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Authors: José Ortega y Gasset

España invertebrada (15 page)

BOOK: España invertebrada
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¿Han llegado a este punto de espontáneo arrepentimiento las masas españolas? ¿Se inicia en ellas, aunque sea débilmente, subterráneamente, la conciencia clara de su propia ineptitud y el generoso afán de suscitar minorías excelentes, hombres ejemplares? Quien mire hoy serenamente el paisaje moral de España hallará, sin duda, algunos síntomas que cabe interpretar en este favorable sentido; pero tan esporádicos y débiles que no es posible en ellos asentar la esperanza. Podrá dentro de unos meses o de unos años variar el cariz espiritual de España, mas en la hora que transcurre sus manifestaciones permiten lo mismo suponer que el estado de invertebración rebelde, de dislocación, va a prolongarse indefinidamente, o que, por el contrario, se va a producir una conversión radical de los sentimientos en una dirección afirmativa, creadora, ascendente.

En el primer caso, la publicación de estas páginas resultará inútil, pero no dañina: ni serán entendidas ni atendidas. En el segundo, pueden rendir algún provecho, porque el nuevo estado de espíritu, todavía germinal y confuso, se encontrará en ella definido, aclarado y como subrayado.

Cambios políticos, mutación en las formas de gobierno, leyes novísimas, todo será perfectamente ineficaz si el temperamento del español medio no hace un viraje sobre sí mismo y convierte su moralidad.

Por el contrario, creo que si esta conversión se produce puede España en breve tiempo restaurarse gloriosamente, porque la sazón histórica es inmejorable.

¿Cuál es, pues, la condición suma? El reconocimiento de que la misión de las masas no es otra que seguir a los mejores, en vez de pretender suplantarlos. Y esto en todo orden y porción de la vida. Donde menos importaría la indocilidad de las masas es en política, por la sencilla razón de que lo político no es más que el cauce por donde fluyen las realidades sustantivas del espíritu nacional. Si éste se halla bien disciplinado en todo lo demás, poco daño pueden causar sus insumisiones políticas.

Donde más importa que la masa se sepa masa y, por tanto sienta el deseo de dejarse influir, de aprender, de perfeccionarse, es en los órdenes más cotidianos de la vida, en su manera de pensar sobre las cosas que se habla en las tertulias y se lee en los periódicos, en los sentimientos con que se afrontan las situaciones más vulgares de la existencia.

En España ha llegado a triunfar en absoluto el más chabacano aburguesamiento. Lo mismo en las clases elevadas que en las ínfimas rigen indiscutidas e indiscutibles normas de una atroz trivialidad, de un devastador filisteismo. Es curioso presenciar cómo en todo instante y ocasión la masa de los torpes aplasta cualquier intento de mayor fineza.

Advirtamos, por ejemplo, lo que acontece en las conversaciones españolas. Y, ante todo, no extrañe que más de una vez se aluda en este volumen a las conversaciones, tributándoles una alta consideración. ¿Por ventura se cree que es más importante la actividad electoral? Sin embargo, bien claro está que las elecciones son, a la postre, mera consecuencia de lo que se parle y de cómo se parle en un país. Es la conversación el instrumento socializador por excelencia, y en su estilo vienen a reflejarse las capacidades de la raza. Debo decir que la primera orientación hacia las ideas que este ensayo formula vino a mi reflexionando sobre el contenido y el régimen de las conversaciones castizas. Goethe observó que entre los fenómenos de la naturaleza hay algunos, tal vez de humilde semblante, dónde aquella descubre el secreto de sus leyes. Son como fenómenos modelos que aclaran el misterio de otros muchos, menos puros o más complejos. Goethe los llamó protofenómenos. Pues bien, la conversación es un protofenómeno de la historia.

