
lobby
de las armas se enfureció. ¿Cómo podía pretender Clinton prohibir la venta pública de armas de fuego? ¿Cómo iba a quitarle al abuelo su pequeña e inofensiva ametralladora, de modo que los nietos ya no pudieran tener la valiosa experiencia pedagógica de aprender a disparar, teniendo al país entero lleno de negros, judíos, comunistas y pacifistas? Ese presidente debía de ser comunista. ¡O pacifista!

Hasta ahora, hemos echado un vistazo a la fracción oficial y legal, ésa que, simple y llanamente, tiene una opinión distinta a los demócratas. Estos rivales de Clinton son personas de la vida pública que formulan a la luz del día sus intereses políticos y económicos. Sus pretensiones -lo quieran o no- se basan en un amplio movimiento de carácter extremista que está situado mucho más a la derecha de lo que podamos imaginar en Europa. Ahí se encuentran los suprematistas dispuestos a la violencia, los sediciosos, antisemitas y racistas llamados
christian patriots,
con un total de ochocientas milicias enemigas del gobierno que rechazan cualquier legislación para controlar las armas, que divulgan distintas teorías conspirativas y acusan a Clinton de querer desarmar a los norteamericanos para permitir la libre entrada al país de rusos y chinos. En fin, se trata de la extrema derecha. Basta echar un vistazo en internet. La llamada Milicia de Michigan, por ejemplo, nos cuenta en su página web lo que Clinton se trae entre manos. Aplastar a la oposición con la ayuda de las hordas comunistas, el armamento ruso y las bandas de latinos. Contra eso, ellos se dedican a preparar la rebelión. Sus teorías son algo más que ridiculas; no obstante, cuentan con doce mil miembros, ¡y pueden echar mano a sumas de dinero muy cuantiosas! Se estima que la extrema derecha cuenta con un total de dos millones de miembros, y tiene en la sociedad norteamericana un arraigo tan profundo como Le Pen o Schirinowski en Europa, y mucho más que los cabezas rapadas en Alemania.

Todo eso incluye la Norteamérica republicana en su código de costumbres, y lo hace con un encogimiento de hombros; sin embargo, debido a un simple incidente de faldas ocurrido en el Despacho Oval, crucifican a un presidente que por lo menos ha intentado suprimir cierta precariedad social. Eso sólo es posible en un país en el que las corrientes sociales se han ido sucediendo a una velocidad de vértigo; un país que no ha tenido tiempo de encontrar una identidad nacional; un país, además, en el que la superficie parece moderada, mientras que, debajo de esa superficie, se desatan conflictos cada vez peores y en el que son precisamente los guardianes de la virtud los que pisotean toda moral y toda ética, porque temen convertirse en víctimas de la modernización y de una nueva forma de pensar.

Clinton es un símbolo, eso hay que entenderlo así. No se trata tanto de su persona, sino de su función, de lo que él representa. Él encarna esa lucha entre progreso y retroceso que se da en Estados Unidos, un país escindido. Los métodos se han vuelto cada vez más inescrupulosos en los últimos años, y todos han participado en ello con entusiasmo. Y con resultados perturbadores. El hecho de que Clinton estuviese al borde del abismo, se debió, por ejemplo, a los medios de comunicación. Paradójicamente fue el medio más moderno, internet, el que más favoreció esa cacería de brujas de corte medieval. Probablemente, a los responsables de los medios les salieron bien sus cálculos: a menos que se sustraigan de los beneficios ciertas demandas potenciales por reparación de daños. Si la cuenta de resultados arroja un balance mayor que cero, se habrá puesto en marcha, sin escrúpulo alguno, un tipo de periodismo basado en una pésima investigación, deplorable desde el punto de vista moral, pero espectacular. Por otra parte, los medios fueron también los que salvaron a Clinton. ¿Desconcertante? Pues no lo es en un universo mediático como el nuestro. Al final, el presidente y los medios se parecían mucho más de lo que podía gustarles a ambos. Los dos sacrificaron su reputación moral.

