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Authors: Carlos G. García

Tags: #Romántico, #LGTB

Entrada + Consumición (15 page)

BOOK: Entrada + Consumición
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—Lo de Ojos Bonitos.

—¡Ah, coño, perdona! —exclama, y se da un topetazo suave en la frente con la palma de la mano—. Estoy fatal de lo mío, cada vez peor de la cabeza. No trabajar me descentra. Llama a Ojos Bonitos y queda otra vez con él.

—¿En serio? ¿Tan claro lo tienes?

—Mira,
mon amour…
A ti Ojos Bonitos te gusta. Y de lo de Lorenzo hace ya demasiado tiempo. Sería cuestión de que pasaras página de una vez. Después de todo, ¿qué más da? Ya sé que es un poco chungo que este chico estuviera con él pero… No sé, a lo mejor merece la pena que le llames y le expliques qué te pasa. Sé sincero. Tiene que entenderlo: aquello no fue cualquier cosa, fue algo muy fuerte. De paso le alivias un poco el peso de la duda porque tuvo que quedarse con las patas colgando cuando saliste de su casa cagando leches. Y ya que estamos, te quedas tranquilo. Pase lo que pase.

—Supongo que tienes razón… —resuelvo suspirando.

—Claro, coño. Haz de tripas corazón. Sé que estás acojonado pero échale valor.

—¿Y si no me quiere coger el teléfono?

—Al menos podrás decir que lo has intentado.

—¿Y de qué me sirve eso?

—¡Uy! Ahora no le ves ninguna utilidad. Pero hazme caso: al final, es lo único que cuenta.

Una margarita

Siempre que hablo de Sandra se me llena la boca y se me vienen a la cabeza los años de facultad que nos unieron y que sirvieron para cimentar esa amistad de la que ya he hablado. Una amistad que ahora se basa en cafés matutinos y tintos con limón en terrazas del centro histórico durante los cuales ambos hablamos de lo que nos va ocurriendo, durante los que me relata los pormenores de su relación con Milton y yo le cuento las modestas anécdotas de mi vida social y sexual que tienen lugar en los bares.

Pero esto no siempre ha sido así.

Sandra y yo nos conocimos en primero de carrera, nada más y nada menos que el primer día de clase. Estaba de lo más verde, así que llegué al edificio de Letras más perdido que una cabra en la Gran Vía, preso del nerviosismo y de la inseguridad. A medida que avanzaba a lo largo de aquel pasillo conformado por pequeños edificios situados unos junto a otros y que constituían dos hileras separadas por jardineras, memorizaba los carteles para no perderme. Me angustiaba la idea de no saber dónde se encontraba un aula u otra y llegar tarde a las clases. Se trataba de una de esas obsesiones estúpidas que incluso me había hecho delirar en sueños: perderme en el entramado de pasillos y pequeños edificios. Una tontería, la verdad. En cuanto llevara allí un par de días comprendería que era imposible desorientarme hasta ese punto pero creo que alguna experiencia traumática del tipo "perderme en un supermercado de pequeño" me azuzaba en aquel tiempo. No puedo explicar de otra manera ese terror enfermizo a no saber situarme en el mapa mental de un recinto de dimensiones limitadas como era aquel.

Me dirigí hacia el tablón sito frente a la biblioteca de Letras, donde sabía que estaban los horarios. Allí me dispuse a buscar el papel correspondiente a primero de Filología Hispánica sin mucho éxito. Vamos, que como era nuevo y muy torpe, me perdí en aquella amalgama de papelotes correspondientes a cursos de una amplia variedad de carreras. Hasta que, por fin, tras diez minutos revisando el tablón de arriba a abajo, me encontré con que la hoja que yo buscaba desesperadamente estaba siendo sujetada e inspeccionada por una chica de pelo castaño y ojos azules.

Ella era Sandra.

La miré sin saber muy bien qué decirle y ella, sabiéndose observada, me devolvió la mirada y me sonrió. No sé, me hizo mucha gracia su cara, la expresión que albergaba, náufraga entre una niña buena y alguien demasiado listo como para ser tan ingenuo como pretendía aparentar. Le sonreí también, comenzamos a hablar y entramos a la primera clase juntos.

