Read España invertebrada Online
Authors: José Ortega y Gasset
En las horas de historia ascendente, de apasionada instauración nacional, las masas se sienten masas, colectividad anónima que, amando su propia unidad, la simboliza y concreta en ciertas personas elegidas, sobre las cuales decanta el tesoro de su entusiasmo vital. Entonces se dice que
hay hombres.
En las horas decadentes, cuando una nación se desmorona, víctima del particularismo, las masas no quieren ser masas, cada miembro de ellas se cree con personalidad directora, y, revolviéndose contra todo el que sobresale, descarga sobre él su odio, su necedad y su envidia. Entonces, para justificar su inepcia y acallar un íntimo remordimiento, la masa dice que
no hay hombres.
Es completamente erróneo suponer que el entusiasmo de las masas depende del valer de los hombres directores. La verdad es estrictamente lo contrario: el valor social de los hombres directores depende de la capacidad de entusiasmo que posea la masa. En ciertas épocas parece congelarse el alma popular; se vuelve sórdida, envidiosa, petulante y se atrofia en ella el poder de crear mitos sociales. En tiempos de Sócrates había hombres tan fuertes como pudo ser Hércules; pero el alma de Grecia se había enfriado, e incapaz de segregar míticas fosforescencias, no acertaba ya a imaginar en torno al forzudo un radiante zodíaco de doce trabajos.
Atiéndase a la vida íntima de cualquier partido actual. En todos, incluso en los de derecha, presenciamos el lamentables espectáculo de que, en vez de seguir al jefe del partido, es la masa de éste quien gravita sobre su jefe. Existe en la muchedumbre un plebeyo resentimiento contra toda posible excelencia, y luego de haber negado a los hombres mejores todo fervor y social consagración, se vuelve a ellos y les dice:
No hay hombres
¡Curioso ejemplo de la sórdida incongruencia entre lo que la opinión pública dice y lo que más en lo hondo siente! Cuando oigais decir:
Hoy no hay hombres,
entended.
Hoy no hay masas.
Una nación es una masa humana organizada, estructurada por una minoría de individuos selectos. Cualquiera que sea nuestro credo político, nos es forzoso reconocer esta verdad, que se refiere a un estrato de la realidad histórica mucho más profundo que aquel donde se agitan los problemas políticos. La forma jurídica que adopte una sociedad nacional podrá ser todo lo democrática y aun comunista que quepa imaginar, no obstante, su constitución viva, transjurídica, consistirá siempre en la acción dinámica de una minoría sobre una masa. Se trata de una ineludible ley natural que representa en la biología de las sociedades un papel semejante al de la ley de las densidades en física. Cuando en un líquido se arrojan cuerpos sólidos de diferente densidad, acabarán estos siempre por quedar situados a la altura a que por su densidad corresponden. Del mismo modo, en toda agrupación humana se produce espontáneamente una articulación de sus miembros según la diferente densidad vital que poseen. Esto se advierte ya en la forma más simple de sociedad, en la conversación. Cuando seis hombres se reúnen para conversar, la masa indiferenciada de interlocutores que al principio son, queda poco después articulada en dos partes, una de las cuales dirige en la conversación a la otra, influye en ella, regala más que recibe. Cuando esto no acontece, es que la parte inferior del grupo se resiste anómalamente a ser dirigida, influida por la porción superior, y entonces la conversación se hace imposible. Así, cuando en una nación la masa se niega a ser masa —esto es, a seguir a la minoría directora—, la nación se deshace, la sociedad se desmembra y sobreviene el caos social, la invertebración histórica.
Un caso extremo de esta invertebración histórica estamos ahora viviendo en España.
Todas las páginas de este rápido ensayo tienden a corregir la miopía que usualmente se padece en la percepción de los fenómenos sociales. Esa miopía consiste en creer que los fenómenos sociales, históricos, son los fenómenos políticos, y que las enfermedades de un cuerpo nacional son enfermedades políticas. Ahora bien, lo político es ciertamente el escaparate, el dintorno o cutis de lo social. Por eso es lo que primero salta a la vista. Y hay, en efecto, enfermedades nacionales que son meramente perturbaciones políticas, erupciones o infecciones de la piel social. Pero esos morbos externos no son nunca graves. Cuando lo que está mal en un país es la política, puede decirse que nada está muy mal. Ligero y transitorio el malestar, es seguro que el cuerpo social se regulará a sí mismo un día u otro.
En España, por desgracia, la situación es inversa. El daño no está tanto en la política como en la sociedad misma, en el corazón y la cabeza de casi todos los españoles.
