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Authors: José Ortega y Gasset

España invertebrada (12 page)

BOOK: España invertebrada
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Una raza humana que no haya degenerado produce normalmente, en proporción con la cifra total de sus miembros, cierto número de individuos eminentes, donde las capacidades intelectuales, morales, y en general, vitales, se presentan como máxima potencialidad. En las razas más finas, este coeficiente de eminencias es mayor que en las razas bastas, o, dicho al revés, una raza es superior a otra cuando consigue poseer mayor número de individuos egregios.

La excelencia de estas personalidades óptimas es de tipo muy diverso. Dentro de cada clase o grupo se destacan ciertos individuos en quienes las calidades propias a la clase o grupo aparecen extremadas. Una nación no podría nutrir sus necesidades históricas si estuviese atenida a un solo tipo de excelencia. Hace falta, junto a los eminentes sabios y artistas, el militar ejemplar, el industrial perfecto, el obrero modelo y aun el genial hombre de mundo. Y tanto o más que todo esto necesita una nación de mujeres sublimes. La carencia perdurable de algunos de estos tipos cardinales de perfección concluirá por hacerse sentir en el desarrollo multisecular de la vida nacional. La raza cojeará de algún lado, y esta claudicación acarreará a la postre su total decadencia. Porque hay un cierto mínimo de funciones vitales superiores que todo pueblo necesita ejercer cumplidamente, so pena de muerte. A este fin, es necesario que en el pueblo existan siempre individuos dotados ejemplarmente para el ejercicio de aquellas funciones. De otra suerte, el nivel de ese ejercicio irá descendiendo hasta caer bajo la línea que marca el mínimo de perfección imprescindible. Tómese como ejemplo la actividad intelectual. Es evidente que una nación contemporánea no puede vivir con alguna plenitud si no sabe ejercer sus funciones intelectivas —concepción de la realidad, ciencias, técnicas, administración— con elevación, complejidad y sutileza. Ahora bien: si durante varias generaciones faltan o escasean hombres de vigorosa inteligencia que sirvan de diapasón y norma a los demás, que marquen el tono de intensidad mental exigido por los problemas del tiempo, la masa tenderá, según la ley del mínimo esfuerzo, a pensar con menos rigor ; el repertorio de curiosidades, ideas, puntos de vista, menguará progresivamente hasta caer bajo el nivel impuesto por las necesidades de la época. Tendremos el caso de una raza entontecida, intelectualmente degenerada.

Este mecanismo de ejemplaridad-docilidad, tomado como principio de la coexistencia social, tiene la ventaja, no sólo de sugerir cuál es la fuerza espiritual que crea y mantiene las sociedades, sino que, a la vez, aclara el fenómeno de las decadencias e ilustra la patología de las naciones. Cuando un pueblo se arrastra por los siglos gravemente valetudinario, es siempre o porque faltan en él hombres ejemplares, o porque las masas son indóciles. La coyuntura extrema consistirá en que ocurran ambas cosas.

Véase hasta que punto la cuestión de las relaciones entre aristocracia y masa es previa a todos los formalismos éticos y jurídicos, puesto que nos aparece como la raíz del hecho social.

Si ahora tornamos los ojos a la realidad española, fácilmente descubriremos en ella un atroz paisaje saturado de indocilidad y sobremanera exento de ejemplaridad. Por una extraña y trágica perversión del instinto encargado de las valoraciones, el pueblo español, desde hace siglos, detesta todo hombre ejemplar, o, cuando menos está ciego para sus cualidades excelentes. Cuando se deja conmover por alguien, se trata, casi invariablemente, de algún personaje ruin e inferior que se pone al servicio de los instintos multitudinarios.

El dato que mejor define la peculiaridad de una raza es el perfil de los modelos que elige, como nada revela mejor la radical condición de un hombre que los tipos femeninos de que es capaz de enamorarse. En la elección de la amada hacemos, sin saberlo, nuestra más verídica confesión.

Después de haber mirado y remirado largamente los diagnósticos que suelen hacerse de la mortal enfermedad padecida por nuestro pueblo, me parece hallar el más cercano a la verdad en la aristofobia u odio a los mejores.

La ausencia de los
mejores

Lo primero que el historiador debiera hacer para definir el carácter de una nación o de una época es fijar la ecuación peculiar en que las relaciones de sus masas con las minorías selectas se desarrollan dentro de ella. La fórmula que descubra será una clave secreta para sorprender las más recónditas palpitaciones de aquel cuerpo histórico.

Hay razas que se han caracterizado por una abundancia casi monstruosa de personalidades ejemplares, tras las cuales sólo había una masa exigua, insuficiente e indócil. Este fue el caso de Grecia, y éste es el origen de su inestabilidad histórica. Llegó un momento en que la nación helénica vino a ser como una industria donde solo se elaborasen modelos, en vez de contentarse con fijar unos cuantos standards y fabricar conforme a ellos abundante mercancía humana. Genial como cultura, fue Grecia inconsistente como cuerpo social y como Estado.

