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Authors: José Ortega y Gasset

España invertebrada (6 page)

BOOK: España invertebrada
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Desde estos pensamientos, como desde su observatorio, miremos ahora en la lejanía de una perspectiva casi astronómica el presente de España.

¿Por qué hay separatismo?

Uno de los fenómenos más característicos de la vida política española en los últimos veinte años ha sido la aparición de regionalismos, nacionalismos, separatismos; esto es, movimientos de secesión étnica y territorial. ¿Son muchos los españoles que hallan llegado a hacerse cargo de cuál es la verdadera realidad histórica de tales movimientos? Me temo que no.

Para la mayor parte de la gente el
nacionalismo
catalán y vasco es un movimiento artificioso que, extraído de la nada, sin causa ni motivos profundos, empieza de pronto unos cuantos años hace. Según esta manera de pensar, Cataluña y Vasconia no eran antes de ese movimiento unidades sociales distintas de Castilla o Andalucía. Era España una masa homogénea, sin discontinuidades cualitativas, sin confines interiores de unas partes con otras. Hablar ahora de regiones, de pueblos diferentes, de Cataluña, de Euzkadi, es cortar con un cuchillo una masa homogénea y tajar cuerpos distintos en lo que era un compacto volumen.

Unos cuantos hombres, movidos por codicias económicas, por soberbias personales, por envidias más o menos privadas, van ejecutando deliberadamente esta faena de despedazamiento nacional, que sin ellos y su caprichosa labor no existiría. Los que tienen de estos movimientos secesionistas pareja idea, piensan con lógica consecuencia que la única manera de combatirlos es ahogarlos por directa estrangulación: persiguiendo sus ideas, sus organizaciones y sus hombres. La forma concreta de hacer esto es, por ejemplo, la siguiente: En Barcelona y Bilbao luchan
nacionalistas
y
unitarios;
pues bien, el Poder central deberá prestar la incontrastable fuerza de que como Poder total goza, a una de las partes contendientes; naturalmente, la unitaria. Esto es, al menos, lo que piden los centralistas vascos y catalanes, y no es raro oir de sus labios frases como éstas:
Los separatistas no deben ser tratados como españoles.
Todo se arreglará con que el Poder central nos envíe un gobernador que se ponga a nuestras órdenes.

Yo no sabría decir hasta que extremado punto discrepan de las referidas mis opiniones sobre el origen, carácter, trascendencia y tratamiento de esas inquietudes secesionistas. Tengo la impresión de que el
unitarismo
que hasta ahora se ha opuesto a catalanistas y bizcaitarras, es un producto de cabezas catalanas y vizcaínas nativamente incapaces —hablo en general y respeto todas las individualidades— para comprender la historia de España. Porque no se le dé vueltas: España es una cosa hecha por Castilla, y hay razones para ir sospechando que, en general, sólo cabezas castellanas tiene órganos adecuados para percibir el gran problema de la España integral. Más de una vez me he entretenido imaginando qué habría acontecido si, en lugar de hombres de Castilla, hubieran sido encargados, mil años hace, los
unitarios
de ahora, catalanes y vascos, de forjar esta enorme cosa que llamamos España. Yo sospecho que, aplicando sus métodos y dando con sus testas en el yunque, lejos de arribar a la España una, habrían dejado la Península convertida en una pululación de mil cantones. Porque, como luego veremos, en el fondo, esa manera de entender los
nacionalismos
y ese sistema de dominarlos es, a su vez, separatismo y particularismo: es catalanismo y bizcaitarrismo, bien que de signo contrario.