Siempre que en Francia o Alemania he asistido a una reunión donde se hallasa alguna persona de egregia inteligencia, he notado que las demás se esforzaban en elevarse hasta el nivel de aquella. Había un tácito y previo reconocimiento de que la persona mejor dotada tenía un juicio más certero y dominante sobre las cosas. En cambio, siempre he advertido con pavor que en las tertulias españolas —y me refiero a las clases superiores, sobre todo a la alta burguesía, que ha dado siempre el tono a nuestra vida nacional— acontecía lo contrario. Cuando por azar tomaba parte en ellas un hombre inteligente, yo veía que acababa por no saber donde meterse, como avergonzado de sí mismo. Aquellas damas y aquellos varones burgueses asentaban con tal firmeza e indibitabilidad sus continuas necedades, se hallaban tan sólidamente instalados en sus inexpugnables ignorancias, que la menor palabra aguda, precisa o siquiera elegante sonaba a algo absurdo y hasta descortés. Y es que la burguesía española no admite la posibilidad de que existan modos de pensar superiores a los suyos ni que haya hombres de rango intelectual y moral más alto que el que ellos dan a su estólida existencia. De este modo se ha ido estrechando y rebajando el contenido espiritual del alma española, hasta el punto de que nuestra vida entera parece hecha a la medida de las cabezas y de la sensibilidad que usan las señoras burguesas, y cuanto trascienda de tan angosta órbita toma un aire revolucionario, aventurado y grotesco.

Yo espero que en este punto se comporten las nuevas generaciones con la mayor intransigencia. Urge remontar la tonalidad ambiente de las conversaciones, del trato social y de las costumbres hasta un grado incompatible con el cerebro de las señoras burguesas.

Si España quiere resucitar es preciso que se apodere de ella un formidable apetito de todas las perfecciones. La gran desdicha de la historia española ha sido la carencia de minorías egregias y el imperio imperturbado de las masas. Por lo mismo, de hoy en adelante, un imperativo debiera gobernar los espíritus y orientar las voluntades: el imperativo de selección.

Porque no existe otro medio de purificación y mejoramiento étnicos que ese eterno instrumento de una voluntad operando selectivamente. Usando de ella como de un cincel, hay que ponerse a forjar un nuevo tipo de hombre español.

No basta con mejoras políticas: es imprescindible una labor mucho más profunda que produzca el afinamiento de la raza.

Mas este asunto debe quedar aquí intacto para que lo meditemos en otro ensayo de ensayo.

JOSÉ ORTEGA Y GASSET (1883-1955), escritor y filósofo español que nació en Madrid. Ocupó un lugar de privilegio en la historia del pensamiento español de las décadas centrales del siglo XX; fue un brillante divulgador de ideas, que elaboró un discurso filosófico de notable originalidad. Se puede señalar como el denominador común de su pensamiento:
el perspectivismo,
según el cual las distintas concepciones del mundo dependen del punto de vista y las circunstancias de los individuos.

Los temas políticos y sociales y sus reflexiones sobre el problema de España constituyen una parte importante de su producción literaria. Entre sus principales trabajos figuran:
Meditación del Quijote, Vieja y nueva política, La rebelión de las masas, La decadencia nacional,
y otros.

Notas

[1]
Discurso en las Cortes Constituyentes el 4 de septiembre de 1931.
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[2]
Las razones de todo ello pueden verse en mi libro
El método de las razones históricas
(Publicado con el título
En torno a Galileo)
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[3]
Pocas cosas hay tan significativas del estado actual como oír a vascos y catalanes sostener que son ellos pueblos
oprimidos
por el resto de España. La situación privilegiada que gozan es tan evidente que, a primera vista, esa queja hará de parecer grotesca. Pero a quien le interese no tanto juzgar a las gentes como entenderlas, le importa más notar que ese sentimiento es sincero, por muy injustificado que se repute. Y es que se trata de algo puramente relativo. El hombre condenado a vivir con una mujer a quien no ama siente las caricias de ésta como un irritante roce de cadenas. Así, aquel sentimiento de opresión, injustificado en cuanto pretende reflejar una situación objetiva, es síntoma verídico del estado subjetivo en que Cataluña y Vasconia se hallan.
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[4]
El caso de Carlos III constituye a primera vista una excepción, que a la postre vendría, como toda excepción, a confirmar la regla. Pero en la estimación que hace treinta años sentían los <> españoles por Carlos III, hay una mala inteligencia. Podrá una parte de su política ser simpática desde el punto de vista de la cultura general humana, pero el conjunto es acaso el más particularista y antiespañol que ofrece la historia de la monarquía.
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