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Authors: Dan Simmons

Tags: #Los cantos de Hyperion 3

Endymion (51 page)

BOOK: Endymion
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El duodécimo día caminé por el corredor hasta el lavabo. Ésa fue una gran victoria. El decimotercer día, la energía se cortó en toda la ciudad.

Los generadores de emergencia del hospital se activaron, pero supimos que nuestra permanencia allí era limitada.

—Ojalá pudiéramos llevar al autocirujano —comenté esa última noche mientras mirábamos las umbrías avenidas desde la terraza del noveno piso.

—Cabría en la balsa —dijo A. Bettik—, pero el cable sería un problema.

—En serio —dije, tratando de no hablar como el paciente paranoico y desmoralizado que era entonces—, debemos revisar las farmacias por si encontramos algo que necesitemos.

—Hecho —dijo Aenea—. Tres paks médicos nuevos y mejorados. Un estuche de ampollas de plasma. Un diagnosticador portátil. Ultramorfina... pero no pidas, porque hoy no te daré.

Extendí la mano izquierda.

—¿Ves esto? Dejó de temblar sólo esta tarde. Pronto dejaré de pedírtela.

Aenea asintió. En el cielo, nubes plumosas resplandecían con la luz del atardecer.

—¿Cuánto crees que resistirán estos generadores? —le pregunté al androide. El hospital era uno de los pocos edificios de la ciudad que aún estaba iluminado.

—Unas semanas, quizá. La retícula energética se ha estado reparando durante meses, pero es un planeta inhóspito. Habrás visto esas tormentas de polvo que soplan desde el desierto todas las mañanas. Aunque la tecnología es avanzada por tratarse de un mundo que no pertenece a Pax, el lugar necesita humanos que lo mantengan.

—La entropía es un fastidio —dije.

—No creas —dijo Aenea, apoyada en el parapeto de la terraza—. La entropía puede ser nuestra amiga.

—¿Cuándo?

Dio media vuelta y se apoyó sobre los codos. El edificio que había a sus espaldas era un rectángulo oscuro que destacaba el fulgor de su tez tostada.

—Derrumba imperios. Y liquida despotismos.

—Esa frase es difícil de decir deprisa. ¿De qué despotismos estamos hablando?

Aenea hizo ese ademán despectivo, y por un instante pensé que no hablaría, pero al fin dijo:

—Los hunos, los escitas, los visigodos, los ostrogodos, los egipcios, los macedonios, los romanos y los asirios.

—Sí, pero...

—Los ávaros, el Wei del norte —continuó—, los mamelucos, los persas, los árabes, los abbasíes y los selyúcidas.

—De acuerdo, pero no entiendo.

—Los kurdos y los gaznawíes —continuó con una sonrisa—. Por no mencionar a los mongoles, los Sui, los Tang, los cruzados, los cosacos, los prusianos, los nazis, los soviéticos, los japoneses, los javaneses, los nordamericanos, los granchinos, los columperuanos y los nacionalistas antárticos.

Alcé una mano. Aenea calló. Mirando a A. Bettik, dije:

—Ni siquiera conozco esos planetas. ¿Tú sí?

—Creo que todos se relacionan con Vieja Tierra, M. Endymion —respondió el androide.

—Válgame.

—Creo que «válgame» es la expresión correcta en este contexto —señaló A. Bettik con voz inexpresiva. Miré a la niña.

—¿Conque éste es nuestro plan para derrocar a Pax, como pidió el poeta? ¿Ocultarnos en alguna parte y esperar a que la entropía surta efecto?

Aenea se volvió a cruzar de brazos.

—Claro que no. Normalmente habría sido un buen plan. Ocultarse unos milenios y dejar que el tiempo siga su curso... pero esos malditos cruciformes complican la ecuación.

—¿En qué sentido? —pregunté con seriedad.

—Aunque quisiéramos derrocar a Pax... cosa que yo no quiero, dicho sea de paso. Ése es tu trabajo. Pero aunque quisiéramos, la entropía ya no está de nuestra parte con ese parásito que vuelve a la gente casi inmortal.

