El amor llamó a la puerta de Marta y ésta, como es evidente, abrió la puerta de par en par sin dudarlo un segundo. También se encargó de abrir las ventanas. Marta se pasaba el día con Natalia y parecía que en el mundo no existía nada salvo ese desaforado amor repentino que la había tocado con su gracia.
A Sandra y a mí, en principio, esto nos chocó bastante. Marta pasó a representar el típico caso del amigo que cuando se echa novio o novia no le vuelves a ver el pelo. En parte, ese rollo de estar todo el día juntas nos resultaba un pelín enfermizo. Pero, bueno, no decíamos nada, entendíamos que estaban empezando, que Natalia vivía en un piso compartido con un tío que casi nunca aparecía por allí, con lo que tenían un lugar para pasarse el día follando tranquilamente, y sublimábamos nuestro incipiente enfado concluyendo que, después de todo, ella era feliz; tarde o temprano volveríamos a tirar de su persona para que se uniera a nosotros, cuando se le pasara la primavera espiritual de amor y lujuria.
Aunque, eso sí, nos preguntábamos qué pasaría cuando a sus padres les volviera a dar el avenate de controlarla y no le permitieran salir con la holgura de la que estaba disfrutando durante los meses del inicio de la relación. ¿Cómo lidiaría con ese problema estando con Natalia?
Por supuesto, entretanto, ni Sandra ni yo renunciamos a nuestras salidas nocturnas y diurnas cargadas de alcohol, tabaco y sexo. Nos faltaba Marta, notábamos su ausencia, pero no le dábamos más vueltas. A veces se venía con nosotros, decidía salir una noche para rememorar viejos tiempos pero ya no era lo mismo. No se relajaba, se pasaba la noche sintiéndose culpable por haber salido sin Natalia, no se sumaba al ritmo de nuestra fiesta y con frecuencia se iba a casa muy pronto con excusas de lo más variopintas: desde el toque de queda paterno a un repentino dolor de cabeza. Sandra y yo nos limitábamos a levantar las cejas y no decíamos nada. Cada uno puede hacer con su vida lo que quiera, ¿no?
El tan temido día llegó. Los padres de Marta recuperaron su tradicional talante controlador y le prohibieron estar fuera de casa a todas horas. Al parecer había llegado a sus oídos que su niña andaba por ahí morreándose y cogida de la mano de otra chica. Las malas lenguas es lo que tienen. Sus padres no soportaron esas habladurías, con lo que, prohibición mediante, el gozo de Marta estuvo muy pronto en un pozo: ya no disponía de todas las tardes y de todas las noches que le vinieran en gana para pasarlas en el piso compartido de Natalia, en el que prácticamente vivía, porque es que a veces ni aparecía por clase.
La solución fue muy sencilla y en esto sí que fue inteligente, tanto que nos sorprendió la sagacidad con la que solucionó el problema. Marta presentó a Natalia a sus padres. Y los padres de Marta, como enseguida vaticinamos Sandra y yo, se enamoraron perdidamente de la novia de su hija. Como ya he señalado, Natalia era una chica bien, encantadora, nada masculina. Pertenecía a una familia rica, culta y prestigiosa y, lo que es más relevante, no se le notaba en absoluto que fuera más lesbiana que Ellen DeGeneres. O sea, que los padres de Marta decidieron acoger a Natalia como parte de la familia casi instantáneamente y, de paso, recuperar a su hija, que estaba encantada ante la idea de que, por fin, sus progenitores la aceptaran y la quisieran como lesbiana de pro. Marta se había pasado lustros siendo cuestionada y criticada por ser como era y por su estilo de vida, no estaba acostumbrada a obtener la aprobación de sus padres que tanto había buscado y a la que su felicidad estaba sometida. O sea, que pasó por el aro sin meditarlo dos veces cuando sus padres comenzaron a tirar de ella para que dedicara los sábados por la noche a cenar en familia en cualquier restaurante y los domingos a hacer picnics en el campo, acontecimientos que antes, antes de que Natalia entrara en su vida, Marta había despreciado y desprestigiado, pero que dado que las circunstancias habían cambiado eran descritos por ella misma como el
summum
de la diversión y la panacea del entretenimiento.
