Brindamos. Por mí. Por ti. Por todos mis compañeros y por mí el primero. Me bebo el chupito. Y ni siquiera estoy con Jorge. Estoy con… ¿Con quién estoy? Estoy con Ojos Bonitos, el tío por el que me dejó el último tipo del que me enamoré.
Y con estos pensamientos, mientras nos sujetamos el uno al otro con la punta de la mente, caminamos por las calles del centro al tiempo que nos dejamos abrazar por la madrugada. El sonido de nuestros pasos se confunde y marca un ritmo tan impreciso como atractivo. Nos hemos rozado las manos sin querer, o tal vez queriendo, en un par de ocasiones, aprovechando las eses que vamos dibujando: garabatos que hacen surcos en la imaginación. Ojos Bonitos me ha propuesto que vaya a su casa a tomar una copa. Todos sabemos lo que significa esto, no me digan que no. Es como lo de quedar para ver una peli. Somos gente fina que utiliza eufemismos, aunque sólo sea algunas veces, durante esos raros momentos en los que nos preocupamos por preservar cierta magia. Naturalmente, yo, que soy memo, le he contestado que sí. Y digo que soy memo porque ahora mismo estoy siendo consciente de lo que está aconteciendo esta noche en un momento de lucidez, producto del punto más álgido de la borrachera. No debería estar marchándome con él. Afortunadamente, una nueva vaharada de alcohol difumina la certidumbre de estar haciendo algo que no debo y una sonrisa de picaro que me lanza Ojos Bonitos es suficiente para que caiga de nuevo en las confortables redes del vino.
La casa de Ojos Bonitos está cerca, de modo que en unos quince minutos me encuentro en un estudio bastante acogedor y con aires de bohemio que me recuerda mucho a los
lofts
de los personajes chachis que salen en las series americanas y que viven en Nueva York. Se lo digo y él se ríe mucho, hasta casi llorar. Venga, va, voy a ponerme cursi. Me lo puedo permitir: estoy borracho. El sonido de su risa me produce una agradable sensación, muy placentera: se me instala en la yema de los dedos mediante un cosquilleo. Estoy borracho, me puedo permitir interpretar ese cosquilleo como un leve síntoma de felicidad.
Me siento en el sofá delante de una mesilla de madera. Él se esmera en ser un buen anfitrión y sirve otras dos copas de vino, las cuales tintinean silenciosamente, aun por encima del sonido de la música que llega desde un ordenador portátil. Se sienta a mi lado, muy cerca de mí; sin preámbulos, ya no son necesarios. Hay una extraña sensación de complementariedad entre nosotros que nos predispone a aceptar gestos cotidianos en nuestro repertorio, el código de comunicación que existe ya entre él y yo.
Ojos Bonitos me mira y me dice torciendo la boca en una mueca tan pueril como encantadora que soy muy divertido y que le fascina mi sentido del humor. Me sonrojo, sin que me importe esta vez que aprecie el rubor de mis mejillas. Y entonces me besa, como si fuera la cosa más natural del mundo entre nosotros, como si no fuera la primera vez. Tampoco como si fuera la última vez. No, nada de eso. Ojos Bonitos me besa como si este gesto formara parte de una rutina común y compartida, como si hubiera tenido la oportunidad de calibrar cientos de veces con anterioridad la distancia entre mis labios, la mejor manera de amoldar los suyos a los míos, el tacto de mi lengua húmeda y la prominencia de mis dientes para no chocar.
