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Authors: José Ortega y Gasset

España invertebrada (13 page)

BOOK: España invertebrada
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Como el semita y el romano tuvieron su estilo propio de vitalidad, también lo tiene el germano. Creó arte, ciencia, sociedad de una cierta manera, y sólo de ella; según un determinado módulo y sólo según él. Cuando en la historia de un pueblo se advierte la ausencia o escasez de ciertos fenómenos típicos, puede asegurarse que es un pueblo enfermo, decadente, desvitalizado. Un pueblo no puede elegir entre varios estilos de vida: o vive conforme al suyo, o no vive. DE un avestruz que no puede correr es inútil esperar que, en cambio, vuele como las águilas.

Pues bien: en la creación de fórmas sociales el rasgo más característico de los germanos fue el feudalismo. La palabra es impropia y da ocasión a confusiones, pero el uso la ha impuesto. En rigor, sólo debiera llamarse feudalismo al conjunto de fórmulas jurídicas que desde el siglo XI se emplean para definir las relaciones entre los
señores
o
nobles.
Pero lo importante no es el esquematismo de esas fórmulas, sino el espíritu que preexistía en ellas y que luego de arrumbadas continuó operando. A ese espíritu llamo feudalismo.

El espíritu romano, para organizar un pueblo, lo primero que hace es fundar un Estado. No concibe la existencia y la actuación de los individuos sino como miembros sumisos de ese Estado, de la
civitas.
El espíritu germano tiene un estilo contrapuesto. El pueblo consiste para él en unos cuantos hombre enérgicos que con el vigor de su puño y la amplitud de su ánimo saben imponerse a los demás y, haciéndose seguir de ellos, conquistar territorios, hacerse
señores
de tierras. El romano no es
señor
de su gleba: es, en cierto modo, su siervo. El romano es agricultor. Opuestamente, el germano tardó mucho en aprender y aceptar el oficio agrícola. Mientras tuvo ante sí en Germania vastas campiñas y anchos bosques donde cazar, desdeñó el arado. Cuando la población creció y cada tribu o nación se sintió apretada por las confinantes, tuvo que resignarse un momento y poner la mano hecha a la espada en la curva mancera. Poco duró su sujeción a la pacífica faena. Tan pronto como el valladar de las legiones imperiales se debilitó, los germanos decidieron ganar los feraces campos del Sur y del oeste y encargar a los pueblos vencidos de cultivárselos. Este dominio sobre la tierra, fundado precisamente en que no se labra, es el
señorío.

Si a un
señor
germano se le hubiera preguntado con que derecho poseía la tierra, su respuesta íntima habría sido estupefaciente para un romano o para un demócrata moderno.
Mi derecho a esta tierra —habría dicho— consiste en que yo la gané en batalla y en que estoy dispuesto a dar todas las que sean necesarias para no perderla.

El romano y el demócrata, encerrados en un sentido de la vida y, por tanto, del derecho distinto del germánico, no entenderían estas palabras y supondrían que aquel hombre era un bruto negador del derecho. Y, sin embargo, el
señor
bárbaro las pronunciaba con la misma fe y devoción jurídicas con que el latino podía citar un senatoconsulto o el demócrata un artículo del Código Civil. Para él lo absurdo es que se estime el
trabajo
agrícola como un título bastante de propiedad. Se trata, en suma, de dos formas divergentes de sensibilidad jurídica. No se puede equiparar la calidad de la
justicia
en que el
señor
fundaba su posesión con la muy problemática que hoy permite el ocioso capitalista gozar de sus rentas. Frente al
trabajo
agrícola está el
esfuerzo
guerrero, que son dos estilos de sudor áltamente respetables. El callo del labriego y la herida del combatiente representan dos principios de derecho, llenos ambos de sentido.

Y aún cabe reducir su aparente contraposición. Porque eso que el jurista moderno llama propiedad de una tierra —el derecho a sus frutos— es una relación económica que, en definitiva, no preocupa mucho al corazón del germano. Para él la dimensión económica de la tierra es la menos importante, y de hecho, la abandona casi por entero al labrador. Mas la labranza de la tierra supone hombres que la ejecutan y, por tanto, relaciones sociales entre ellos, costumbres, amores, odios, rencillas, tal vez crímenes. ¿Quién será el juez de estos crímenes cometidos en este trozo de tierra? ¿Quién el rector de aquellas costumbres, el organizador de aquella masa humana en le cuerpo social? Esto es lo que interesa al germano: no el derecho de propiedad económica de la tierra, sino el derecho de autoridad. Por eso el germano no es, en rigor, propietario del territorio, sino más bien,
señor
de él. Su espíritu es radicalmente inverso del que reside en el capitalista. Lo que quiere no es cobrar, sino mandar, juzgar y tener leales