—Casi inmortal —murmuré—. Admito que cuando me estaba muriendo pensé en el cruciforme. Habría sido mucho más fácil... y mucho menos doloroso que la cirugía y la recuperación. Morir y dejar que esa cosa me resucitara.

Aenea me estaba mirando.

—Por eso este planeta tenía la mejor atención médica, dentro o fuera de Pax.

—¿Por qué? —pregunté. Aún estaba aturdido por los medicamentos y la fatiga.

—Eran... son... judíos —murmuró la niña—. Muy pocos aceptaron la cruz. Sólo tenían una oportunidad en la vida.

Nos quedamos un rato en silencio mientras las sombras llenaban las calles de Nueva Jerusalén y el hospital continuaba con vida eléctrica mientras aún podía.

A la mañana siguiente llegué caminando hasta el viejo vehículo que me había llevado al hospital trece días antes, y —sentado en la caja trasera, donde me habían puesto un jergón— di órdenes de encontrar una armería.

Al cabo de una hora de dar vueltas, resultó evidente que no había armerías en Nueva Jerusalén.

—De acuerdo —dije—. Una central de policía.

Había varias. Al entrar en la primera que encontramos, rehusando el ofrecimiento de la niña y del androide de actuar como muletas, pronto descubrí hasta qué punto una sociedad pacífica prescindía de las armas. No había armarios con armamento, ni siquiera rifles antidisturbios o paralizadores.

—Supongo que Hebrón no tendría ejército ni Guardia Interna.

—Creo que no —repuso A. Bettik—. Hasta la incursión éxter de hace tres años estándar, no había enemigos humanos ni animales peligrosos en el planeta.

Seguí inspeccionando de mal humor. Al fin, al abrir una gaveta con triple llave en el escritorio de un jefe de policía, encontré algo.

—Una Steiner-Ginn, creo —dijo el androide—. Una pistola que dispara rayos de plasma de carga reducida.

—Sé lo que es —respondí. Había dos cargadores en la gaveta. Eso representaba sesenta disparos. Salí, apunté el arma hacia una ladera distante y apreté el gatillo. La pistola carraspeó y un relámpago diminuto estalló en la ladera—. Bien —dije, guardándome la vieja arma en la funda vacía. Había temido que fuera un arma con signatura, que sólo podía ser usada por su dueño. La moda de esas armas iba y venía con los siglos.

—Tenemos la pistola de dardos en la balsa —dijo A. Bettik.

Sacudí la cabeza. No quería saber nada con esas armas por un buen tiempo.

A. Bettik y Aenea habían acopiado agua y alimentos mientras yo me recobraba, y cuando regresé al muelle del canal y miré nuestra balsa reaprovisionada y modificada, pude ver las nuevas cajas.

—Una pregunta. ¿Por qué continuamos con esta pila de troncos flotantes cuando hay tantas embarcaciones amarradas aquí? O podríamos coger un VEM y viajar con aire acondicionado.

La niña y el hombre de tez azul se miraron.

—Votamos mientras te recobrabas —dijo ella—. Seguimos con la balsa.

—¿Yo no voto? —rezongué. Había querido fingir furia, pero no era fingida.

—Claro —dijo la niña, de pie en el muelle, las piernas separadas y los brazos en jarras—. Vota.

—Voto por conseguir un VEM y viajar cómodamente —dije, oyendo con disgusto mi tono petulante—. O incluso en uno de estos barcos. Voto por deshacernos de estos troncos.

—Voto registrado. A. Bettik y yo votamos por conservar la balsa. No se quedará sin energía, y flota. Uno de estos barcos habría aparecido en el radar de Mare Infinitus, un VEM no podría haber atravesado ciertos mundos. Dos votos por la balsa, uno en contra. La conservamos.

—¿Quién dijo que esto era una democracia? —pregunté, tentado de darle una zurra a esa niña.