Ojos Bonitos me besa. No con lascivia sino que me acaricia a través de un beso tierno, sentido, que poco a poco se abre camino en mi boca, en la cual se introduce el sabor de su lengua mezclado con el vino y los restos del último chupito. Y yo le respondo porque Ojos Bonitos me gusta, me gusta mucho, al menos esta noche. Me gusta tanto que soy consciente de cada detalle que conforma la escena de la que soy coprotagonista. Suavemente, sin brusquedad ni prisa, sin estar desprovistas de cierta avidez sin embargo, sus manos llegan a tocarme por encima de la ropa, a veces por debajo. Y yo le respondo porque Ojos Bonitos me gusta, me gusta mucho, al menos esta noche. Me gusta tanto que una sensación de triunfo que tiene lugar cuando nos cae algún regalo inesperado del cielo (aunque el cielo no nos deba demasiado), esa sensación de triunfo, reclama mi atención para que la disfrute. Es bonito cuando te pasan cosas buenas de manera inesperada y sin que tengas que mover un dedo. Es maravilloso cuando la vida te sorprende con esa especie de poesía cósmica.
El problema es que, de repente, aparece otra sensación que contrarresta los efectos de la alegría de estar a punto de acostarme con un tipo que me gusta, que me gusta mucho, al menos esta noche. Y es que este tipo no es un tipo cualquiera: es Ojos Bonitos, el mismo por el que Lorenzo me dejó, el mismo con el que Lorenzo follaba justo después de mí. La idea morbosa de ser yo el que ahora folle con él, tal vez en la misma cama en la que ellos retozaron, la idea de planear por encima del mismo cuerpo desnudo, me sumerge en un estado de confusión. Me quedo inerme, paralizado, y pienso que tal vez estoy haciendo todo esto no porque Ojos Bonitos me guste realmente, sino porque trate de evocar a Lorenzo, reconstruir sus pasos, tratar de averiguar, de nuevo, los motivos de su marcha.
Ojos Bonitos se percata de que me he quedado petrificado, convertido en estatua por haber mirado hacia atrás, de que ya no respondo a sus caricias y a sus besos. La magia de la atracción, la química que sólo unos instantes antes nos envolvía dulcemente, se ha disipado, abriéndose paso casi al instante una tenue nostalgia implacable que hace referencia a lo que creo perdido. Se separa de mí y escruta la expresión de mi cara con sincera confusión.
—¿Estás bien?
Y vuelvo a oír la voz de Lorenzo cuando me bajé del coche tras el accidente.
—Tengo que irme. Lo siento —me disculpo mientas me levanto bruscamente del sofá. Busco mi chaqueta con la mirada, la agarro violentamente cerrando el puño sobre ella y arreglo mi aspecto, devolviendo la camisa y los pantalones a su sitio.
Ojos Bonitos me mira con la boca y los ojos muy abiertos sin moverse del sofá. Ni siquiera se ha levantado. De pie, me doy cuenta de que le debo una explicación a ese chico que se ha deshecho en atenciones conmigo durante el transcurso de la que, quizás, haya sido la mejor cita de mi vida. Está claro que no entiende nada de lo que está sucediendo. Por qué iba a entenderlo, si, verdaderamente, lo que quiera que sea hace mucho tiempo que ocurrió; ahora únicamente se repite en mi cabeza a través de un bucle que soy incapaz de detener. Tal vez él ni siquiera conozca los detalles, puede que no tenga la información, que no sepa siquiera que yo estuve con Lorenzo, que me enamoré de él, que esto es muy difícil para mí. Por qué iba a saberlo.
—Me lo he pasado muy bien esta noche y tú… —titubeo, trato de decir algo que me exima de culpa, que transmita la amalgama de reacciones ambivalentes que los acontecimientos de esta noche están provocando en mí. Soy consciente de que estoy quedando como un gilipollas de primera categoría. Ni siquiera yo entiendo qué me pasa, las razones concretas que me impulsan a largarme del estudio a toda pastilla, como alma que lleva el diablo. Y me siento en deuda con Ojos Bonitos, porque lo que le estoy haciendo es una putada, razón por la cual intento arreglarlo—. Bueno, tú eres encantador. Me lo he pasado muy bien. Pero tengo que irme. Lo siento.
A continuación salgo corriendo del estudio, bajo los escalones dando enormes zancadas hasta llegar a la desvencijada puerta de madera del portal, que se cierra tras de mí con un estruendo.
