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Authors: Carlos G. García

Tags: #Romántico, #LGTB

Entrada + Consumición (20 page)

BOOK: Entrada + Consumición
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Sin embargo, antes de que dejáramos de vernos, un día que íbamos paseando de camino al estudio para el que recuerdo como uno de nuestros últimos polvos, nos dimos de bruces con José Carlos en una de las calles peatonales del centro. Lorenzo, al verlo, se adelantó con la intención de saludarlo, como si yo no fuera con él, como si mi presencia le incomodara de repente. No nos presentó. Supe enseguida que se trataba de su ex novio, no podía ser otra persona: los noté sinceramente conmocionados por el encuentro, flotaba en el aire esa complicidad que huele a antiguo de cuando el presente rememora el pasado por un instante. Aproveché para estudiar detenidamente a José Carlos durante los escasos segundos que se dilató el intercambio de palabras, miradas y promesas incumplidas. Teniendo, por fin, la imagen final completa, habiendo sumado la última pieza formada por su aspecto físico en tres dimensiones, supe enseguida por qué me gustaba tanto José Carlos.

Él era un buen chico.

En contraste, también supe por qué Lorenzo había dejado de gustarme. Él representaba la antítesis del buen chico. O, al menos, se trataba de un exponente de aquellos que no saben valorar a los buenos chicos. Porque el mundo está lleno de imbéciles de primera categoría que se quejan de que nadie los quiere, de que no pueden tener bonitas historias de amor. Imbéciles de primera categoría que en cuanto tienen a un buen chico delante dispuesto a ofrecerles eso que piden no pueden relajarse y dejarse llevar. Sencillamente, hay personas incapaces de querer y de dejarse querer.

Por eso a los buenos chicos nos va tan mal.

Para que nos entendamos, ser un buen chico debería ser la cosa más estupenda del mundo. Pero no lo es. No lo es en absoluto. Ser un buen chico es una mierda, una mierda grande, gorda y asquerosa. Los buenos chicos somos estupendos, a todos se les llena la boca al decirlo. Sin embargo, a nadie le importan los buenos chicos.

En un mundo justo, los buenos chicos deberíamos ser merecedores de grandes alabanzas, deberíamos recibir premios por buena conducta, deberíamos despertar simpatía a nuestro paso y tener montones de admiradores a nuestro alrededor dispuestos a rasgarse las vestiduras por nosotros, por lo que valemos, por lo perfectos y maravillosos que, supuestamente, desde nuestra constitución de buenos chicos, somos. Pero este mundo no es justo y los chicos malos, ese hatajo de perturbados unineuronales con pinta de chulos profesionales de gimnasio y cuyas aptitudes intelectuales y emocionales dejan mucho que desear, son los que se llevan a todo el mundo de calle. Piénsenlo bien: nadie habla demasiado de los buenos chicos, esos que tratan bien a los demás, que son todo simpatía y atenciones; los pobres, ni siquiera consiguen ser vistos. Pero todo el mundo habla de los chicos malos, de los cabrones, de cómo follan, de los hijos de puta que se dedican a tratar con la punta del pie a sus semejantes, de los gilipollas cuya máxima pretensión es vacilar a cuantos más tipos mejor. Es más, los chicos mediocres quieren ser chicos malos. Incluso los buenos chicos masticamos la almohada de vez en cuando anhelando ser chicos malos. Los buenos chicos nunca ganamos y estamos predispuestos a que nos rechacen, a que nos menosprecien, a que nos llamen aburridos porque no ponemos las cosas difíciles, no metemos caña, no creamos conflictos de los que vuelven locos al resto de los chicos.

Aunque parezca mentira, la vida es un inmenso instituto americano en el cual los insensibles capitanes del equipo de rugby continúan siendo los más afamados, los que se llevan la gloria y los que despiertan el deseo de hordas de adolescentes descerebrados que en ningún momento aprenden a valorar lo que de verdad importa.

Y no crean ustedes la cantinela ésa de "pero dos buenos chicos pueden juntarse y ser felices". No sucede así. En mi vida, no sólo me he enamorado de chicos malos; también he perseguido a buenos chicos comportándome como un buen chico y los resultados han sido desastrosos. Este último es el caso, ni más ni menos, de José Carlos.

Yo pensé que siendo los dos buenos chicos, podríamos hacer una buena pareja, que podríamos estar juntos. A José Carlos se le ve a la legua que es un buen chico, aunque trate de ir de malote. Se lo digo yo, que tengo muy buen ojo para estas cosas. Por eso me lo curré; no me digan que no, me lo curré una barbaridad. No sólo me presenté en su trabajo por sorpresa sino que le invité a cenar con toda mi jeta, comiéndome la poca vergüenza que me queda, con la triste esperanza de que lo nuestro podía salir bien. Era la primera vez que hacía algo así: no se piensen ustedes que voy por ahí pidiendo el teléfono a los tíos a destajo, como la cosa más usual. En la tienda de ropa, me temblaban las piernas, en serio, y la noche antes de que quedáramos apenas pude pegar ojo.