Un caso inverso es el que ofrecen Rusia y España, los dos extremos de la gran diagonal europea. Muy diferentes en otra porción de calidades, coinciden Rusia y España en ser las dos razas —pueblo—; esto es, en padecer una evidente y perdurable escasez de individuos eminentes. La nación eslava es una enorme masa popular sobre la cual tiembla una cabeza minúscula. Ha habido siempre, es cierto, una exquisita minoría que actuaba sobre la vida rusa, pero de dimensiones tan exiguas en comparación con la vastedad de la raza, que no ha podido nunca saturar de su influjo organizador el gigantesco plasma popular. De aquí el aspecto protoplasmático, amorfo, persistentemente primitivo que la existencia rusa ofrece

En cuanto a España... Es extraño que de nuestra larga historia no se haya espumado cien veces el rasgo más característico, que es, a la vez, el más evidente y a la mano: la desproporción casi incesante entre el valor de nuestro vulgo y el de nuestras minorías selectas. La personalidad autónoma, que adopta ante la vida una actitud individual y consciente, ha sido rarísima en nuestro país. Aquí lo ha hecho todo el
pueblo,
y lo que el
pueblo
no ha podido hacer se ha quedado sin hacer. Ahora bien: el
pueblo
sólo puede ejercer funciones elementales de vida; no puede hacer ciencia, ni arte superior, ni crear una civilización pertrechada de complejas técnicas, ni organizar un Estado de prolongada consistencia, ni destilar de las emociones mágicas una elevada religión.

Y, en efecto, el arte español es maravilloso en sus formas populares y anónimas —cantos, danzas, cerámica— y es muy pobre en sus formas eruditas y personales. Alguna vez ha surgido un hombre genial, cuya obra aislada y abrupta no ha conseguido elevar el nivel medio de la producción. Entre él, solitario individuo, y la masa llana no había intermediarios y por lo mismo, no había comunicación. Y eso que esos raros genios españoles han sido siempre medio
pueblo
sin que su obra haya conseguido nunca libertarse por completo de una ganga plebeya o vulgar.

Uno de los síntomas que diferencian la obra ejecutada por la masa de la que produce el esfuerzo personal es la
anonimidad.
Lo popular puede ser lo anónimo. Pues bien: compárese el conjunto de la historia de Inglaterra o de Francia con nuestra historia nacional, y saltará a la vista el carácter anónimo de nuestro pasado contrastando con la fértil pululación de personalidades sobre el escenario de aquellas naciones.

Mientras la historia de Francia o de Inglaterra es una historia hecha principalmente por minorías, todo lo ha hecho aquí la masa, directamente o por medio de su condensación virtual en el Poder público, político o eclesiástico. Cuando entramos en nuestras villas milenarias vemos iglesias y edificios públicos. La creación individual falta casi por completo. ¿No se advierte la pobreza de nuestra arquitectura civil privada? Los
palacios
de las viejas ciudades son, en rigor, modestísimas habitaciones en cuya fachada gesticula pretenciosamente la vanidad de unos blasones. Si se quitan a Toledo, la imperial Toledo, el Alcázar y la Catedral, queda una mísera aldea.

De suerte que, asi como han escaseado los hombres de sensibilidad artística poderosa, capaces de crearse un estilo personal, han faltado también los fuertes temperamentos que logran concentrar en su propia persona una gran energía social y merced a ello pueden realizar grandes obras de orden material o moral.

Mírese por donde plazca el hecho español de hoy, de ayer o de anteayer, siempre sorprenderá la anómala ausencia de una minoría suficiente. Este fenómeno explica toda nuestra historia, inclusive aquellos momentos de fugaz plenitud.

Pero hablar de la historia de España es hablar de lo desconocido. Puede afirmarse que casi todas las ideas sobre el pasado nacional que hoy viven alojadas en las cabezas españolas son ineptas y, a menudo, grotescas. Ese repertorio de concepciones, no sólo falsas, sino intelectualmente monstruosas, es precisamente una de las grande rémoras que impiden el mejoramiento de nuestra vida.

Yo no quisiera aventurarme a exponer ahora con excesiva abreviatura lo que a mi juicio constituye el perfil esencial de la historia española. Son de tal modo heterodoxos mis pensamientos, dan de tal modo en rostro al canon usual, que parecería lo que dijese una historia de España vuelta del revés.

Pero hay un punto que me es forzoso tocar. Hemos oído constantemente decir que una de las virtudes preclaras de nuestro pasado consiste en que no hubo en España feudalismo. Por esta vez, la opinión reiterada es, en parte, exacta: en España no ha habido apenas feudalismo; sólo que esto, lejos de ser una virtud, fue nuestra primera gran desgracia y la causa de todas las demás.