Una vez en plena calle, busco ansiosamente que el aire de la noche me refresque la cara. Soy imbécil, no me cabe la menor duda. A nadie debe caberle la menor duda a estas alturas. Soy imbécil y lo sé. Y también sé que me iré a casa caminando, dando un paseo, moviéndome sin sigilo ya entre mis demonios internos, haciéndoles mil preguntas, demostrándoles mi impotencia, gritándoles con las mejillas llenas de lágrimas y pidiéndoles por favor que se marchen de una vez y me dejen en paz.
Y cuando llegue a casa pondré la radio y me tiraré sobre la cama, desnudo, mientras permito que el sueño me atrape y apacigüe a esos demonios de nuevo.
—¿Que qué?
—Pues eso. Lo que has oído. Lo que te he contado. Así de duro.
—Maricón, ¿pero tú eres imbécil?
—Totalmente. Sí. Lo soy.
—¡Llama ahora mismo a Ojos Bonitos y pídele perdón!
—…
—Es una orden. ¡Llámalo!
—¿Pero para qué? Es decir… No va a querer ni cogerme el teléfono.
—Pues deberías llamarle o enviarle una carta con una paloma mensajera. Lo que sea. Porque se debe estar sintiendo fatal y no tiene ni idea de por qué lo dejaste plantado en su sofá, con las pelotas llenas de amor y después de una noche genial. ¡Y encima vas y le dices que es estupendo y que te lo has pasado teta! ¡Lo peor que le podías haber dicho!
—¡Joder! Pero si yo lo hice con buena intención…
—Que sí, que te van a dar el Nobel de la Paz, que muy bien pero él tiene que tener un cacao mental de cojones, porque todo iba estupendamente bien. De repente te rayas y encima no te vas de su casa cagando leches porque no te guste. No, es más, le dices que te encanta. Pues muy bien, si tú me gustas y yo te gusto, ya me dirás por qué coño te largas de repente. Es que es para no entender nada, para mear y no echar gota. Es que yo si fuera él te estaría poniendo de perturbado para arriba en todos los platos de televisión del mundo, querida.
—Ya… Si ya lo sé. Me da mucha vergüenza, de verdad… No sé qué hacer.
—Mira, me da igual, estoy muy enfadado. Mucho. Es que no me lo puedo creer, maricón, ¡es que no me lo puedo creer! ¡Qué indignación! Con la de veces que hemos criticado a esa panda de perturbados y ahora vas tú y te conviertes en uno de ellos. Y en qué mal momento, que si al menos te hubiera pasado con un feo… Pero no, encima te pasa con uno que está tremendo.
—Ya lo sé. Ya lo sé.
—¿Pero se puede saber qué coño te pasa?
—Pues me pasa lo que me pasa. Ya lo sabes.
—No me irás a decir que es ese rollo de que él estuvo liado con Lorenzo… ¡Es que es para matarte!
—Pues en parte sí.
—Creía que ya habíamos hablado de esto. Esa no es la actitud, querida amiga de la mañana.
—Y hablamos. Pero no… no me quedé convencido.
—Cariño, querido, rey, prenda, luz de la mañana… ¿Y no será que en realidad lo que te pasa es que todavía se te hace el ojete agua cuando piensas en Lorenzo?
—…
—O sea, que estamos otra vez en ese punto en el que te das cuenta de que no lo has superado. Que sigues pillado de Lorenzo, vamos.
—Yo no sigo pillado de Lorenzo. No es eso. No sigo enamorado de él.
—Pero piensas en él. Y te impide acostarte con otro. Y no sólo eso, porque tú y yo sabemos, querida amiga, y me baso en todo lo que me has contado, que entre Ojos Bonitos y tú podría haber algo más que sexo esporádico. O sea, que te impide acostarte con él y conocerle y ver qué surge. A los hechos me remito.
—Puede que sí.