¿Y en qué consiste esta enfermedad? Se oye hablar a menudo de la
inmoralidad pública
y se entiende por ella la falta de justicia en los tribunales, la simonía en los empleos, el latrocinio en los negocios que dependen del Poder público. Prensa y Parlamento dirigen la atención de los ciudadanos hacia esos delitos como a la causa de nuestra progresiva descomposición. Yo no dudo que padezcamos una abundante dosis de
inmoralidad pública;
pero al mismo tiempo creo que un pueblo sin otra enfermedad más honda que esa podría pervivir y aun engrosar. Nadie que haya deslizado la vista por la historia universal puede desconocer esto: si se quiere un ejemplo escandaloso y nada remoto, ahí está la historia de los Estados Unidos durante los últimos cincuenta años. A lo largo de ellos ha corrido por la vida norteamericana un Misisipí de
inmoralidad pública.
Sin embargo, la nación ha crecido gigantescamente, y las estrellas de la Unión son hoy unas de las mayores constelaciones del firmamento internacional. Podrá irritar nuestra conciencia ética el hecho escandaloso de que esas formas de
inmoralidad
no aniquilen a un pueblo, ante bien, coincidan con su encumbramiento; pero mientras nos irritamos, la realidad sigue produciéndose según ella es y no según nosotros pensamos que debía ser.
La enfermedad española es, por malaventura, más grave que la susodicha
inmoralidad pública.
Peor que tener una enfermedad es ser una enfermedad. Que una sociedad sea inmoral, tenga o contenga inmoralidad, es grave; pero que una sociedad no sea una sociedad, es mucho más grave. Pues bien: éste es nuestro caso. La sociedad española se está disociando desde hace largo tiempo porque tiene infeccionada la raíz misma de la actividad socializadora.
El hecho primario social no es la mera reunión de unos cuantos hombres, sino la articulación que en ese ayuntamiento se produce inmediatamente. El hecho primario social es la organización en dirigidos y directores de un montón humano. Esto supone en unos cierta capacidad para dirigir; en otros cierta facilidad íntima para dejarse dirigir. En suma, donde no hay una minoría que actúa sobre una masa colectiva, y una masa que sabe aceptar el influjo de una minoría, no hay sociedad, o se está muy cerca de que no la haya.
Pues bien, En España vivimos hoy entregados al imperio de las masas. Los miopes no lo creen así porque, en efecto, no ven los motines en las calles ni asaltos a los Bancos y ministerios. Pero esa revolución callejera significaría solo el aspecto político ue toma, a veces, el imperio de una masa social determinada: la proletaria.
Yo me refiero a una forma de dominio mucho más radical que la algarada en la plazuela, más profunda, difusa, omnipresente, y no de una sola masa social, sino de todas, y en especie de las masas con mayor poderío: las de la clase media y superior.
En el capítulo anterior he aludido al extraño fenómeno de que, aun en los partidos políticos de la extrema derecha, no son los jefes quienes dirigen a sus masas, sino éstas quienes empujan violentamente a sus jefes para que adopten tal o cual actitud. Así hemos visto que los jóvenes
mauristas
no han aceptado la política internacional que durante la guerra Maura proponía, sino, al revés, han pretendido imponer a su jefe la política internacional que en sus cabezas livianas y atropelladas —cabezas de
masa—
se había instalado. Lo propio aconteció con los carlistas, que han coceado en masa a su conductor, obligándole a una retirada.
Las Juntas de Defensa no son, a la postre, sino otro ejemplo de esta subversión moral de las masas contra la minoría selecta. En los cuartos de banderas se ha creído de buena fe —y esta buena fe es lo morboso del hecho— que allí se entendía de política más que en los lugares donde, por obligación o por devoción, se viene desde hace muchos años meditando sobre los asuntos públicos.
Este fenómeno mortal de insubordinación espiritual de las masas contra toda minoría eminente se manifiesta con tanta mayor exquisitez cuanto más nos alejamos de la zona política. Así el público de los espectáculos y conciertos se cree superior a todo dramaturgo, compositor o crítico, y se complace en cocear a unos y a otros. Por muy escasa discreción y sabiduría que goce un crítico, siempre ocurrirá que posee más de ambas cualidades que la mayoría del público. Sería lo natural que ese público sintiese la evidente superioridad del crítico, y reservándose toda la independencia definitiva que parece justa, hubiese en él la tendencia de dejarse influir por las estimaciones del entendido. Pero nuestro público parte de un estado de espíritu inverso a éste: la sospecha de que alguien pretenda entender de algo un poco más que él, le pone fuera de sí.
En la misma sociedad aristocrática acontece lo propio. No son las damas mejor dotadas de espiritualidad y elegancia quienes imponen sus gustos y maneras, sino al revés, las damas más aburguesadas, toscas e inelegantes, quienes aplastan con su necedad a aquellas criaturas excepcionales.