—¿Quién dijo que era otra cosa? —dijo la niña.

A. Bettik se quedó en el borde del muelle tanteando una soga, con esa expresión que pone la mayoría de la gente cuando hay una riña entre miembros de otra familia. Usaba una túnica holgada y pantalones cortos y abombados de lino amarillo. Tenía un sombrero amarillo en la cabeza.

Aenea subió a la balsa y soltó el amarre de popa.

—Si quieres un barco, un VEM o incluso un sillón flotante, cógelo, Raul. A. Bettik y yo iremos en esto.

Eché a andar hacia un esquife amarrado al muelle.

—Espera —dije, girando sobre mi pierna fuerte—. El teleyector no funcionará si intento atravesarlo solo.

—Exacto —dijo la niña. A. Bettik había abordado la balsa, y ella aflojó la cuerda de proa. El canal era aquí mucho más ancho que en el acueducto de cemento: treinta metros de anchura al atravesar Nueva Jerusalén.

A. Bettik empuñó el timón mientras la niña cogía una de las pértigas más largas y empujaba la balsa.

—¡Espera! ¡Maldición, espera!

Corrí a trompicones por el muelle, salté el metro que me separaba de la balsa, aterricé sobre mi pierna mala y tuve que aferrarme con el brazo bueno para no caer rodando en la microtienda.

Aenea me ofreció su mano, pero la desprecié mientras me incorporaba.

—Diantre, eres una mocosa terca.

—Mira quién habla —dijo la niña, y fue a sentarse al frente de la balsa mientras nos internábamos en la corriente central.

Fuera de la sombra de los edificios, el sol de Hebrón era aún más feroz. Me puse el viejo tricornio para guarecerme y me acerqué a A. Bettik.

—Me imagino que estás de parte de ella —dije mientras nos internábamos en el desierto y el río se angostaba nuevamente.

—Soy neutral, M. Endymion.

—¡Ja! Votaste para quedarte en la balsa.

—Hasta ahora nos ha servido bien —dijo el androide, retrocediendo mientras yo me acercaba para empuñar el remo.

Miré las nuevas cajas de provisiones apiladas a la sombra de la tienda, la losa con su cubo calefactor, sus cacharros, la escopeta y el rifle de plasma —recién engrasado y guardado bajo una cubierta de lona—, nuestras mochilas, sacos de dormir, kits médicos y demás. Habían vuelto a poner el «mástil», y una de las camisas blancas de A. Bettik flameaba como un estandarte.

—Bien —dije al fin—, al cuerno.

—Precisamente —dijo el androide.

El próximo portal estaba a sólo cinco kilómetros de la ciudad. Miré el ardiente sol de Hebrón mientras atravesábamos la delgada sombra del arco, luego la línea del portal. En los otros portales teleyectores había un momento en que el aire titilaba y cambiaba, permitiéndonos echar un vistazo a lo que había delante.

Aquí reinaba una negrura absoluta. Y la negrura no cambió cuando avanzamos. La temperatura descendió unos setenta grados centígrados. Al mismo tiempo, la gravedad cambió. De pronto tuve la sensación de estar llevando sobre mis espaldas a alguien que tenía la misma masa que yo.

—¡Las lámparas! —exclamé, sosteniendo el timón en la poderosa corriente. Me esforcé para mantenerme de pie frente al aplastante aumento de gravedad. La combinación de frío, negrura y peso opresivo era aterradora.

Los dos habían encontrado faroles en Nueva Jerusalén, pero lo primero que Aenea encendió fue la vieja lámpara de mano. Su haz hendió un vapor helado, alumbró aguas negras e iluminó un techo de hielo sólido a quince metros de altura. Había estalactitas de hielo sinuoso que llegaban casi hasta el agua. Dagas de hielo sobresalían de la corriente negra en ambos costados y delante. A cien metros, donde el haz de luz se disipaba, parecía haber una sólida muralla de bloques congelados que llegaban hasta la superficie del agua. Estábamos en una caverna de hielo, sin salida a la vista. El frío me quemaba las manos, los brazos y la cara. La gravedad me pesaba en el cuello como collares de hierro.