Durante la cita pensé que lo había logrado, que la historia de los dos buenos chicos que se gustan y hacen migas tenía algún tipo de futuro y… en fin. Se me olvidó que los buenos chicos, normalmente, tampoco quieren buenos chicos y, por descontado, tampoco se quieren a sí mismos. Me llevé otro chasco. Otro más.

Por eso no he respondido a sus llamadas. ¿Para qué? No quiero excusas, no necesito sus excusas, ya estoy cansado de que siempre sea yo, el buen chico por excelencia, el que las recibe calladamente, furibundo y rebosante de impotencia. Estoy harto. Cuando se marchó dejándome con la boca abierta me sentí como un imbécil. Me sentí tan patético… Me parece todo muy injusto: los buenos chicos no deberíamos ser rechazados sistemáticamente. No deberíamos pasarnos el día tratando de encontrar un fallo inexistente en nuestras maneras de buenos chicos, ni tendríamos que experimentar esta impotencia. Los buenos chicos no deberíamos sentirnos como tesoros de los que todo el mundo habla pero que a la hora de la verdad nadie sabe valorar.

Termino mi pitufo mixto y apuro el café, que entremezclado con mi tristeza me deja como herencia un sabor amargo en el paladar. Tras pagar la cuenta, vuelvo a la plaza y me dedico a coordinar a un grupo de voluntarios. Les recuerdo que deben mostrarse amables y abiertos a recibir preguntas y a ampliar la información de los folletos si creen que la persona es receptiva. También les digo que únicamente se le puede dar un condón a cada persona. El preservativo gratuito es un buen gancho para que la gente se detenga y tome el folleto; el problema es que en cuanto dan cinco pasos, se deshacen del folleto y se meten el preservativo en el bolsillo la mar de contentos pensando: «Mira, un polvo gratis». Así de duro.

Pasa un buen rato hasta que consigo relajarme un poco, cuando veo que todo marcha a la perfección, sin demasiados incidentes. Adela tiene razón, va a ser un día muy largo y no puedo estresarme de esta manera desde primera hora de la mañana o a mediodía me encontraré completamente agotado.

Vuelvo a pensar en José Carlos y en lo buen chico que soy. Un rayo de sol me acaricia la coronilla como consuelo. Es probable que él tampoco sea el adecuado. Llevo toda la vida esperando a que alguien más se dé cuenta de que, además de un buen chico, soy otras muchas cosas, un montón de dimensiones que se acoplan como las capas de una cebolla. Es triste que nadie desee descubrirme. Entonces una mano desconocida se posa sobre mi hombro y me sorprende. Se trata de un hombre joven y corpulento que me mira mientras esboza en su rostro una expresión cordial. Supongo que es alguien que ha oído que repartimos condones, así que me dispongo a soltarle el rollo antes de dárselo porque si no, no me aguantan el discurso informativo sobre VIH. Sin embargo, al poco de comenzar a hablar, me interrumpe.

—Disculpa pero sé todo lo que debo saber. Mi novia y yo jamás lo hacemos sin preservativo. Estamos muy concienciados con el tema.

—Ah, genial —le respondo un poco contrariado por la interrupción.

—Me llevo el preservativo si no te importa. Pero he venido a darte esto.

Me tiende un sobre de color azul, un poco abultado. Le miro estupefacto, sin entender muy bien qué está pasando.

—¿Qué es? —le pregunto sintiéndome un tanto ridículo.

—A mí no me preguntes, sólo me han dicho que te lo dé.

El desconocido me guiña un ojo tranquilizador y se marcha sonriente. La situación me parece de lo más cómica. Tengo la impresión de que se trata de una broma, de que es cachondeo cósmico. Observo cómo se aleja. Se gira un par de veces hacia atrás para estudiar mi cara de lelo. Estoy descolocado. Abro impetuosamente el sobre, que esconde lo que parece ser la entrada de un concierto y una nota garabateada en bolígrafo negro.

Siento mucho lo que pasó la otra noche. Sé que soy un imbécil pero ¿me dejas que te lo explique, por favor? Ven al concierto de La Ciudad Melódica esta noche. Prometo invitarte a una copa. Por favor, ven.

Besos,

José Carlos.

Tengo que reconocer que me sorprende, que es un gran detalle de su parte. Me rasco la sien con los ojos clavados en la nada y una leve sonrisa instalada en mi rostro. Me pregunto qué voy a hacer. Es un bonito detalle. Pero no saquemos los pies del tiesto.

Es un bonito detalle. Pero los buenos chicos no quieren buenos chicos. Es imposible que los quieran.

Nadie desea descubrirme.

Un Licor 43 con Coca-Cola

Ha sido una tontería. Esto es todo lo que puedo pensar. Ha sido una gilipollez del tamaño de la Estatua de la Libertad. Todo el rollo ese de haberle dado la entrada con la nota mediante un desconocido me hace parecer patético y desesperado. Soy consciente de ello. Y es que algunas veces tengo tendencia a pensar que la vida puede parecerse a una comedia romántica aunque sólo sea de vez en cuando. De verdad que me siento el tipo más memo sobre la faz de la Tierra por hacer estas cosas. No dejo de repetirme que en el mundo real las personas adultas no se comportan de este modo.

