—Con seguridad —dijo la nave.
—¿Cuánto tiempo durará la maniobra?
—¿Maniobra?
—El tiempo de permanencia en el sistema, antes que podamos efectuar el salto cuántico para viajar al sistema de Vector Renacimiento —dije.
—Treinta y siete minutos —dijo la nave—. Lo cual incluye reorientación, chequeos de navegación y chequeos de sistemas.
—¿Y si una nave de Pax está esperando cuando regresemos al espacio normal? —preguntó Aenea—. ¿Tienes modificaciones éxters que puedan ayudarnos?
—No lo creo —dijo la nave—. Están los campos de contención mejorados, pero no pueden competir con las armas de una nave de guerra.
La niña suspiró y se apoyó en la mesa.
—He reflexionado sobre esto una y otra vez, pero todavía no veo en qué nos puede ayudar.
A. Bettik estaba pensativo, pero él siempre parecía estar pensativo.
—Durante el tiempo en que estábamos escondidos, cuidando la nave —dijo—, se manifestó otra modificación éxter.
—¿Cuál? —pregunté.
A. Bettik señaló hacia abajo, hacia el nivel del holofoso.
—Mejoraron la capacidad de transformación. El modo en que puede extender el balcón es un ejemplo, así como su aptitud para extender alas durante un vuelo atmosférico. Es capaz de abrir cada nivel viviente a la atmósfera, soslayando así la vieja entrada de la cámara de presión si es necesario.
—Sensacional —dijo Aenea—, pero todavía no entiendo en qué puede ayudarnos, a menos que la nave pueda transformarse al punto de hacerse pasar por una nave-antorcha de Pax. ¿Puedes hacerlo, nave?
—No, M. Aenea —dijo la suave voz masculina—. Los éxters me introdujeron fascinantes recursos piezodinámicos, pero todavía debemos habérnoslas con la conservación de la masa. —Al cabo de un segundo de silencio añadió—: Lo lamento, M. Aenea.
—Una idea tonta —dijo Aenea, y se irguió en el asiento. Era tan obvio que se le había ocurrido algo que ni A. Bettik ni yo interrumpimos sus pensamientos por dos minutos. Al fin dijo—: ¿Nave?
—Sí, M. Aenea.
—¿Puedes simular una cámara de presión o una simple abertura en alguna parte de tu casco?
—En cualquier parte, M. Aenea. Salvo en cápsulas de comunicaciones y zonas que afectan los motores...
—¿Pero en las cubiertas habitables? —interrumpió la niña—. ¿Podrías abrirlas tal como haces que el casco superior se ponga transparente?
—Sí, M. Aenea.
—¿El aire saldría si hicieras eso?
—No permitiría que sucediera, M. Aenea —respondió la nave con voz levemente alarmada—. Al igual que con el balcón del piano, yo preservaría la integridad de todos los campos externos de modo que...
—¿Pero podrías abrir cada cubierta, no sólo la cámara de presión, y despresurizarla? —La obstinación de la niña me resultaba nueva entonces. Ahora me resulta familiar.
—Sí, M. Aenea.
A. Bettik y yo escuchábamos sin comentarios. Yo no podía hablar en nombre del androide, pero personalmente no tenía idea de qué se proponía la niña. Me incliné hacia ella.
—¿Esto es parte de un plan? —pregunté.
Aenea sonrió pícaramente. Era lo que luego yo llamaría su sonrisa traviesa.
—Es demasiado primitivo para ser un plan —dijo—, y si me equivoco en cuanto a las razones por las cuales Pax quiere capturarme... bien, no funcionará. —La sonrisa traviesa se convirtió en mueca—. Tal vez no funcione de todos modos.
Miré la hora.
—Tenemos cuarenta y cinco minutos para la traslación y para averiguar si alguien está esperando. ¿Quieres explicarnos ese plan que tal vez no funcione?