Tanto monta

Para quien ha nacido en esa cruda altiplanicie que se despereza del Ebro al Tajo, nada hay tan conmovedor como reconstruir el proceso incorporativo que Castilla impone a la periferia peninsular. Desde un principio se advierte que Castilla sabe mandar. NO hay que ver más que la energía con que acierta a mandarse a sí misma. Ser emperador de sí mismo es la primera condición para imperar a los demás. Castilla se afana por superar en su propio corazón la tendencia al hermetismo aldeano, a la visión angosta de los intereses inmediatos que reina en los demás pueblos ibéricos. Desde luego se orienta su ánimo hacia las grandes empresas, que requieren amplia colaboración. Es la primera en iniciar largas, complicadas trayectorias de política internacional, otro síntoma de genio nacionalizador. Las grandes naciones no se han hecho desde dentro, sino desde fuera; sólo una acertada política internacional, política de magnas empresas, hace posible una fecunda política interior, que es siempre, a la postre, política de poco calado. Sólo en Aragón existía, como en Castilla, sensibilidad internacional, pero contrarrestada por el defecto más opuesto a esa virtud: una feroz suspicacia rural aquejaba a Aragón, un irreductible apego a sus peculiaridades étnicas y tradicionales. La continuada lucha fronteriza que mantienen los castellanos con la Media Luna, con otra civilización, permite a éstos descubrir su histórica afinidad con las demás Monarquías ibéricas, a despecho de las diferencias sensibles: rostro, acento, humor, paisaje. La
España una
nace así en la mente de Castilla, no como una intuición de algo real —España no era, en realidad, una—, sino como un ideal esquema de algo
realizable,
un proyecto incitador de voluntades, un mañana imaginario capaz de disciplinar el hoy y de orientarlo, a la manera que el blanco atrae la flecha y tiende el arco. NO de otra suerte, los codos en su mesa del hombre de negocios, inventa Cecil Rodees la idea de Rhodesia: un imperio que podía ser creado en la entraña salvaje del África. Cuando la tradicional política de Castilla logró conquistar para sus fines el espíritu claro, penetrante, de Fernando el Católico, todo se hizo posible. La genial vulpeja aragonesa comprendió que Castilla tenía razón, que era preciso domeñar la hosquedad de sus paisanos e incorporarse a una España mayor. Sus pensamientos de alto vuelo sólo podían ser ejecutados desde Castilla, porque solo en ella encontraban nativa resonancia. Entonces se logra la unidad española; mas ¿para qué, con que fin, bajo que ideas ondeadas como banderas incitantes? ¿Para vivir juntos, para sentarse en torno al fuego central, a la vera unos de otros, como viejas sibilantes en invierno? Todo lo contrario. La unión se hace para lanzar la energía española a los cuatro vientos, para inundar el planeta, para crear un Imperio aún más amplio. La unidad de España se hace para esto y por esto. La vaga imagen de tales empresas es una palpitación de horizontes que atrae, sugestiona e incita a la unión, que funde los temperamentos antagónicos en un bloque compacto. Para quien tiene buen oído histórico, no es dudoso que
la unidad española fue, ante todo y sobre todo, la unificación de las dos grandes políticas internacionales que a la sazón había en la península:
la de Castilla, hacia África y el centro de Europa; la de Aragón hacia el Mediterráneo. El resultado fue, que por vez primera en la historia, se idea una Weltpolitik: la unidad española fue hecha para intentarla.

En el capítulo anterior he sostenido que la incorporación nacional, la convivencia de pueblos y grupos sociales exige alguna alta empresa de colaboración y un proyecto sugestivo de vida en común. La historia de España confirma esta opinión, que habíamos formado contemplando la historia de Roma. Los españole snos juntamos hace cinco siglos para emprender una Weltpolitik y para ensayar otras muchas faenas de gran velamen.

Nada de esto es construcción mía: no es orla de mandarín que yo, literato ocioso, pongo al cabo de quinientos años a esperanzas y dolores de una edad remota. Entre otros mil testimonios, me acojo a dos excepcionales que me ofrecen insuperable garantía y se completan ambos. Uno es de Francisco Guicciardini, que muy joven vino de embajador florentino a nuestra tierra. En su
Relazione di Espagna
cuanta que un día interrogó al rey Fernando:
¿Cómo es posible que un pueblo tan belicoso como el español haya sido siempre conquistado, el todo o en parte, por galos, romanos, cartagineses, vándalos, moros?.
A lo que el rey contestó:
La nación es bastante apta para las armas, pero desordenada, de suerte que solo puede
hacer con ella grandes cosas el que sepa mantenerla unida y en orden.
Y esto es —añade Guicciardini— lo que, en efecto hicieron Fernando e Isabel; merced a ello pudieron lanzar a España a las grandes empresas militares.

Aquí, sin embargo, parece que la unidad es la causa y la condición para hacer grandes cosas. ¿Quién lo duda? Pero es más interesante y más honda, y con verdad de más quilates, la relación inversa: la idea de grandes cosas por hacer engendra la unificación nacional.

Guicciardini no era muy inteligente. La mente más clara del tiempo era Maquiavelo. Nadie en aquel tiempo pensó más sobre política ni conoció mejor el doctrinal íntimo de las chancillerías. Sobre todo, a nadie preocupó tanto la obra de Fernando, como al sagaz secretario de la Señoría. Su
Príncipe
es, en rigor, una meditación sobre lo que hicieron Fernando el Católico y César Borgia. Maquiavelismo es principalmente el comentario intelectual de un italiano a los hechos de dos españoles.

Pues bien: existe una carta muy curiosa que Maquiavelo escribe a su amigo Francesco Vettori, otro embajador florentino, a propósito de la tregua inesperada que Fernando el Católico concedió al rey de Francia en 1513. Vettori no acierta a comprender la política del
astuto Re;
pero Maquiavelo le da una explicación sutilísima que resultó profética. Con este motivo resume la táctica de Fernando de España en estas palabras maravillosamente agudas:

Si hubieseis advertido los designios y procedimientos de este católico rey, no os maravillaríais tanto de esta tregua. Este rey, como sabéis, desde poca y débil fortuna, ha llegado a esta grandeza, y ha tenido siempre que combatir con Estados nuevos y súbditos dudosos, y uno de los modos como los Estados nuevos se sostienen y los ánimos vacilantes se afirman o se mantienen suspensos o irresolutos,
è dare di sè grande spettazione,
teniendo siempre a las gentes con el ánimo arrebatado por la consideración del fin que alcanzarán las resoluciones y las empresas nuevas. Esa necesidad ha sido conocida y bien usada por este rey: de aquí han nacido los asaltos de África, la división del Reino y todas estas variadas empresas, y sin atender a la finalidad de ellas,
perchè il fine suo non è tanto quello o questo, o quella vittoria, quanto è darsi reputazione ne’popoli
y tenerlos suspensos con la multiplicidad de las hazañas. Y por esto
fu sempre animoso datore di principii,
fue un gran iniciador de empresa a las cuales da el fin que la suerte le permite y la necesidad le muestra.