Lo mismo vale para otras fuerzas públicas. Por eso, el FBI hizo visibles de nuevo, gracias a expertos en informática, las cartas de amor redactadas por Monica Lewinsky que estaban dirigidas a Clinton; cartas que nunca fueron enviadas y que la propia autora había borrado del ordenador. «Ahora bien, todo eso, ¿para demostrar qué?», se pregunta uno. ¿Acaso los valores de una sociedad sólo pueden defenderse sobrepasando ciertos límites? ¿Quién o qué debía quedar dañado con esto? ¿El presidente? ¿La democracia? ¿La libertad del individuo?

En efecto, la tendencia es sospechosa. En el caso Watergate, que involucró al presidente Nixon, tanto los políticos como los medios se mostraron mucho más discretos. Nixon jamás fue tan demonizado como Clinton, jamás fue puesto al desnudo de ese modo ante la opinión pública. Pero los tiempos han cambiado.

Otro ejemplo. Cualquiera sabía que Roosevelt tenía un impedimento físico, pero la gente miraba más allá de ese hecho. Se preservaba la decencia, y también los medios lo hacían, ya que estos últimos jamás hablaban de su minusvalía. No había imágenes del presidente con muletas o en silla de ruedas. Ninguna censura lo había prohibido, pero todos eran de la opinión que se trataba de una cuestión de integridad, no de otra cosa. A Clinton, en cambio, le miraron la bragueta, y sus inquisidores, con sus consignas moralizadoras, se regodearon públicamente en el hecho de que el presidente tuviera un pene torcido. Hasta aquí, estos comentarios sobre el estilo de las confrontaciones políticas actuales.

A pesar de todo, los reaccionarios han perdido hasta este momento sus batallas. Quizá porque, en su odio y su ceguera, pasaron por alto que con la publicación del informe de Kenneth Starr habían traspasado una frontera invisible que, ciertamente, les aseguraba el interés de la población, pero que, al mismo tiempo, conllevaba su propio rechazo. Por eso perdieron. No obstante, no podemos dejar de reconocer que en este caso se está abriendo paso una nueva tendencia anticivilizada que amenaza con determinar las confrontaciones políticas del futuro.

También Europa se ve afectada por los amagos de esa misma tendencia. Si los representantes de la derecha se unen con los fundamentalistas religiosos, tendremos mañana el caso Lewinsky en Alemania con todas sus consecuencias fatales.

SOBRE LA DETENCIÓN DE LA LUZ

No fue el profesor Liam O'Connor el que consiguió detener la luz, sino el físico muniqués Achim Wixforth.

La luz posee algunas cualidades bastante interesantes para la transmisión de datos. Por un lado, los fotones (las partículas de la luz) son virtuales, es decir, incorpóreos; por otro lado, la luz viaja a una velocidad de 300.000 kilómetros por segundo. Eso quiere decir que, por medio de los impulsos de luz, se pueden transmitir cantidades enormes de datos a una velocidad de vértigo. Por tal razón, cada día se instalan bajo tierra infinidad de kilómetros de cables de fibra óptica, destinados a unir las redes de datos del futuro.

Pero la velocidad constituye al mismo tiempo un problema. Para hacer más lentos los impulsos de luz -o, para decirlo con mayor exactitud: para lograr que lleguen con cierto retraso-, los técnicos, actualmente, tienen que conectar infinidad de cables de fibra óptica enrollados en bobinas. Tienen que enviar la luz a través de un atajo a fin de ganar una millonésima de segundo.

Si se pudiera hacer más lenta y acelerar la luz al antojo de cada cual, se abrirían posibilidades insospechadas, incluso la de los ordenadores ópticos, los cuales podrían procesar cantidades enormes de datos a velocidades que no puede alcanzar ningún ordenador común y corriente.

El grupo de investigación reunido en torno a Achim Wixforth ha conseguido atraer la luz a una trampa. El aparato utilizado por Wixforth para detener la luz es un cristal de unos pocos milímetros de tamaño. A esos cristales se los denomina «pozos quánticos». Están formados por varios enlaces de arseniuro de galio y, en realidad, no constituyen nada especial. Se los encuentra formando la base de muchos componentes utilizados en la fabricación de los semiconductores, como, por ejemplo, en los láseres de los reproductores de CD.

