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Authors: José Ortega y Gasset

España invertebrada (7 page)

BOOK: España invertebrada
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El proceso incorporativo consistía en una faena de
totalización:
grupos sociales que eran todos aparte quedaban integrados como partes de un todo. La desintegración es el suceso inverso: las partes del todo comienzan a vivir como todos aparte. A este fenómeno de la vida histórica llamo
particularismo
y si alguien me preguntase cuál es el carácter más profundo y más grave de la actualidad española, yo contestaría con esa palabra.

Pensando de esta suerte, claro es que me parece una frivolidad juzgar el catalanismo y el bizcaitarrismo como movimientos artificiosos nacidos del capricho privado de unos cuantos. Lejos de esto, son ambos no otra cosa que la manifestación más acusada del estado de descomposición en que ha caído nuestro pueblo; en ellos se prolonga el gesto de dispersión que hace tres siglos fui iniciado. Las teorías nacionalistas, los programas políticos del regionalismo, las frases de sus hombres carecen de interés y son en gran parte artificios. Pero en estos movimientos históricos, que son mecánica de masas, lo que se dice es siempre mero pretexto, elaboración superficial, transitoria y ficticia, que tiene sólo un valor simbólico como expresión convencional y casi siempre incongruente de profundas emociones, inefables y oscuras, que operan en el subsuelo del alma colectiva. Todo el que en política y en historia se rija por lo que se dice, errará lamentablemente. Ni el programa de Tívoli expresa adecuadamente el impulso centrífugo que siente el pueblo catalán, ni la ausencia de esos programas secesionistas prueba que Galicia, Asturias, Aragón, Valencia no sientan exactamente el mismo instinto de particularismo.

Lo que la gente piensa y dice —la opinión pública— es siempre respetable, pero casi nunca expresa con rigor sus verdaderos sentimientos. La queja del enfermo no es el nombre de su enfermedad. El cardíaco suele quejarse de todo su cuerpo menos de su víscera cordial. A lo mejor nos duele la cabeza, y lo que tienen que curarnos es el hígado. Medicina y política, cuanto mejores son, más se parecen al método de Ollendorf.

La esencia del particularismo es que cada grupo deja de sentirse a sí mismo como parte, y
en consecuencia deja de compartir los sentimientos de los demás.
No le importan las esperanzas o necesidades de los otros y no se solidarizará con ellos para auxiliarlos en su afán. Como el vejamen que acaso sufre el vecino no irrita por simpática transmisión a los demás núcleos nacionales, queda éste abandonado a su desventura y debilidad. En cambio, es característica de ese estado social la hipersensibilidad para los propios males. Enojos o dificultades que en tiempos de cohesión son fácilmente soportados, parecen intolerables cuando el alma del grupo se ha desintegrado de la convivencia nacional
[3]
.

En este esencial sentido podemos decir que el particularismo existe hoy en toda España, bien que modulado diversamente según las condiciones de cada región. En Bilbao y Barcelona, que se sentían como las fuerzas económicas mayores en la Península, ha tomado el particularismo un cariz agresivo, expreso y de amplia musculatura retórica. En Galicia, tierra pobre, habitada por almas rendidas, suspicaces y sin confianza en sí mismas, el particularismo será reentrado, como erupción que no puede brotar, y adoptará la fisonomía de un sordo y humillado resentimiento, de una inerte entrega a la voluntad ajena, en que se libra sin protestas el cuerpo para reservar tanto más la íntima adhesión.

No he comprendido nunca por qué preocupa el nacionalismo afirmativo de Cataluña y Vasconia y, en cambio no causa pavor el nihilismo nacional de Galicia o Sevilla. Esto indica que no se ha percibido aún toda la profundidad del mal y que los patriotas con cabeza de cartón creen resuelto el formidable problema nacional si son derrotados en unas elecciones los señores Sota o Cambó.

El propósito de este ensayo es corregir la desviación en la puntería del pensamiento político al uso, que busca el mal radical del catalanismo y el bizcaitarrismo en Cataluña y en Vizcaya, cuando no es allí donde se encuentra. ¿Dónde, pues?

Para mi esto no ofrece duda: cuando una sociedad se consume víctima del particularismo, puede siempre afirmarse que el primero en mostrarse particularista fue precisamente el Poder central. Y esto es lo que ha pasado en España.

Castilla ha hecho a España y Castilla la ha deshecho.