Una clase muy aburrida, por cierto, en la que una profesora con pinta de alcohólica y de estar hasta el parrús de su malograda vida como docente intentaba introducirnos en una materia que nos iba a interesar menos que la vida de Belén Esteban. Me aburría como una ostra, lo admito. Giré la cabeza, sintiéndome un poco culpable por albergar esa actitud tan infantil, tan de instituto, de no interesarme lo más mínimo por la clase y, sinceramente, esperaba que Sandra sí se encontrara enfrascada en aquel discurso y tomando apuntes. El caso es que cuando la miré la encontré tan aburrida como yo. La pobre tenía la mirada perdida y cara de estar oliendo mierda en un palito. Así que no pude evitar romper aquella abulia que prometía ser infinita e interminable.

—¿Te cuento un chiste? —le propuse, sin pensármelo dos veces, porque si lo hubiera hecho me habría comedido: al fin y al cabo, Sandra era una completa desconocida, apenas habíamos intercambiado unas frases un rato antes.

—Bueno —susurró ella sin ocultar su sorpresa.

—Pues bien, esto es Caperucita que va andando por el bosque, muy feliz, toda contenta ella: «Laralalarita, voy a ver a mi abuelita…»; cuando, de repente, aparece el lobo y le dice: «Caperucita, Caperucita, ¿dónde vas?». Y responde Caperucita: «A lavarme el coño en el río». Y dice el lobo: «Ojú, cómo ha cambiado el cuento…».

Fue un chiste estúpido pero a mí no se me ocurría nada mejor, qué quieren que les diga. La cosa es que Sandra tuvo que enterrar su cabeza entre ambas manos, mientras yo, que estaba a su lado, podía oír los hipidos de risa que discretamente ella ocultaba. Cuando se apartó las manos de la cara estaba roja y se le caían un par de lágrimas de la risa. Desde luego, tuve que sorprenderla.

Desde entonces no nos separamos.

Pero Sandra y yo no estuvimos solos los cinco años de Hispánica. No. Un par de semanas más tarde, en clase de Teoría de la Literatura, se sentó con nosotros, en el mismo banco, una chica morena con la que empezamos a hablar: Marta. En principio, Marta únicamente se sentaba junto a nosotros, sin mediar demasiadas palabras y sin implicarse en exceso en la pequeña relación de complicidad que Sandra y yo ya teníamos. Marta estaba sola, se había incorporado ligeramente más tarde a las clases y no sabía a dónde arrimarse para hacer migas. Y nosotros, que somos la mar de sociables, terminamos acogiéndola e inmiscuyéndola en nuestras conversaciones, dentro y fuera de las clases. Comenzamos a hacer los trabajos en grupo juntos, nos íbamos a la cafetería, nos prestábamos los apuntes y quedábamos los fines de semana para salir. Integradísimos, oigan, en el ambiente social estudiantil; pero, eso sí, los tres, siempre los tres. Cogorzas juntos, lloreras juntos, tomar el sol juntos…

Total, que al final conformamos un trío perpetuo: Sandra, Marta y yo.

Aun así, sea por casualidad o porque entre nosotros tuviéramos cierto
feeling
que Marta y Sandra no habían llegado a conseguir, la relación entre Marta y yo se hizo muy estrecha, independientemente de la que ambos teníamos con Sandra y de la común que sostenía nuestro trío.