La niña empezó a hablar. No habló demasiado tiempo. Cuando concluyó, el androide y yo nos miramos.
—Tienes razón —dije—, no es un gran plan y tal vez no funcione.
Aenea aún sonreía. Me cogió la mano y miró el cronómetro.
—Tenemos cuarenta y un minutos —dijo—. Inventa uno mejor.
El
Rafael
está en el tramo final de su elipsoide de retorno, lanzándose hacia el sol de Parvati a 0,03 de la velocidad de la luz. La nave clase Arcángel es una mole: macizos motores, módulos de comunicaciones remachados, brazos esqueléticos, plataforma de armamentos y antenas sobresalientes, su diminuta esfera ambiental y su lanzadera metidas en ese caos a la sazón, pero se convierte en una nave de guerra sumamente respetable cuando gira ciento ochenta grados y se lanza de popa hacia el punto de traslación.
—Un minuto para traslación —dice De Soya por la banda táctica. Los tres soldados que aguardan en la cámara de presión no necesitan reconocer la transmisión. También saben que cuando la otra nave ingrese en el espacio real, sólo les resultará visible —aun con los magnificadores— dos minutos después.
Amarrado a su diván de aceleración con los paneles de control alrededor, la mano enguantada sobre el omnicontrolador, el empalme táctico activo de tal modo que él y la nave son uno solo, el padre capitán De Soya escucha la respiración de los tres soldados por el canal de comunicaciones mientras observa la aproximación de la otra nave.
—Recibiendo lectura de distorsión Hawking, ángulo treinta y nueve, coordenadas cero-cero-cero, treinta y nueve, uno-nueve-nueve —dice por el micrófono—. Punto de salida en cero-cero-cero, novecientos kilómetros. Probabilidad de un solo vehículo, noventa y nueve por ciento. Velocidad relativa, diecinueve kilómetros por segundo.
De repente la otra nave es visible en radar, en t-dirac y en todos los sensores pasivos.
—La tengo —dice De Soya—. A tiempo y puntual... maldición.
—¿Qué? —pregunta el sargento Gregorius. Él y sus hombres han revisado sus armas, explosivos y collares de abordaje. Están preparados para saltar a los tres minutos.
—La nave acelera en vez de desacelerar, como pensábamos en la mayoría de las simulaciones —dice De Soya. En el canal táctico capacita la nave para ejecutar posibilidades preprogramadas—. Un momento —ordena a los soldados, pero los propulsores ya se han disparado,
Rafael
ya está rotando—. No hay problema —dice De Soya mientras el motor principal arranca, alcanzando ciento cuarenta y siete gravedades—. Permanezcan dentro del campo durante el salto. Nos llevará sólo un minuto más emparejar velocidades.
Gregorius, Kee y Rettig guardan silencio. De Soya les oye respirar.
—Tengo imagen visual —dice De Soya después.
El sargento Gregorius y sus dos soldados se asoman por la cámara abierta. Gregorius ve la otra nave como una bola de llamas de fusión. Sintoniza las lentes para ver más allá de eso, eleva los filtros y ve la nave.
—Muy parecida a las imágenes tácticas —comenta Kee.
—No lo creo —rezonga el sargento—. La realidad nunca es como las simulaciones tácticas.
Sabe que sus dos hombres se dan cuenta de ello; han estado en combate. Pero el sargento Gregorius fue instructor en Mando de Pax, en Armaghast, durante tres años, y le cuesta quitarse esa costumbre.
—Esa nave es rápida —dice De Soya—. Si no tuviéramos ventaja sobre ellos, jamás los alcanzaríamos. Aun así, sólo podremos emparejar velocidades dentro de cinco o seis minutos.
—Sólo necesitamos tres —dice Gregorius—. Sólo pónganos en posición de abordaje, capitán.