Núcleo inicial de la incorporación ibérica, Castilla acertó a superar su propio particularismo e invitó a los demás pueblos peninsulares para que colaborasen en un gigantesco proyecto de vida común. Inventa Castilla grandes empresas incitantes, se pone al servicio de altas ideas jurídicas, morales, religiosas, dibuja un sugestivo plan de orden social: impone la norma de que todo hombre mejor debe ser preferido a su inferior, el activo al inerte, el agudo al torpe, el noble al vil. Todas estas aspiraciones, normas, hábitos, ideas se mantienen durante algún tiempo vivaces. Las gentes alientan influidas eficazmente por ellas, crecen en ellas, las respetan o las temen. Pero si nos asomamos a la España de Felipe III advertiremos una terrible mudanza. A primera vista nada ha cambiado, pero todo se ha vuelto de cartón y suena a falso. Las palabras vivaces de antaño siguen repitiéndose, pero ya no influyen en los corazones: las ideas incitantes se han tornado tópicos. No se emprende nada nuevo, ni en lo político, ni en lo científico, ni en lo moral. Toda la actividad que resta se emplea precisamente
en no hacer nada nuevo,
en conservar el pasado —instituciones y dogmas—, en sofocar toda iniciación, todo fermento innovador. Castilla se transforma en lo más opuesto a sí misma: se vuelve suspicaz, angosta, sórdida, agria. Ya no se ocupa en potenciar la vida de las otras regiones; celosa de ellas, las abandona a sí mismas y empieza a no enterarse de lo que en ellas pasa.

Si Cataluña o Vasconia hubiesen sido las razas formidables que ahora se imaginan ser, habrían dado un terrible tirón de Castilla cuando ésta comenzó a hacerse particularista, es decir, a no contar debidamente con ellas. La sacudida en la periferia hubiese acaso despertado las antiguas virtudes del centro y no habrían, por ventura, caído en la perdurable modorra de idiotez y egoísmo que ha sido durante tres siglos nuestra historia.

Analicemos las fuerzas diversas que actuaban en la política española durante todas esas centurias, y se advertirá claramente su atroz particularismo. Empezando por la Monarquía y siguiendo por la Iglesia, ningún poder nacional ha pensado más que en sí mismo. ¿Cuándo ha latido el corazón, al fin y al cabo extranjero, de un monarca español o de la Iglesia española por los destinos hondamente nacionales? Que se sepa, jamás. Han hecho todo lo contrario:
Monarquía e Iglesia se han obstinado en hacer adoptar sus destinos propios como los verdaderamente nacionales
[4]
.

Han fomentado, generación tras generación, una selección inversa en la raza española. Sería curioso y científicamente fecundo hacer una historia de las preferencias manifestadas por los reyes españoles en la elección de las personas. Ella mostraría la increíble y continuada perversión de valoraciones que los ha llevado casi indefectiblemente a preferir los hombres tontos a los inteligentes, los envilecidos a los irreprochables. Ahora bien: el error habitual, inveterado, en la elección de personas, la preferencia inveterada de lo ruin a lo selecto es el síntoma más evidente de que no se quiere en verdad hacer nada, emprender nada, crear nada que perviva luego por sí mismo. Cuando se tiene el corazón lleno de un alto empeño se acaba siempre por buscar los hombres más capaces de ejecutarlo.

En vez de renovar periódicamente el tesoro de ideas vitales, de modos de coexistencia, de empresas unitivas, el Poder público ha ido triturando la convivencia española y ha usado de su fuerza nacional casi exclusivamente para fines privados.

¿Es extraño que, al cabo del tiempo, la mayor parte de los españoles, y desde luego la mejor, se pregunte: para qué vivimos juntos?
Porque vivir es algo que se hace hacia delante, es una actividad que va de este segundo al inmediato futuro.
No basta pues, para vivir la resonancia del pasado y mucho menos para convivir. Por eso decía Renan que una nación es un plebiscito cotidiano. En el secreto inefable de los corazones se hace todos los días un fatal sufragio que decide si una nación puede de verdad seguir siéndolo. ¿Qué nos invita el Poder público a hacer mañana en entusiasta colaboración? Desde hace mucho tiempo, mucho, siglos, pretende el Poder público que los españoles existamos no más que para que él se de el gusto de existir. Como el pretexto es excesivamente menguado, España se va deshaciendo, deshaciendo... Ho ya es, más bien que un pueblo, la polvareda que queda cuando por la gran ruta histórica ha pasado galopando un gran pueblo...

Así, pues, yo encuentro que lo más importante en el catalanismo y el bizcaitarrismo es precisamente lo que menos suele advertirse en ellos, a saber: lo que tienen de común, por una parte, 40 con el largo proceso de secular desintegración que ha segado los dominios de España; por otra parte, con el particularismo latente o variamente modulado que existe hoy en el resto del país. Lo demás, la afirmación de la diferencia étnica, el entusiasmo por sus idiomas, la crítica de la política central, me parece que, o no tiene importancia, o si la tiene, podría aprovecharse en sentido favorable.

Pero esta interpretación del secesionismo vasco-catalán como mero caso específico de un particularismo más general existente en toda España queda mejor probada si nos fijamos en otro fenómeno agudísimo característico de la hora presente y que nada tiene que ver con provincias, regiones ni razas: el particularismo de las clases sociales.