Ahora bien: ¿quién debe mandar? La respuesta germánica es sencillísima: el que puede mandar. Con esto no se pretende suplantar el derecho por la fuerza, sino que se descubre en el hecho de ser capaz de imponerse a los demás el signo indiscutible de que se vale más que los demás y, por tanto, de que se merece mandar. Los derechos, por lo menos los superiores, son considerados como anejos a las calidades de la persona. La idea romana y moderna según la cual el hombre al nacer tiene, en principio, la plenitud de los derechos, se contrapone al espíritu germánico, que no fue, como suele decirse, individualista, sino personalista. En su sentir, los derechos, su esencia misma, tienen que ser ganados, y después de ganados, defendidos. Cuando alguien se los disputa, repugna al feudal acudir ante un tribunal que lo defienda. El privilegio que con mayor tenacidad sostuvo fue precisamente el de no ser sometido a tribunal en sus contiendas con los demás, sino poder dirimirlas entre sí, lanza al puño y de hombre a hombre. Perdido este privilegio y a fin de eludir la jurisprudencia impersonal de los tribunales, inventó una institución o procedimiento que nuestras viejas crónicas llaman
la puridad
o
hablar en puridad.

Este término, que usan todavía en sus ingenuos escritos nuestros casticistas, no significa, como se suele creer, hablar la verdad o sinceramente. La
puridad
consistía en el derecho del feudal a resolver un pleito, antes de ser judicialmente perseguido, en conversación privada y secreta con el superior jerárquico; por ejemplo, con el rey. Y una de las más graves injurias que el rey podía hacer a un señor era negarle esa instancia, o como se dice en nuestras crónicas,
negarle la puridad.
Se consideraba tal negativa como fundamento bastante para romper el vasallaje. Pues bien, la puridad es también arreglo de hombre a hombre, evitación de someterse al procedimiento impersonal de los tribunales.

Los
señores
van a ser el poder organizador de las nuevas naciones. No se parte, como en Roma, de un Estado municipal, de una idea colectiva e impersonal, sino de unas personas de carne y hueso. El estado germánico consiste en una serie de relaciones personales y privadas entre los señores. Para la conciencia contemporánea es evidente que el derecho supone sanción, el Estado será también anterior a la persona. Hoy un individuo que no pertenece a ningún Estado, no tiene derechos. Para el germano, lo justo es lo inverso. El derecho sólo existe como atributo de la persona: dicho de otra manera, no se es persona porque se poseen ciertos derechos que un Estado define, regula y garantiza, sino, al revés, se tienen derechos porque se es previamente persona viva, y se tienen más o menos éstos o aquellos, según los grados y potencias de esa prejurídica personalidad. El Cid, cuando es arrojado de Castilla, no es ciudadano de ningún Estado y, sin embargo posee todos sus derechos. Lo único que perdió fue su relación privada con el rey y las prebendas que de ella se derivaban.

Esta acción personal de los señores germanos ha sido el cincel que esculpió las nacionalidades occidentales. Cada cual organizaba su señorío, lo saturaba de su influjo individual. Luchas, amistades, enlaces con los señores colindantes fueron produciendo unidades territoriales cada vez más extensas, hasta formarse los grandes ducados. El rey, que originariamente no era sino el primero entre los iguales, primus inter pares, aspira de continuo a debilitar esta minoría poderosa. Para ello se apoya en el
pueblo
y en las ideas romanas. En ciertas épocas parecen los
señores
vencidos y el unitarismo monárquico-plebeyo-sacerdotal triunfa. Pero el vigor de los señores francos se recupera y reaparece de apoco la estructura feudal.

Quien crea que la fuerza de una nación consiste sólo en su unidad juzgará pernicioso el feudalismo. Pero la unidad sólo es definitivamente buena cuando unifica grandes fuerzas preexistentes. Hay una unidad muerta, lograda merced a la falta de vigor en los elementos que son unificados.

Por esto es un grandísimo error suponer que fue un bien para España la debilidad de su feudalismo. Cuando oigo lo contrario me produce la misma impresión que si oyese decir: es bueno que en la España actual haya pocos sabios, pocos artistas, y en general, pocos hombres de mucho talento, porque el vigor intelectual promueve grandes discusiones y lleva a contiendas y trapafiestas. Pues bien: algo parejo a lo que en la sociedad actual representa la minoría de superior intelecto fue en la hora germinal de nuestras naciones la minoría de los feudales. En Francia hubo muchos y poderosos; lograron plasmar históricamente, saturar de nacionalización hasta el último átomo de la masa popular. Para esto fue preciso que viviese largos siglos dislocado el cuerpo francés en moléculas innumerables, las cuales, conforme llegaban a la madurez de cohesión interior, se trababan en texturas más complejas y amplias hasta formar las provincias, los condados, los ducados. El poder de los
señores
defendió ese necesario pluralismo territorial contra una prematura unificación en reinos.