—Posición de abordaje —repite De Soya—. Nos está estudiando. —El
Rafael
no posee capacidad de sigilo, y cada instrumento registra que los sensores de la otra nave lo están enfocando—. Un kilómetro, y todavía no hay actividad de armas. Campos a pleno. Delta-V en descenso. Ochocientos metros.
Gregorius, Kee y Rettig empuñan sus rifles de plasma y se agazapan.
—Trescientos metros... doscientos... —dice De Soya. La otra nave es pasiva, su aceleración elevada pero constante. En la mayoría de las simulaciones De Soya había previsto una persecución antes de la irrupción en los campos de la otra nave. Esto es demasiado fácil. El padre capitán se preocupa por primera vez—. Alcance mínimo de cañones. ¡Ya!
Los tres guardias suizos saltan de la cámara, escupiendo llamas azules por sus paks de reacción.
—¡Disgregando, ya! —ordena De Soya. Los campos de la otra nave se niegan a caer durante una eternidad, casi tres segundos, un tiempo nunca simulado en los ejercicios tácticos, pero al fin caen—. ¡Campos abajo! —informa De Soya, pero los guardias suizos ya lo saben. Están rodando, desacelerando, cayendo sobre el casco enemigo en los puntos de acceso planeados: Kee cerca de la proa, Gregorius en lo que era el nivel de navegación en el viejo croquis, Rettig sobre la sala de máquinas.
—Contacto —dice Gregorius. Los otros dos confirman su aterrizaje un segundo después—. Collares de abordaje colocados —jadea el sargento.
—Colocados —confirma Kee.
—Colocados —confirma Rettig.
—Desplegar a la cuenta de tres —ruge el sargento—. Tres, dos, uno... desplegar.
El saco polímero se infla a la luz del sol.
En el diván de mando, De Soya observa el delta-V. La aceleración se ha elevado a más de 230 gravedades. Si los campos fallan ahora...
Ahuyenta ese pensamiento. El
Rafael
lucha para mantener las velocidades emparejadas. Dentro de cuatro o cinco minutos, tendrá que apartarse o correr el riesgo de recalentar los sistemas de fusión. «Deprisa», urge en silencio a las siluetas con armadura que ve en las pantallas de espacio táctico y vídeo.
—Preparado —informa Kee.
—Preparado —informa Rettig desde cerca de las aletas de popa de esa nave absurda.
—Instalar cargas —ordena Gregorius, y adhiere la suya al casco—. A la cuenta de cinco. Cinco, cuatro, tres...
—Padre capitán De Soya —dice una voz de niña.
—¡Alto! —ordena De Soya. La imagen de la niña ha aparecido en todas las bandas de comunicaciones. Está sentada a un piano. Es la misma niña que vio en la Esfinge de Hyperion tres meses atrás.
—¡Alto! —repite Gregorius, el dedo sobre el botón de detonación del pecho. Los otros guardias obedecen. Todos contemplan la emisión de vídeo por sus visores.
—¿Cómo sabes mi nombre? —pregunta el padre capitán De Soya.
Al instante comprende que la pregunta es estúpida. No importa, sus hombres deben entrar en la nave dentro de tres minutos o el
Rafael
quedará rezagado, dejándolos solos en la otra nave. Han simulado esa posibilidad —los guardias adueñándose de la nave después de capturar a la niña, reduciendo la velocidad para esperar a De Soya—, pero es preferible evitarla. Aprieta un punto que envía su imagen de vídeo a la nave de la niña.
—Hola, padre capitán De Soya —dice la niña, sin prisa, con gran calma—, si sus hombres intentan abordar mi nave, despresurizaré mi nave y moriré.
De Soya parpadea.
—El suicidio es un pecado mortal —dice.
En la pantalla la niña asiente con seriedad.
—Sí, pero yo no soy cristiana. Además, preferiría ir al infierno que ir con usted.
De Soya mira intensamente la imagen. Los dedos de la niña no están cerca de ningún control.