Una noche estaba en casa de mis padres, con el pijama puesto y a punto de irme a dormir, cuando mi teléfono móvil sonó con suma insistencia. Descolgué para comprobar que Marta, entre sollozos, solicitaba mi atención. Apenas se la entendía entre llantos, así que me puse los vaqueros y una camiseta y, como vivía relativamente cerca, me presenté en su portal a la una menos cuarto de la madrugada. Cuando bajó nos fuimos a pasear y estuvimos durante cuatro horas sentados en un banco del paseo marítimo. Cuatro horas en las que Marta lloró largamente y me contó sus problemas, las pequeñas batallas internas que la arrastraban hasta el llanto. Al parecer, Marta, que es lesbiana de pro, tenía el serio problema de que sus padres no conseguían llevar su orientación sexual demasiado bien. Por eso, ejercían un control desproporcionado sobre ella e incluso le prohibían según qué amistades. Sus padres siempre habían sido bastante autoritarios en ese sentido, de los de "bajo este techo se hace lo que yo mande" pero la sospecha de que su hija no era todo lo heterosexual que ellos habrían esperado azuzó el sistema de sometimiento y control que habían desarrollado desde que Marta era una niña. Así, había tenido y seguía teniendo una adolescencia bastante difícil debido a las muchas ocasiones en las que a sus padres se les cruzaba el cable y la ataban con cuerda corta. Era así: se pasaban largas temporadas en las que lo que hiciera su hija les daba exactamente lo mismo y Marta no tenía hora de llegar a casa; hacía, más o menos, siempre dentro de ciertas limitaciones, lo que le daba la gana. Pero, de repente, no sé si por el cambio de estación o de piel, váyanse ustedes a saber, a sus padres se les plantaba en las narices que tenían que controlar a su hija y apenas la dejaban respirar. La llamaban a todas horas, le preguntaban con quién y a dónde iba y creo que hasta la seguían porque alguna vez nos hemos encontrado, por la cara, al padre de Marta "casualmente" paseando por una calle en la que estábamos sentados o en un bar en el que estábamos de cañas. Aquello daba un poco de miedo, la verdad, y yo entendía que Marta estuviera de los nervios, que cuando llegaban aquellos periodos de control sin mesura se deshiciera en llantos y ataques de ansiedad y me llamara, requiriendo mi amistad para que la escuchara o, sencillamente, para que me la llevara por ahí a tomar un helado o a emborracharnos.

En principio, Marta no tenía ningún problema a la hora de desafiar a sus padres y de no respetar los toques de queda, no cogerles el teléfono cuando la llamaban o llegar a casa a las seis de la mañana de un miércoles completamente borracha. Si era preciso, la armaba, sin remilgos. Pero luego le remordía la conciencia y ella misma se sometía a ese yugo, de forma que se doblegaba a respetar esas normas impuestas por sus progenitores, aun cuando ella ya tuviera edad y capacidad suficiente para hacer lo que le saliera de las narices con su vida. O sea, que esa relación paternofílial era de sometimiento y sumisión; pero mutua, más de lo que Marta aparentaba, puesto que aunque tuviera fases de rebelión, pronto volvía al redil con el rabo entre las piernas y acataba aquella ristra de órdenes y mandamientos sagrados.

Yo, por supuesto, no lo terminaba de comprender. Y cuando Sandra se hizo partícipe de lo que le sucedía a Marta, aunque más tarde y más lentamente que yo, tampoco terminó de entender esa relación enfermiza. No había coherencia en su actitud: rebelde y sumisa, según de donde viniera el aire. Por supuesto, no osábamos inmiscuirnos en asuntos familiares; nos limitábamos a apoyarla todo lo posible y a hacerle saber que podía contar con nosotros. Aunque la conminábamos a que se fuera de casa, a que se buscara un trabajo de pocas horas mediante el que conseguir dinero para independizarse compartiendo piso con otros estudiantes. Encontrar piso en el ambiente estudiantil era relativamente fácil: siempre había alguien en cuyo piso descansaba triste y sola una habitación disponible y ese alguien casi siempre deseaba ávidamente que esa habitación fuera ocupada con el fin de recortar los gastos del alquiler y de las facturas, por lo que solía pedir cantidades irrisorias, al menos el primer mes. Por otro lado, en aquellos entonces trabajar en un McDonald's era la cosa más sencilla del mundo; teníamos compañeros de clase que pasaban las tardes entre comida precocinada y que podrían haberla enchufado en cualquier momento. En suma, aquella era la única manera de que cesara el sufrimiento al que se encontraba sometida. Pero Marta, a pesar de que barajaba la idea, nunca hacía nada por salir de la situación que la asfixiaba y de la que se quejaba a todas horas.