—Maldición —dije. Trabé el timón y me dirigí hacia los paquetes. Me costaba permanecer erguido con una pierna mala y ochenta kilos sobre la espalda. A. Bettik y la niña ya estaban allí, buscando ropa aislante.

De pronto hubo un estrepitoso crujido. Miré arriba, temiendo que una estalactita nos cayera encima, o que el techo cediera bajo ese peso abrumador, pero era sólo el mástil que se partía al chocar contra un reborde de hielo. El mástil cayó mucho más rápidamente que en la gravedad de Hyperion, precipitándose como en un holo proyectado a mayor velocidad.

Volaron astillas de madera. La camisa de A. Bettik chocó contra la balsa con estruendo. Estaba congelada y cubierta con una fina capa de escarcha.

—Maldición —repetí temblando, y busqué mi ropa interior de lana.

35

El padre capitán De Soya usa el poder del disco papal como nunca antes.

La Estación Tres-veinte-seis Litoral Medio, donde se encontró la alfombra voladora, se declara zona de delito y se pone bajo ley marcial. De Soya trae tropas y naves de la ciudad flotante de Santa Teresa y pone a la guarnición y los pescadores bajo arresto domiciliario. El prelado que gobierna Santa Teresa, el obispo Melandriano, protesta contra este atropello y cuestiona los alcances del disco papal. De Soya acude a la gobernadora planetaria, la arzobispo Jane Kelley. La arzobispo acepta la autoridad de De Soya y silencia a Melandriano amenazándolo con la excomunión.

Designando al joven teniente Sproul ayudante y enlace durante la investigación, De Soya trae expertos forenses de Pax e investigadores de Santa Teresa y las otras ciudades grandes para realizar estudios en la escena del delito. Ordena administrar la droga de la verdad y otras al capitán C. Dobbs Powl —que permanece en arresto domiciliario en la estación—, a los demás integrantes de la guarnición y a todos los pescadores que estaban presentes.

A los pocos días resulta obvio que el capitán Powl, el difunto teniente Belius y muchos otros oficiales y soldados de esta plataforma estaban ilícitamente asociados con los cazadores furtivos de la zona para permitir la captura ilegal de peces locales, para robar equipo de Pax —incluido un sumergible que habían declarado hundido por fuego rebelde— y para extorsionar a los visitantes y sacarles dinero. Nada de esto interesa al padre capitán De Soya. Sólo quiere saber qué sucedió esa noche de hace dos meses estándar.

Se acumulan pruebas forenses. La sangre y el tejido de la alfombra voladora se someten a análisis de ADN y se envían a la sección de archivos de Santa Teresa y a la base orbital de Pax. Se encuentran dos clases de sangre: la mayor parte se identifica positivamente como el patrón ADN del teniente Belius; la segunda no tiene identificación en los archivos de Pax de Mare Infinitus, a pesar de que todos los ciudadanos de ese mundo están clasificados y registrados.

—¿Y cómo terminó la sangre de Belius en la alfombra? —pregunta el sargento Gregorius—. Según el testimonio de todos los que declararon bajo la droga de la verdad, Belius cayó al agua mucho antes de que el sujeto que capturaron tratara de escapar.

De Soya asiente y entrelaza los dedos. Ha transformado la oficina del ex director en centro de mando, y la plataforma está atestada, con el triple de su población anterior. Tres grandes fragatas de Pax están ancladas frente a la plataforma, y dos de ellas son sumergibles de combate. La cubierta de deslizadores está llena de aeronaves de Pax, y se han traído ingenieros para reparar y extender la cubierta de tópteros. Esta mañana De Soya ha ordenado traer tres naves más a la zona. Dos veces por día el obispo Melandriano transmite una protesta escrita ante el coste creciente; el padre capitán De Soya las ignora.

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