Tal vez sea verdad que hay algún tipo de problema conmigo.

Incluso he llamado a Jorge esta tarde para decirle que no iba a ir al concierto, que ha sido un error, que mejor me quedaba en casa haciendo cosas más realistas como desear mi propia muerte o tejerle una bufanda de punto al futuro hijo que tendrá con Jesús. Sin embargo, tal y como había vaticinado mientras los tonos de llamada precedían a su voz contestando, Jorge no se ha dejado convencer. Es un hueso duro de roer. El muy cabrito tiene la absurda teoría de que puede que las cosas salgan bien después de todo, de que es posible que Ojos Bonitos aparezca en el concierto dispuesto a concederme una segunda oportunidad.

Jorge se ha enfadado mucho esta tarde conmigo porque le he confesado que todavía continúo escuchando ese estúpido anuncio en la radio. Me he derrumbado para contarle entre lágrimas que muchas veces sintonizo la emisora local y la dejo puesta a modo de acompañamiento mientras me dedico a otros menesteres. Cuando hay un corte publicitario, no obstante, detengo de forma abrupta cualquier cosa que esté haciendo y escucho, pongo toda mi atención y mi oído se agudiza tanto que podría percibir la caída de un alfiler en otra habitación, como el tipo del famoso anuncio aquel. Siempre con la tenue e inquebrantable esperanza de escuchar la voz de Lorenzo. Siempre con el temor a que la cuña haya sido retirada, por fin, tras más de dos años de haber sido programada diariamente.

Luis, el dueño de La Mota, estaba muy enamorado de Lorenzo. No había más que observar durante un instante el modo en que sus ojos se posaban sobre él, cómo lo miraba deambular por el bar con el mandil puesto, haciendo gala de sus habilidades sociales y de un desparpajo impropio de alguien tan recatado y tan inseguro como era Lorenzo en realidad. Yo se lo decía constantemente pero Lorenzo solía reprocharme que fuera tan inmaduro y que me dejara llevar por mis pueriles ataques de celos. A pesar de la pizca de razón que su acusación tenía, era capaz de objetivar las cosas y me daba cuenta, aun después de que lo dejáramos, de que me dejara, de que el enamoramiento y la obsesión que Luis sentía por él era perfectamente real.

Por descontado, Luis no soportaba que yo fuera el novio formal de Lorenzo, el primero que se le había conocido en los años que llevaba trabajando en el bar. De alguna manera, creo que Luis sintió que le invadía su propio terreno. No en vano, me encargaba de acudir religiosamente a la barra de La Mota con la finalidad de estar con Lorenzo durante sus escasos y diminutos ratos libres. Luis no era ajeno a mis apariciones diarias y aunque en ningún momento fue grosero ni hizo uso de su condición de jefe para exigirle a Lorenzo que cesaran las visitas conyugales en pleno horario laboral, se mantenía distante conmigo y mi presencia le incomodaba de una manera tenue, ambigua, que únicamente yo era capaz de intuir. Al principio pensé que sencillamente no le caía demasiado bien. «Estas cosas ocurren», me decía a mí mismo. Pero posteriormente me percaté de que había mucha más profundidad en el sentimiento que él manifestaba hacia mí, que no era algo tan plano como una mera primera mala impresión. Se trataba de una rivalidad implícita, nunca manifiesta, porque Luis era muy consciente de que no tenía nada que hacer con Lorenzo, no sólo por su condición de jefe sino porque le doblaba la edad y en ese aspecto él era muy inseguro. Por decirlo de algún modo, aunque estuviera colado hasta los huesos por los veintitantos de Lorenzo habría sido incapaz de imaginarse siquiera teniendo una relación con él. Uno de sus tabúes.

De forma que Luis, aunque no constituía un rival real e incluso me despertaba cierta ternura por sus maneras amables y precavidas y por su consideración a la hora de tratar a Lorenzo, se conformaba con lanzarme pullas sutiles que yo recogía pero no devolvía, más por una cuestión de respeto. Con lo que yo he sido, me mordía la lengua: no le concedía la importancia necesaria como para sentirme amenazado u ofendido. Es más, en parte me gustaba permitirle vencer aquellas pequeñas batallas en las que sentía la absurda necesidad de quedar por encima mía de un modo absolutamente ingenuo, más propio de un niño de párvulos que del adulto que presumiblemente se escondía tras sus ojos vivaces.

Una tarde que estaba acodado en la barra charlando con Lorenzo, Luis se acercó, se sentó junto a mí y anunció sin previo aviso y sin que le importara demasiado cortar abruptamente nuestra conversación:

—Lorenzo, mañana tienes que pasarte por el estudio de la emisora de radio para grabar nuestra nueva cuña de radio. Querían que lo hiciera uno de sus locutores pero yo les he dicho que tengo una voz prodigiosa que seducirá a todos sus oyentes. Puedo contar contigo, ¿verdad?

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