Dondequiera asistimos al deprimente espectáculo de que los peores, que son los más, se revuelven frenéticamente contra los mejores.
¿Cómo va a haber organización en la política española, si no la hay ni siquiera en las conversaciones? España se arrastra invertebrada, no ya en su política, sino, lo que es más hondo y sustantivo que la política, en la convivencia social misma.
De esta manera no podrá funcionar mecanismo alguno de los que integran la máquina pública. Hoy se parará una institución, mañana otra, hasta que sobrevenga el definitivo colapso histórico.
Ni habrá ruta posible para salir de tal situación, porque negándose la masa a lo que es su biológica misión, esto es, a seguir a los mejores, no aceptará ni escuchará las opiniones de éstos, y solo triunfarán en el ambiente colectivo las opiniones de la masa, siempre inconexas, desacertadas y pueriles.
Cuando la masa nacional degenera hasta el punto de caer en un estado de espíritu como el descrito, son inútiles razonamientos y predicación. Su enfermedad consiste precisamente en que no quiere dejarse influir, en que no está dispuesta a la humilde actitud de escuchar. Cuanto más se la quiera adoctrinar, más herméticamente cerrará sus oídos y con mayor violencia pisoteará a los predicadores. Para sanar será preciso que sufra en su propia carne las consecuencias de su desviación moral. Así ha acontecido siempre.
Las épocas de decadencia son las épocas en que la minoría directora de un pueblo —la aristocracia— ha perdido sus cualidades de excelencia, aquellas precisamente que ocasionaron su elevación. Contra esa aristocracia ineficaz y corrompida se rebela la masa justamente. Pero, confundiendo las cosas, generaliza las objeciones que aquella determinada aristocracia inspira, y en vez de sustituirla con otra más virtuosa, tiende a eliminar todo intento aristocrático. Se llega a creer que es posible la existencia social sin minoría excelente; más aún: se construyen teorías políticas e históricas que presentan como ideal una sociedad exenta de aristocracia. Como esto es positivamente imposible, la nación prosigue aceleradamente su trayectoria de decadencia. Cada día están las cosas peor. Las masas de los distintos grupos sociales —un día, la burguesía; otro, la milicia; otro, el proletariado— ensayan vanas panaceas de buen gobierno que en su simplicidad mental imaginaban poseer. A fin, el fracaso de sí mismas; experimentado al actuar, alumbra en sus cabezas, como un descubrimiento, la sospecha de que las cosas son más complicadas de lo que ellas suponían y, consecuentemente, que no son ellas las llamadas a regirlas. Paralelamente a este fracaso político padecen en su vida privada los resultados de la desorganización. La seguridad pública peligra; la economía privada se debilita; todo se vuelve angustioso y desesperante; no hay donde tornar la mirada que busca socorro. Cuando la sensibilidad colectiva llega a esta sazón, suele iniciarse una nueva época histórica. El dolor y el fracaso crean en las masas una nueva actitud de sincera humildad, que les hace volver la espalda a todas aquellas ilusiones y teorías antiaristocráticas. Cesa el rencor contra la minoría eminente. SE reconoce la necesidad de su intervención específica en la convivencia social. De esta suerte, aquel ciclo histórico se cierra y vuelve a abrirse otro. Comienza un período en que se va a formar una nueva aristocracia.
Repito que todo este proceso se desarrollo no sólo ni siquiera principalmente en el orden político. Las ideas de aristocracia y masa han de entenderse referidas a todas las formas de relación interindividual, y actúan en todos los puntos de coexistencia humana. Precisamente allí donde su acción pudiera juzgarse más baladí es donde ejercen su influjo más decisivo y primario. Cuando la subversión moral de la masa contra la minoría mejor llega ala política, ha recorrido ya todo el cuerpo social.
Hay en la historia una perenne sucesión alternada de dos clases de épocas: épocas de formación de aristocracias y con ellas de la sociedad, y épocas de decadencia de esas aristocracias, y con ella disolución de la sociedad. En los purana indios se las llama época Kitra y época Kali, que en ritmo perdurable se siguen una a otra. En las épocas Kali, el régimen de castas degenera; los sudra, es decir los inferiores, se encumabran porque Brahma ha caído en el sopor. Entonces Vishnú toma la forma terrible de Siva y destruye las formas existentes: el crepúsculo de los dioses alumbra lívido el horizonte. Al cabo, Brama despierta, y bajo la fisonomía de Vishnú, el dios benigno, recrea el Cosmos de nuevo y hace alborear la época Kitra.
A los hombres de una época Kali, como ha sido la que en nosotros concluye, les irrita sobremanera la idea de las castas. Y sin embargo, se trata de un pensamiento profundo y certero. Dos elementos muy distintos y de valor desigual se unen en él.