Así que Marta dejó de salir con nosotros. Así, sin más. A lo más quedaba de vez en cuando para un café fuera de los límites de la facultad y de los trabajos que teníamos que hacer juntos. Nuestra relación casi que fue estrictamente profesional. Sin embargo, le jodia que tuviéramos vida independiente y que, como es de suponer, Sandra y yo termináramos estrechando lazos y siendo muy amigos. Manteníamos una relación más profunda entre nosotros que con ella. Es lo natural, es la consecuencia lógica de compartir tiempo, experiencias y sentimientos con alguien.
El problema no era que Marta se hubiera echado novia y prefiriera pasar su tiempo libre con ella y con sus padres, contra los que tantísimo había despotricado. El problema tampoco era que la coherencia brillara por su ausencia en lo que concierne a su comportamiento. La principal traba comenzó a manifestarse en el momento en el que estando ella presente, Sandra y yo comenzábamos a hablar sobre lo acontecido un fin de semana, durante una juerga, o nos contábamos lo que habíamos hecho con un tío o con otro. Marta nos dirigía una mueca de desprecio que cada vez se hacía más grande, más evidente y más insultante.
Hasta que un día, en la cafetería de la facultad, la bomba estalló.
Era lunes. El sábado, en un pub de ambiente al que solíamos acudir con relativa frecuencia y que se llamaba Paradise, ligué con un tipo que resultó ser un imbécil de carrera. Vamos, lo de siempre, aunque en esos tiempos aún me sorprendían y me indignaban estas cosas. Ya lo he dicho: entonces todo nos importaba mucho y esperábamos más de las personas. Como era costumbre, nos habíamos desmarcado de una clase para desayunar y comentar la jugada. Estaba yo allí explicando que había terminado con el tío como el rosario de la aurora porque quería ponerme mirando pa' Cuenca a toda costa y yo no estaba por la labor y abogaba por una simple chupipaja cuando Marta estalló. Sencillamente, ¡puf!, soltó su taza de café emitiendo un sonoro estruendo y comenzó a insultarnos, a lanzarnos improperios. Nos llamó niñatos, nos dijo que éramos unos inmaduros y unos promiscuos, que íbamos a ser unos infelices durante toda la vida porque nos dedicábamos a follar por follar y no a buscar pareja, que estábamos destinados a sentirnos solos, que se nos iba la pinza, que aquellas borracheras nos estaban llevando por el mal camino, que éramos una mala influencia para ella, que no valorábamos la estabilidad, que estábamos muy equivocados, que las cosas nos iban mal porque nosotros queríamos, que éramos unas zorras sin sentimientos y lo que nos pasara lo teníamos merecido. .. Mientras tanto, Sandra y yo la mirábamos ojipláticos y patidifusos, con los ojos abiertos de par en par. Sobre todo yo, porque aquel discurso estaba dirigido especialmente a mí e iba impregnado de una violencia y de una indignación que pocas veces he vuelto a sentir en unas palabras.
Por supuesto, no pude callarme. No pude. Aquello me dolía demasiado, me estaba haciendo demasiado daño. Educadamente y como si la cosa no fuera conmigo, permití que finalizara su lista de desplantes. Y cuando terminó la última de sus frases, cuando más de la mitad de la cafetería nos miraba de reojo y trataba de captar el significado de aquel discurso, empecé yo. Mi contraataque no fue demasiado agradable: le dije que era una falsa, una vendida, una hipócrita, que no se olvidara de que hacía cosa de un año ella había sido tan zorra como nosotros, que me parecía genial que hubiera decidido jugar a
La Casa de la Pradera
pero que porque ella quisiera engañarse, los demás no teníamos por qué seguirla y un montón de cosas más que no recuerdo porque la adrenalina bombeaba mis sienes. Ella se marchó, dio media vuelta y salió de allí antes de que yo terminara y Sandra, la pobre Sandra, ni siquiera abrió la boca.