No puede pedirse mayor claridad y precisión en un contemporáneo. El suceso posterior hizo patente lo que acertó a descubrir el zahorí de Florencia. Mientras España tuvo empresas a que dar cima y se cernía un sentido de vida en común sobre la convivencia peninsular, la incorporación nacional fue aumentando o no sufrió quebranto.

Pero hemos quedado en que durante estos años hay un rumor incesante de nacionalismo, regionalismos, separatismos...

Volvamos al comienzo de este artículo y preguntemos: ¿Por qué?

Particularismo

Entre las nuevas emociones suscitadas por el cinematógrafo hay una que hubiera entusiasmado a Goethe. Me refiero a esas películas que condensan en breves momentos todo el proceso generativo de una planta. Entre la semilla que germina y la flor que se abre sobre el tallo como corona de la perfección vegetal, transcurre en la naturaleza demasiado tiempo. No vemos emanar la una de la otra: los estadios del crecimiento se nos presentan como una serie de formas inmóviles, encerrada y cristalizada cada cual en sí misma y sin hacer la menor referencia a la anterior ni a la subsecuente. No obstante, sospechamos que la verdadera realidad de la vida vegetal no es esa serie de perfiles estáticos y rígidos, sino el movimiento latente en que van saliendo unos de otros, transformándose unos en otros. De ordinario, el
tempo
que la batuta de la naturaleza impone al crecimiento de las plantas es más lento que el exigido por nuestra retina para fundir dos imágenes quietas en la unidad de un movimiento. En algunos casos, tan raros como favorables, el
tempo
de la planta y el de nuestra retina coinciden, y entonces el misterio de su vida se hace patente a nuestros ojos. Esto aconteció a Gohete cuando bajaba del Norte a Italia: sus pupilas intensas y avizoras, habituadas al ritmo germinal de la flora germánica, quedan sorprendidas por el
allegro
de la flora meridional, y al choque de la nueva intuición descubre la ley botánica de la metamorfosis, genial contribución de un poeta a la ciencia natural.

Para entender bien una cosa es preciso ponerse a su compás. DE otra manera, la melodía de su existencia no logra articularse en nuestra percepción y se desgrana en una secuencia de sonidos inconexos que carecen de sentido. Si nos hablan demasiado deprisa o demasiado despacio, las sílabas no se traban en palabras ni las palabras en frases. ¿Cómo podrán entenderse dos almas de
tempo
melódico distinto? Si queremos intimar con algo o con alguien, tomemos primero el pulso de su vital melodía y, según él exija, galopemos un rato a su vera o pongamos al paso nuestro corazón.

Ello es que el cinematógrafo empareja nuestra visión con el lento crecer de la planta y consigue que el desarrollo de ésta adquiera a nuestros ojos la continuidad de un gesto. Entonces la entenderemos con la evidencia misma que a una persona familiar, y nos parece la eclosión de la flor el término claro de un ademán.

Pues bien: yo imagino que el cinematógrafo pudiera aplicarse a la historia y, condensados en breves minutos, corriesen ante nosotros los cuatro últimos siglos de vida española. Apretados unos contra otros los hechos innumerables, fundidos en una curva sin poros ni discontinuidades, la historia de España adquiriría la claridad expresiva de un gesto y los sucesos contemporáneos en que concluye el vasto ademán se explicarían por sí mismos, como una mejillas que la angustia contrae o una mano que desciende rendida.

Entonces veríamos que de 1580 hasta el día cuanto en España acontece es decadencia y desintegración. El proceso incorporativo va en crecimiento hasta Felipe II. El año vigésimo de su reinado puede considerarse como la divisoria de los destinos peninsulares. Hasta su cima, la historia de España es ascendente y acumulativa; desde ella hacia nosotros, la historia de España es decadente y dispersiva. El proceso de desintegración avanza en rigoroso orden de la periferia al centro. Primero se desprenden los Paises Bajos y en Milanesado; luego, Nápoles. A principios del siglo XX se separan las grandes provincias ultramarinas, y a fines de él, las colonias menores de América y Extremo Oriente. En 1900, el cuerpo español ha vuelto a su nativa desnudez peninsular. ¿Termina con esto la desintegración? Será casualidad, pero el desprendimiento de las últimas posesiones ultramarinas parece ser la señal para el comienzo de la dispersión intrapeninsular. En 1900 se empieza a oír el rumor de regionalismos, nacionalismos, separatismos... Es el triste espectáculo de un larguísimo multisecular otoño, laborado periódicamente por ráfagas adversas que arrancan del inválido ramaje enjambres de hojas caducas.

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