Pero los visigodos, que arriban ya extenuados, degenerados, no poseen esa minoría selecta. Un soplo de aire africano los barre de la Península, y cuando después la marca musulmana cede, se forman desde luego reinos con monarcas y plebe, pero sin suficiente minoría de nobles. Se me dirá que, a pesar de esto, supimos dar cima a nuestros gloriosos ocho siglos de Reconquista. Y a ello respondo ingenuamente que yo no entiendo como se pudo llamar reconquista a una cosa que dura ocho siglos. Si hubiera habido feudalismo, probablemente hubiera habido verdadera Reconquista, como hubo en otras partes Cruzadas, ejemplos maravillosos de lujo vital, de energía superabundante, de sublime deportismo histórico.

La anormalidad de la historia española ha sido demasiado permanente para que obedezca a causas accidentales. Hace cincuenta años se pensaba que la decadencia nacional venía sólo de unos lustros atrás. Costa y su generación comenzaron a entrever que la decadencia tenía dos siglos de fecha. Va para quince años —cuando yo comenzaba a meditar sobre estos asuntos—, que intenté mostrar que la decadencia se extendía a toda la Edad Moderna de nuestra historia. Razones de método, que no es útil reiterar ahora, me aconsejaban limitar el problema a ese período, el mejor conocido de la historia europea, a fin de precisar más fácilmente el diagnóstico de nuestra debilidad. Luego, mayor estudio y reflexión me han enseñado que la decadencia española no fue menor en la Edad Media que en la Moderna y Contemporánea. Ha habido algún momento de suficiente salud; hasta hubo horas de esplendor y de gloria universal, pero siempre salta a los ojos el hecho evidente de que en nuestro pasado la anormalidad ha sido lo normal. Venimos, pues, a la conclusión de que la Historia de España entera, y salvas fugaces jornadas, ha sido la historia de una decadencia.

Pero es absurdo detenerse en semejante conclusión. Porque decadencia es un concepto relativo a un estado de salud, y si España no ha tenido nunca salud —ya veremos que su hora mejor tampoco fue saludable—, no cabe decir que ha decaido.

¿No es esto un juego de palabras? Yo creo que no. Si se habla de decadencia, como si habla de enfermedad, tendemos a buscar las causas de ella en acontecimientos, en desventuras sobrevenidas a quien las padece. Buscaremos el origen del mal fuera del sujeto paciente. Pero si nos convencemos de que éste no fue nunca sano, renunciaremos a hablar de decadencia y a inquirir sus causas; en vez de ello hablaremos de defctos de constitución, de insuficiencias originarias, nativas, y este nuevo diagnóstico nos llevará a buscar causas de muy otra índole, a saber; no externas al sujeto, sino íntimas, constitucionales.

Éste es el valor que tiene para mí transferir toda la cuestión de la Edad Moderna a la Edad Media, época en que España se constituye. Y si yo gozase de alguna autoridad sobre los jóvenes capaces de dedicarse a la investigación histórica, me permitiría recomendarles que dejasen de andar por las ramas y estudiasen los siglos medios y la generación de España. Todas las explicaciones que se han dado de su decadencia no resisten cinco minutos del más tosco análisis. Y es natural, porque mal puede darse con la causa de una decadencia cuando esta decadencia no ha existido.

El secreto de los grandes problemas españoles está en la Edad Media. Acercándonos a ella corregimos el error de suponer que sólo en los últimos siglos ha decaído la vitalidad de nuestro pueblo, pero que fue en los comienzos de su historia tan enérgico y capaz como cualquiera otra raza 76 continental. Ensaye quien quiera la lectura paralela de nuestras crónicas medievales y de las francesas. La comparación le hará ver con ejemplar evidencia que, poco más o menos, la misma distancia hoy notoria entre la vida española y la francesa existía ya entonces.

Para el cronista francés y los hombres de que nos habla es el mundo una realidad espléndida dotada de facetas innumerables: a todas ellas hacen frente con una sensibilidad no menos múltiple. Hay fe y hay duda, briosa guerra, genial ambición, curiosidad de intelecto, sensual complacencia: se corteja a la mujer, se sonríe a la flora, se trucida el enemigo y se goza del bosque y la pradera. Por el contrario, en la crónica española suele reducirse la vida a un repertorio escasísimo de incitaciones y reacciones.

Pero dejemos esto. En el índice de pensamientos que es este ensayo, yo me proponía tan sólo subrayar uno de los defectos más graves y permanentes de nuestra raza: la ausencia de una minoría selecta, suficiente en número y calidad. Ahora bien: la caquexia del feudalismo español significa que esa ausencia fue inicial, que los
mejores
faltaron ya en la hora augural de nuestra génesis, que nuestra nacionalidad, en suma, tuvo una embriogenia defectuosa.

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