Así fue cómo en cuarto de carrera Marta dejó de sentarse con nosotros. Por descontado, Sandra y yo continuamos quemando noches de fiesta y haciendo lo que nos venía en gana. Tal vez nuestra vida no fuera un ejemplo de perfección pero desde luego la suya tampoco lo había sido en ningún momento. Ni siquiera lo suficiente como para permitirse el lujo de dar lecciones de moral.
Sandra y ella volvieron a hablarse alguna vez después de la facultad pero nunca fue lo mismo, nunca igual que antes. Se saludaban, mantenían una conversación vacía basada en un par de frases hechas y poco más. Era imposible que hubiera más. Sandra opinaba que después de tanto tiempo no merecía la pena perder las formas. Aunque ella y Marta no iban a retomar su relación de amistad ni por asomo, aquel amago de educación le resultaba indispensable. No hace falta que les explique que yo no estaba dispuesto a pasar por ello. No estaba dispuesto a tragarme mi orgullo. Para mí, haberle vuelto a dirigir la palabra suponía reconocer que había algo de razón en su lista de improperios, en su actitud altiva y moralista.
Durante el último año de carrera me llegaron rumores. Marta hablaba de mí por ahí y afirmaba que me echaba de menos pero no estaba arrepentida de lo que nos había dicho porque, según ella, todo lo que nos había soltado aquella mañana de lunes, tan lejana ya, en la cafetería había sido por mi bien, porque quería ayudarnos, porque sentía que no estábamos haciendo las cosas como es debido. Ni siquiera estaba dispuesta a pedirme disculpas.
Y a mí me dolía.
Me dolió durante mucho tiempo. Todavía me duele. Y lo que más me dolía no era que me insultara, que me llamara zorra o que me dijera que estaba destinado a ser infeliz de por vida, sino saber que eran sus padres los que hablaban por su boca.
Al final, sus padres ganaron la batalla y Marta, por miedo, porque se sentía amenazada en tanto que nosotros representábamos la parte de ella que no le gustaba, la que ellos no aprobaban, decidió hacer justo lo que sus padres hacían por costumbre, lo que habían elegido como modo de vida: vivir en la ignorancia de creer saberlo todo, parapetándose en las tinieblas de la certidumbre fingida de quien no se atreve a aventurarse a conocer lo desconocido.
¿Alguna vez han llamado ustedes a alguien, no les ha cogido el teléfono y han sabido, como si pudieran visualizarlo, que esa persona estaba junto a él y aun así no ha hecho el menor amago de contestar?
¿Alguna vez les ha pasado?
¿Y no les parece una de las cosas más frustrantes del mundo?
He llamado a Ojos Bonitos. Lo he hecho pero no ha servido de nada.
Digamos que he tardado unos días en poner en orden mis pensamientos. Digamos que no le llamé aquel lunes, justo después de hablar con Sandra. Digamos que tampoco lo hice el martes porque estaba demasiado nervioso y ocupado recapacitando y decidiendo qué le iba a decir. Digamos que el miércoles me dio un ataque de pánico las tres veces que seleccioné su nombre en la agenda de teléfonos, justo antes de pulsar la tecla de llamada. Digamos que el jueves no me sentí del todo preparado y concluí que mis capacidades comunicativas no estaban al cien por cien.
Esta noche es viernes, son las diez y media y estoy en casa, sentado al lado del teléfono. Apenas he probado bocado y la tarde se me ha hecho interminable en la tienda: no hacía más que andar de un lado para otro con el móvil en la mano con cara de imbécil redomado. Para colmo, ya que la discreción no es una de mis virtudes, mis compañeros se han percatado de que estaba alcanzando cotas de lo más elevadas en cuanto a cencerrerismo y me lanzaban miradas furtivas que no hacían más que subrayar mi patetismo y mi histerismo provisional.
Esto no es justo.
Lo peor es que sé que no tengo derecho a quejarme, que me está bien empleado, que no tengo derecho alguno a implorar que me responda. Sé que a estas alturas de la película él debe estar pensando que soy un idiota y que no merece la pena hablar conmigo, que ya no hay nada que pueda decir que le satisfaga ni de lejos. Lo sé, lo sé, y cuanto más lo pienso, cuanto más tiempo pasa sin que reciba señales que sirvan de respuesta a las cinco llamadas y al mensaje de texto que he concentrado durante el transcurso de esta tarde, peor me siento y más peso adquiere la impresión de que he perdido la oportunidad de conocer a alguien interesante porque soy idiota. Sólo por eso.