Compartimentos estancos

La incorporación en que se crea un gran pueblo es principalmente una articulación de grupos étnicos o políticos diversos; pero no es esto sólo: a medida que el cuerpo nacional crece y se complican sus necesidades, origínase un movimiento diferenciador en las funciones sociales y, consecuentemente, en los órganos que las ejercen. Dentro de la sociedad unitaria van apareciendo e hinchiéndose pequeños orbes inclusos, cada cual con su peculiar atmósfera, con sus principios, intereses y hábitos sentimentales e ideológicos distintos: son el mundo militar, el mundo político, el mundo industrial, el mundo científico y artístico, el mundo obrero, etcétera. En suma: el proceso de unificación en que se organiza una gran sociedad lleva el contrapunto de un proceso diferenciador que divide aquélla en clases, grupos profesionales, oficios, gremios.

Los núcleos étnicos incorporados, antes de su incorporación, existían ya como todos independientes. Las clases y los grupos profesionales, en cambio, nacen, desde luego, como partes. Aquellos, mejor o peor, pueden volver a vivir solitarios y por sí; pero éstos y aparte cada uno, no podrían subsistir. ¡Hasta tal punto les es esencial ser partes y sólo partes de una estructura que los envuelve y lleva! El industrial necesita del productor de primeras materias, del comprador de sus productos, del gobernante que pone un orden en el tráfico, del militar que defiende ese orden. A su vez, el mundo militar,
de los defensores
—decía don Juan Manuel—, necesita del industrial, del agrícola, del técnico.

Habrá, por tanto, salud nacional en la medida que cada una de estas clases y gremios tenga viva conciencia de que es ella meramente un trozo inseparable, un miembro del cuerpo público. Todo oficio u ocupación continuada arrastra consigo un principio de inercia que induce al profesional a irse encerrando cada vez más en el reducido horizonte de sus preocupaciones y hábitos gremiales. Abandonado a su propia inclinación, el grupo acabará por perder toda sensibilidad para la interdependencia social, toda noción de sus propios límites y aquella disciplina que mutuamente se imponen los gremios al ejercer presión los unos sobre los otros y sentirse vivir juntos.

Es preciso, pues, mantener vivaz en cada clase o profesión la conciencia de que existen en torno a ella otras muchas clases y profesiones, de cuya cooperación necesitan, que son tan respetables como ella y tienen modos y aún manías gremiales que deben ser en parte tolerados o, cuando menos, conocidos.

¿Cómo se mantiene despierta esta corriente profunda de solidaridad? Vuelvo una vez más al tema que es
leimotiv
de este ensayo: la convivencia nacional es una realidad activa y dinámica, no una coexistencia pasiva y estática como el montón de piedras al borde de un camino. La nacionalización se produce en torno a fuertes empresas incitadoras que exigen de todos un máximum de rendimiento y, en consecuencia, de disciplina y mutuo aprovechamiento. La reacción primera que en el hombre origina una coyuntura difícil o peligrosa es la concentración de todo su organismo, un apretar las filas de las energías vitales, que quedan alerta y en pronta disponibilidad para ser lanzadas contra la hostil situación. Algo semejante acontece en un pueblo cuando necesita o quiere en serio hacer algo. En tiempo de guerra, por ejemplo, cada ciudadano parece quebrar el recinto hermético de sus preocupaciones exclusivistas, y agudizada su sensibilidad por el todo social, empleo no poco esfuerzo mental en pasar revista, una vez y otra, a lo que puede esperarse de las demás clases y profesiones. Advierte entonces con dramática evidencia la angostura de su gremio, la escasez de sus posibilidades y la radical dependencia de los restantes en que, sin notarlo, de hallaba. Recibe ansiosamente las noticias que le llegan del estado material y moral de otros oficios, de los hombres que en ellos son eminentes y en cuya capacidad puede confiarse. Cada profesión, por decirlo así, vive en tales agudas circunstancias la vida entera de las demás. Nada acontece en un grupo social que no llegue a conocimiento del resto y deje en él su huella. La sociedad se hace más compacta y vibra integralmente de polo a polo. A esta cualidad, que en los casos bélicos se manifiesta superlativamente, pero que en medida bastante es poseída por todo pueblo saludable, llamo
elasticidad social.
Es en el orden psicológico la misma condición que en el físico permite a la bola de billar transmitir, casi sin pérdida, la acción ejercida sobre uno de sus puntos a todos los demás de su esfera. Merced a esta elasticidad social la vida de cada individuo queda en cierta manera multiplicada por la de todos los demás; ninguna energía se despilfarra; todo esfuerzo repercute en amplias ondas de transmisión psicológica, y de este modo se aprovecha y acumula. Sólo una nación de esta suerte elástica podrá en su día y en su hora ser cargada prontamente de la electricidad histórica que proporciona los grandes triunfos y asegura las decisivas y salvadoras reacciones.

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