Hasta tercero de carrera nuestra relación fue relativamente estable. Con sus más y con sus menos pero equilibrada. Salíamos, entrábamos y compartíamos nuestras vicisitudes, nuestras inquietudes, anécdotas y demás. Ligábamos, a veces en bares de ambiente, ya que Sandra siempre estaba dispuesta a dejarse arrastrar hasta allí y además ligaba casi más que nosotros (siempre había algún hetero dispuesto a fijarse en sus grandes ojos azules); en otras ocasiones nos dejábamos ver por bares no específicamente denominados de ambiente y nos divertíamos igual; y, por último, estaban las noches que nos largábamos a hacer botellón en las plazas del centro y éste se alargaba tanto que ni llegábamos a los bares. No nos aburríamos.

Pero en tercero las cosas cambiaron. Siempre lo hacen.

En tercero, en una de nuestras noches de farra, Marta conoció a Natalia. Estaba borrachuza perdida. Bueno, no voy a mentir: todos lo estábamos. Natalia se le acercó, se pusieron a bailar, como otras tantas tías se habían puesto a bailar con Marta mucho antes, vamos, que tampoco es que Natalia hiciera algo hiperespecial. Marta ya contaba en aquellos entonces con un reguero de ligues considerable: cada semana un nuevo amor llamaba a su puerta. En esos entonces éramos lo suficientemente dramáticos como para que una proporción bastante grande de esos amores semanales nos doliera ligeramente, ya fuera en el ego o en el corazón. Era habitual que si pasaba alguien por nuestra cama tendiéramos a magnificar ese hecho y pensáramos que esa historia era mucho más significativa de lo que realmente resultaba ser. No es que nos enamoráramos; supongo que sencillamente esperábamos más de las personas que ahora.

La cosa es que lo de Natalia no se quedó ahí. Por una vez un ligue había estado dispuesto a llamarla más allá de querer echarle un polvo. Así que Marta quedaba con ella de vez en cuando, para tomar algo y luego follar. Hasta que, finalmente, la cosa se fue poniendo seria y a los dos meses todos nos dimos cuenta de que Marta estaba colgada de Natalia hasta las trancas: le encantaba, no dejaba de hablar de ella y le dedicaba mogollón de tiempo.

No era para menos. Natalia era, con diferencia, la chica más dulce y estable que Marta había conocido en sus alocadas y desenfrenadas noches de alcohol y juergas hasta el filo del alba. La chica parecía centrada y tenía un proyecto de vida en la cabeza, que ya era bastante. Estudiaba y sacaba buenas notas y se trataba, en conjunto, de una tía de los pies a la cabeza, sin conflictos mentales destacables que la empujaran a ir de cabrona con Marta. Miren ustedes que esto, lo de ir de cabrón por la vida, es una cosa de lo más común. Hay más cabrones que personas. Por eso, Natalia supuso un aliento de aire fresco.

A Sandra y a mí nos pareció cojonudo, en serio: nos encantó que se enamorara de ella, que se pillara de una tía en condiciones. Ambos sabíamos que Marta se sentía bastante sola y que estaba necesitada de cariño, razón por la que se llevaba un palo tras otro con las tías que había conocido: ella siempre quería más, iba buscando algo más; mientras tanto sus ligues lo único que deseaban era pasar un rato agradable sin mayores pretensiones. Se metía unas hostias monumentales porque a lo mejor interpretaba que cuando una tía le decía "me gustas" era porque quería algo más y lo único que la tía quería era un casquete como Dios manda y adiós muy buenas. Marta hacía castillos en el aire con demasiada prontitud. Casi parecía que estaba dispuesta a soltar un "te quiero" al primer roce. Quizás por este motivo algunos de sus ligues salían corriendo como alma que lleva el diablo. Se asustaban un poco de esas ansias de dar y recibir afecto que Marta tenía. Cuando Natalia llegó, Marta ya estaba curtida al respecto y se autocontroló lo suficiente como para que Natalia no apreciara esa avidez terrorífica.

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