—Pues tú dirás lo que quieras pero eso suele ocurrir cuando todavía estás enamorado de alguien.
—Pero no estoy enamorado de él.
—Entonces qué es, ¿que él también se lo folló? ¿Que Ojos Bonitos fue el siguiente a ti?
—Que me dejó por él.
—Eso es muy relativo. Pero incluso así, ¿qué más da?
—Pues sí da, claro que da. ¡Que me dejó por él, joder!
—Te dejó por él como te podría haber dejado por cualquiera.
—¿Qué quieres decir?
—Volvemos al concepto colección. En esta filosofía, los maricones somos intercambiables, no hay diferencias entre unos y otros. Te dejó y se acostó con él como podría haberse acostado con cualquier otro. No hay que darle más vueltas.
—Ya. No sé. Supongo que tienes razón. Pero a mí me afecta. ¿Qué quieres que haga? No me sale hacer como si no pasara nada.
—¡Ay, animalico! Venga, vamos a quedar en El Carmen para que me llores las penas y hablemos. Con la condición de que al final de la tarde lo llames y le pidas perdón. Y si no te coge, le mandas un mensaje.
—¡Ni de coña! A El Carmen no, que seguro que nos lo encontramos.
—Como me digas de ir a La Mota te mando a la mierda.
—Que no, hombre, que no. Nos vemos a las siete en el Avalon. No todo van a ser bares de maricones.
—Vale. Y luego quedaré con Jesús para cenar mientras llamas a Ojos Bonitos y hablas con él. Es que hoy es nuestro mesesario y queremos celebrarlo.
—¿Le vas a pedir que sea tu novio? ¿Le vas a pedir salir?
—No sé. ¿Debería?
—Deberías. Al menos te quedas tranquilo. No me digas que no te comes la cabeza pensando en que aún no habéis dicho nada de exclusividad y que cabe la posibilidad de que se esté liando con otros…
—Cállate, zorra.
—Venga, no te ralles. Se ve a la legua que Jesús no se está cepillando a otros. Le gustas demasiado. Pero para evitar inseguridades, lo mejor es hablar las cosas, ¿no?
—Bueno, no sé. Ya veremos. A lo mejor me da por ahí y le saco el famoso tema de "qué somos". Pero seguro que se agobia. Los maricones son muy aprensivos para esto. Seguro que se cree que quiero casarme con él y que adoptemos una niña china.
—No creo. Además, eso es una tontería. No es que vaya a cambiar nada. Sólo vais a ponerle nombre a algo.
—Que sí, hija de puta, que sí, que tienes razón, que como consultorio sentimental eres la leche, pero que a ver si te aclaras con tu vida. Hagamos un pacto de chicas bien: yo quedo con Jesús y le saco el tema de conversación y tú llamas a Ojos Bonitos y le pides perdón por haber estado tan loca anoche.
—Vale, queda con él pero yo no pienso llamar a nadie. Este fin de semana el cupo de gilipolleces ya está cubierto.
—Eso ya lo veremos. En el Avalon en media hora.
—Mejor en una hora. Huelo a fracasado.
—Vale. Adiós, dramática.
—Adiós, perra en celo.
Es lunes por la mañana. Doy un paseo tranquilo y permito que el sol me llene de energía con sus rayos. O, al menos, lo ansío desesperadamente mientras me expongo a él. Necesito que se renueven mis buenos pensamientos, los de verdad.
Me encanta bajar al centro de la ciudad por las mañanas. Las personas que por unas cosas o por otras tenemos las mañanas libres somos, en buena medida, afortunadas. A mí me gusta mucho poder quedarme en la cama hasta las nueve o las diez y levantarme a esas horas por voluntad propia, sin que el despertador me empuje con su sonido. Me gusta disfrutar del sol, de la limpieza del aire a eso de las once, cuando todavía no se ha contaminado demasiado de las tristezas que suelen traer las jornadas de los mortales. Me gusta sentir que puedo empezar cada día como me venga en gana.