—Capitán —dice Gregorius por el canal confidencial—, si la niña abre la cámara de aire, puedo llegar a ella y envolverla con el saco de transferencia antes de una descompresión total.
La niña mira desde la pantalla. De Soya no mueve los labios cuando subvocaliza por el canal de banda angosta.
—Ella no es de la cruz —dice—. Si muere, no hay garantías de que podamos revivirla.
—Hay buenas probabilidades de que el equipo quirúrgico de la nave pueda resucitarla y sanar las lesiones de una simple descompresión —insiste Gregorius—. Su nivel tardará treinta segundos o más en perder todo el aire. Puedo llegar a ella. Tan sólo imparta la orden.
—Hablo en serio —dice la niña por la pantalla.
Al instante, un sector circular del casco se abre en torno del capitán Kee, y la atmósfera es expulsada al vacío, llenando el saco del collar de abordaje de Kee como un globo y lanzándolo al interior cuando ambos chocan con el campo externo y se deslizan hacia la proa de la nave. El pak de reacción de Kee se dispara, y él se estabiliza antes de caer en la cola de fusión de la nave.
Gregorius apoya el dedo en el detonador.
—¡Capitán! —exclama.
—Espere —subvocaliza De Soya. La imagen de esa niña en mangas de camisa le congela el corazón de angustia. El espacio que hay entre las dos naves se llena de partículas coloidales y cristales de hielo.
—Estoy aislada de la sala superior —dice la niña—, pero si usted no ordena a sus hombres que regresen, abriré todos los niveles.
En menos de un segundo la cámara de presión se abre con una explosión, y un círculo de dos metros aparece en el casco, donde estaba Gregorius. El sargento se había metido por el saco del collar, desplazándose a otro sitio en cuanto la niña hablaba. Ahora rueda por la explosión de atmósfera y desechos que salen de la abertura, activa sus propulsores y planta las botas en una sección de casco cinco metros más abajo. En su mente ve el croquis, sabe que la niña está ahí adentro, a pocos metros de sus manos. Si ella volara esta sección, él la apresaría, la encerraría en el saco y en dos minutos la llevaría al equipo quirúrgico del
Rafael
. Inspecciona su pantalla táctica: Rettig saltó al espacio segundos antes de que una sección de casco se abriera debajo de él. Ahora flota a tres metros del casco.
—¡Capitán! —grita Gregorius por banda angosta.
—Espere —ordena De Soya. Le dice a la niña—: No queremos hacerte daño...
—Entonces ordéneles que regresen —replica la niña—. Ya, o abro el último nivel.
Federico de Soya siente que el tiempo se vuelve más lento mientras sopesa sus opciones. Sabe que tiene menos de un minuto para iniciar su desaceleración. Las alarmas relampaguean en sus conexiones tácticas con la nave y en todos los tableros. No quiere dejar a sus hombres, pero el factor más importante es la niña. Sus órdenes son específicas y absolutas: «Traiga a la niña con vida.»
El entorno táctico virtual de De Soya emite pulsaciones rojas, una advertencia de que la nave debe desacelerar dentro de un minuto o se activarán las anulaciones automáticas. Sus tableros de control cuentan la misma historia. Teclea los canales audibles, emite por bandas comunes y por banda angosta.
—Gregorius, Rettig, Kee... regresen al
Rafael
. ¡Ya!
El sargento Gregorius siente la furia y la frustración como un fogonazo de radiación cósmica, pero es un miembro de la Guardia Suiza.
—¡Regresando ya, señor! —replica. Desprende su explosivo y salta hacia el Arcángel. Los otros dos se elevan del casco con llamaradas azules de sus propulsores. Los campos fusionados parpadean el tiempo suficiente para permitir que los tres hombres pasen. Gregorius llega primero al casco del
Rafael
, coge una agarradera y arroja a sus hombres a la cámara de presión cuando pasan flotando. Entra, confirma que los demás están sujetos a redes.