Sólo por eso.
A las once no puedo más y llamo a Jorge a su móvil, implorando mentalmente piedad a todos los dioses que conozco para que no se encuentre tan ocupado (esto es, fornicando salvaje y violentamente con Jesús) como para tampoco contestar mi llamada. Necesito que me ofrezca algún tipo de consuelo. Al tercer tono pienso que si no recibo respuesta llegaré a la conclusión de que mi teléfono, ese utensilio que debería facilitar la comunicación y gracias al cual nos parece que vamos acompañados a todos sitios, ha perdido toda su utilidad en el momento más inoportuno de mi vida. Pero la voz de Jorge suena tras el quinto tono.
—Hola, tía.
—Hola, Jorge.
—Uy, tía. ¿Qué te pasa, tía?
—Ojos Bonitos no me coge el teléfono.
—¿Cuántas veces le has llamado? —inquiere Jorge ya en un tono de voz diametralmente opuesto al festivo utilizado inicialmente.
—Cinco.
—O sea, DRAMA. Porque si hubiera sido una o dos, te diría que fueras paciente y esperaras.
—Pero es que llevo llamándole casi desde esta mañana. Y nada. Total y absolutamente DRAMA.
—Pues mucho me temo, querido, que se ha cansado de esperar a que le llames desde el domingo pasado y te ha nominado para que abandones la academia.
—Ya. Joder, ya lo sé. Es normal. Supongo que tenía que haberle llamado antes.
—Hombre, no habría estado mal. Te lo has pensado demasiado.
—Y ahora… ¿qué?
—Pues no sé. ¿No tienes su email? Al menos podrías explicárselo por escrito. Seguramente lo leerá: los maricones somos muy curiosos. Con tal de ver qué milonga le cuentas, seguro que accede a leerlo al lado de su mariliendre de confianza y comiendo palomitas. Así que si eres convincente…
—Pero no tengo su email.
—¿Ni lo tienes añadido al Facebook? ¿O al Tuenti? ¿O al Bakala? ¿O al Gay Romeo? ¿O al Bear? ¿O al Chueca? ¿O al Universo Gay? ¿O ar coño tu prima?
—No.
—Hombre, puedo investigar. En algún sitio debe haber rastro de él.
Por un momento reflexiono sobre el hecho de que los tiempos modernos están convenientemente dispuestos, precisamente, con el fin de que estas cosas no pasen, con la idea de que uno siempre pueda contar con alguna forma, la que sea, para comunicarse con quien quiera. No hay ausencias: si quien te gusta no está en un sitio, estará en otro. La cosa es que no tengo constancia de que haya rastro de Ojos Bonitos en ninguno de esos lugares de la red que Jorge ha mencionado. Me planteo que puedo hacer una búsqueda en todas esas páginas, mirar en amigos comunes hasta dar con un perfil con su fotografía y escribirle. Me parece simplemente patético, pero mi interior ha decidido que tengo que librar esta batalla y llegar hasta donde sea con tal de que, al menos, Ojos Bonitos conozca la verdad sobre mi huida lastimera. Y sé que lo más habitual es que uno piense que la cosa se ha quedado ahí, que si me ciño a lo que cualquiera haría debería limitarme a rumiar mi culpabilidad, sufrirla en silencio como una hemorroide y pasar página. Hasta que un día me lo encuentre en cualquier bar, lo cual no es nada complicado, y pueda comprobar la reacción que tiene al verme: si me saluda educadamente y me da un par de palmadas en la espalda que me absuelvan de haber hecho el gilipollas o si finge no haberme conocido en tanto le propina un codazo a su amigo y le comenta que soy el perturbado ése que salió corriendo de su casa, el tío de aquella historia que le contó tomando café. Esto último no es tan extraño; de hecho, es lo que hacemos Jorge y yo a menudo.