Cuando se envía la luz hacia uno de los cristales, surgen dentro de él cargas positivas y negativas que se destruyen mutuamente y generan, a su vez, un rayo de luz. Dicho de un modo más sencillo: la luz corre por el cristal a la velocidad habitual. Simultáneamente al haz de luz, Wixforth envió al cristal un sonido. Las ondas sonoras son diminutas, sólo alcanzan una altura de una millonésima de milímetro, pero debemos imaginarnos todo esto en el ámbito de las nanoestructuras. En ese caso, el efecto se presenta de un modo muy distinto. Surge en el cristal un terremoto en toda regla. Uno puede imaginar también que sucede lo mismo que sobre la superficie de un océano muy movido, con olas inmensas que chocan unas contra otras. Esas olas obligan a la luz a surfear por su superficie, hacia arriba y hacia abajo.

Comparado con la velocidad de la luz, los impulsos de luz ahora frenados se mueven a un ritmo reptante. En el tiempo que un rayo de luz necesita normalmente para recorrer un kilómetro, los haces de luces que hacen surf consiguen recorrer un centímetro.

Wixforth pretende seguir desarrollando este sistema, y el efecto de ello podría ser verdaderamente revolucionario. Cuanto mejor se consiga domesticar la luz mediante ondas sonoras encauzadas, mayores podrían ser las capacidades de almacenamiento de datos. Un cristal que retenga un haz de luz durante un segundo, ya que las ondas sonoras obligan a los haces de luz a avanzar en círculos, sería un resultado fantástico. En todo caso, impediría que la luz recorra en ese tiempo 300.000 kilómetros.

Por desgracia, Wixforth no ha conseguido hasta hoy que se les preste a sus investigaciones la atención que merecen. Es cierto que este científico ha recibido infinidad de prestigiosos premios, pero los laureles no son moneda contante y sonante, y hasta ahora no ha recibido ningún apoyo financiero para continuar desarrollando la detención de la luz. Ése es el dilema de la investigación científica. Cuanto más dependiente es de los fondos patrocinados por los grandes consorcios, menos innovadora puede ser. Procesos que se encuentran incluso a muy pocos años de su aplicación práctica, apenas tienen oportunidades de recibir financiación. Y es que la industria se interesa, en primer lugar, por lo que está libre en el mercado: componentes de fabricación, según plantea Wixforth, «para los cuales sólo sea necesario pensar en el color de la caja».

SOBRE EL WHISKY

Liam O'Connor no sería quien es sin su adorado whisky, una bebida que estima por encima de todas las demás cosas. Sin la fuerza que ese líquido le proporciona, el doctor O'Connor no hubiese podido seguirle la pista tan fácilmente al comando de Jana. Por supuesto que es difícil que la mayoría de los lectores de este libro se hayan puesto a cavilar sobre la variedad de marcas de whisky mencionadas en él, pero de todos modos tengo que añadir que todavía existen otros varios centenares.

Por todas esas razones, el último apartado del libro estará dedicado a esos destilados.

Ante todo, debo apuntar que la forma de escribir whisky es una concesión que asumí para no sacar de quicio a mi editora. Kika y Liam beben en una secuencia arbitraria tanto destilados irlandeses como escoceses (lo único que desprecian es el bourbon, como suelo hacer yo mismo). Ahora bien, en irlandés, whisky se escribe con una «e» adicional,
whiskey.
De vez en cuando se utiliza también la denominación
uisge beatha
(algunos eliminan la segunda «a»), una expresión gaélica que se pronuncia
«ischke baha»
y también puede escribirse como
usque-baugh.
De un modo o de otro, la traducción es «agua de vida». Y como si eso no bastara, es preciso diferenciar entre el
Hended whisk(e)y
y el
single malt whisk(e)y,
los whiskies destilados dos y tres veces, entre el whisky escocés y el
whiskey
irlandés, entre los
lowland
y los
highland malts,
los
islay
y los
speyside malts,
que tienen todos diferentes años y se envasan en todo tipo de barriles, desde el llamado Oloroso Sherry hasta el barril de vino de Oporto. Y esto no sería más que el comienzo, ¿de acuerdo?

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