España es un organismo social; es, por decirlo así, un animal histórico que pertenece a una historia determinada, a un tipo de sociedades o
naciones
germinadas en el centro y occidente de Europa cuando el Imperio romano sucumbe. Esto quiere decir que España posee una estructura específica idéntica a las de Francia, Inglaterra e Italia. Las cuatro naciones se forman por la conjunción de tres elementos, dos de los cuales son comunes a todas y sólo uno varía. Esos tres elementos son: la raza relativamente autóctona, el sedimento civilizatorio romano y la inmigración germánica. El factor romano, idéntico en todas partes, representa un elemento neutro en la evolución de las naciones europeas. A primera vista parece lógico buscar el principio decisivo que las diferencia en la base autóctona, de modo que Francia se diferenció de España lo que la raza gala se diferenciase de la ibérica. Pero esto es un error. No pretendo, claro está, negar la influencia diferenciadora de galos e íberos en el desarrollo de Francia y España; lo que niego es que sea ella la decisiva. Y no lo es por una razón sencilla. Ha habido naciones que se formaron por fusión de varios elementos en un mismo plano. A este tipo pertenecen casi todas las naciones asiáticas. El pueblo A y el pueblo B se funden sin que el mecanismo de esa fusión corresponda a uno de ellos un rango distinto superior. Pero nuestras naciones europeas tienen una anatomía y un fisiología histórica muy diferentes de las de esos pueblos orientales. Como antes decía, pertenecen a una especie zoológica distinta y tienen su peculiar biología. Son sociedades nacidas de la conquista de un pueblo por otro —no de un pueblo por un ejército, como aconteció en Roma—. Los germanos conquistadores no se funden con los autóctonos vencidos, en un mismo plano, horizontalmente, sino verticalmente. Podrán recibir influjos del vencido, como los recibieron de la disciplina romana; pero en lo esencial son ellos quienes imponen su estilo social a la masa sometida; son el poder plasmante y organizador; son la
forma,
mientras los autóctonos son la
materia.
Son el ingrediente decisivo; son los que
deciden.
El carácter vertical de las estructuras nacionales europeas, que mientras se van formando las mantiene articuladas en dos planos o estratos, me parece ser el rasgo típico de su biología histórica.

Siendo, pues, los germanos el ingrediente decisivo, también lo serán para los efectos de la diferenciación, con lo cual llego a un pensamiento que parecerá escandaloso, pero que me interesa dejar aquí someramente formulado, a saber: la diferencia entre Francia y España se deriva, no tanto de la diferencia entre galos e íberos como de la diferente calidad de los pueblos germánicos que invadieron ambos territorios. Va de Francia a España lo que va del franco al visigodo.

Por desgracia, del franco al visigodo va una larga distancia. Si cupiese acomodar los pueblos germánicos inmigrantes en una escala de mayor a menor vitalidad histórica, el franco ocuparía el grado más alto, el visigodo un grado muy inferior. Esta diferente potencialidad de uno y de otro ¿era originaria, nativa? No es ello cosa que ahora podamos averiguar ni importa para nuestra cuestión. El hecho es que al entrar el franco en las Galias y el visigodo en España representan ya dos niveles distintos de energía humana. El visigodo era el pueblo más viejo de Germania, había convivido con el Imperio romano en su hora más corrupta, había recibido su influjo directo y envolvente. Por lo mismo era el más
civilizado,
esto es, el más reformado, deformado y anquilosado. Toda
civilización
recibida es fácilmente mortal para quien la recibe. Porque la
civilización
—a diferencia de la cultura— es un conjunto de técnicas mecanizadas, de excitaciones artificiales, de lujos o
luxuria
que se va formando por decantación en la vida de un pueblo. Inoculado a otro organismo popular es siempre tóxico, y en altas dosis es mortal. Un ejemplo: el alcohol fue una
luxuria
aparecida en las civilizaciones de raza blanca, que, aunque sufran daños con su uso, se han mostrado capaces de soportarlo. En cambio, transmitido a Oceanía y al África negra, el alcohol aniquila razas enteras.

Eran pues, los visigodos germanos alcoholizados de romanismo, un pueblo decadente que venía dando tumbos por el espacio y por el tiempo cuando llega a España, último rincón de Europa, donde encuentra algún reposo. Por el contrario, el franco irrumpe intacto en la gentil tierra de Galia, vertiendo sobre ella el torrente indómito de su vitalidad.

Yo quisiera que mis lectores entendiesen por vitalidad simplemente el poder de creación orgánica en que la vida consiste, cualquiera que sea su misterioso origen. Vitalidad es el poder que la célula sana tiene de engendrar otra célula, y es igualmente vitalidad la fuerza arcana que crea un gran imperio histórico. En cada especie y variedad de seres vivos la vitalidad o poder de creación orgánica toma una dirección o estilo peculiar.

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