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Authors: José Ortega y Gasset

España invertebrada (8 page)

BOOK: España invertebrada
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No es necesario ni importante que las partes de un todo social coincidan en sus deseos y sus ideas; lo necesario e importante es que conozca cada una, y en cierto modo viva, los de las otras.
Cuando esto falta, pierde la clase o gremio, como ciertos enfermos de la médula, la sensibilidad táctil; no siente en su periferia el contacto y la presión de las demás clases y gremios; llega consecuentemente a creer que sólo ella existe, que ella es todo, que ella es un todo. Tal es el particularismo de clase, síntoma mucho más grave de descomposición que los movimientos de secesión étnica y territorial; porque, según ya he dicho, las clases y gremios son partes en un sentido más radical que los núcleos étnicos y políticos.

Pues bien: la vida social española ofrece en nuestros días un extremado ejemplo de este atroz particularismo.
Hoy es España, más bien que una nación, una serie de compartimentos estancos.
Se dice que los políticos no se preocupan del resto del país. Esto, que es verdad, es, sin embargo, injusto porque parece atribuir exclusivamente a los políticos pareja despreocupación. La verdad es que si para los políticos no existe el resto del país, para el resto del país existen mucho menos los políticos. Y ¿qué acontece dentro de ese resto no político de la nación? ¿Es que el militar se preocupa del industrial, del intelectual, del agricultor, del obrero? Y lo mismo debe decirse del aristócrata, del industrial o del obrero respecto a las demás clases sociales. Vive cada gremio herméticamente cerrado dentro de sí mismo. No siente la menor curiosidad por lo que acaece en el recinto de los demás. Ruedan los unos sobre los otros como orbes estelares que se ignoran mutuamente. Polarizado cada cual en sus tópicos gremiales, no tiene ni noticia de los que rigen el alma del grupo vecino. Ideas, emociones, valores creados dentro de un núcleo profesional o de una clase, no trascienden lo más mínimo a las restantes. El esfuerzo titánico que se ejerce en un punto del volumen social no es transmitido, ni obtiene repercusión unos metros más allá, y muere donde nace. Difícil será imaginar una sociedad menos elástica que la nuestra; es decir, difícil será imaginar un conglomerado humano que sea menos una sociedad. Podemos decir de toda España lo que Calderón decía de Madrid en una de sus comedias:

Está una pared aquí

de la otra más distante

que Valladolid de Gante.

El caso del grupo militar

Para no seguir moviéndome entre fórmulas generales y abstractas, intentaré describir someramente un ejemplo concreto de compartimento estanco: el que ofrece la clase profesional de los militares. Casi todo lo que de éstos diga vale, con leves mudanzas, para los demás grupos y gremios.

Después de las guerras colonial e hispanoyanqui quedó nuestro ejército profundamente deprimido, moralmente desarticulado; por decirlo así, disuelto en la gran masa nacional. Nadie se ocupó de él ni siquiera para exigirle, en forma elevada, justiciera y competente, las debidas responsabilidades. Al mismo tiempo, la voluntad colectiva de España, con rara e inconcebible unanimidad, adoptó sumariamente, radicalmente, la inquebrantable resolución de no volver a entrar en bélicas empresas. Los militares mismos se sintieron en el fondo de su ánima contaminados por esta decisión, y don Joaquín Costa, tomado una vez más el rábano por las hojas, mandó que se sellase el arca del Cid.

He aquí un caso preciso en que resplandece la necesidad de interpretar dinámicamente la convivencia nacional, de comprender que sólo la acción, la empresa, el proyecto de ejecutar un día grandes cosas son capaces de dar regulación, estructura y cohesión al cuerpo colectivo. Un ejército no puede existir cuando se elimina de su horizonte la posibilidad de una guerra. La imagen, siquiera el fantasma de una contienda posible, debe levantarse en los confines de la perspectiva y ejercer su mística, espiritual gravitación sobre el presente del ejército. La idea de que el útil va a ser un día usado es necesaria para cuidarlo y mantenerlo a punto. Sin guerra posible no hay manera de moralizar un ejército, de sustentar en él la disciplina y tener alguna garantía de su eficacia.

Comprendo las ideas de los antimilitaristas, aunque no las comparto. Enemigos de la guerra, piden la supresión de los ejércitos. Tal actitud, errónea en su punto de partida, es lógica en sus consecuencias. Pero tener un ejército y no admitir la posibilidad de que actúe es una contradicción gravísima que, a despecho de insinceras palabras oficiales, han cometido en el secreto de sus corazones casi todos los españoles desde 1900. La única guerra que hubiera parecido concebible, la de independencia, era tan inverosímil, que prácticamente no influía en la conciencia pública. Una vez resuelto que no habría guerras, era inevitable que las demás clases se desentendieran del ejército, perdiendo toda sensibilidad para el mundo militar. Quedó éste aislado, desnacionalizado, sin trabazón con el resto de la sociedad e interiormente disperso. La reciprocidad se hacía inevitable; el grupo social que se siente desatendido reacciona automáticamente con una sección sentimental. En los individuos de nuestro ejército germinó una funesta suspicacia hacia políticos, intelectuales, obreros (la lista podría seguir y aun elevarse mucho); fermentó en el grupo armado el resentimiento y la antipatía respecto a las demás clases sociales, y su periferia gremial se fue haciendo cada vez más hermética, menos porosa al ambiente de la sociedad circundante. Entonces comienza el ejército a vivir —en ideas, propósitos, sentimientos— del fondo de sí mismo, sin recepción ni encaje de influencias ambientales. Se fue obliterando, cerrando sobre su propio corazón, dentro del cual quedaban en cultivo los gérmenes particularistas.

En 1909 una operación colonial lleva a Marruecos parte de nuestro ejército. El pueblo acude a las estaciones para impedir su partida, movido por la susodicha resolución del pacifismo. No era lo que se llamó
operación de policía
empresa de tamaño bastante para templar el ánimo de una milicia como la nuestra. Sin embargo, aquel reducido empeño bastó para que despertase el espíritu gremial de nuestro ejército. Entonces volvió a formarse plenamente su conciencia de grupo, se concentró en sí mismo, se unió consigo mismo; mas no por esto se reunió al resto de las clases sociales. Al contrario: la cohesión gremial se produjo en torno a aquellos sentimientos acerbos que antes he mentado. DE todas suertes, Marruecos hizo del alma dispersa de nuestro ejército un puño cerrado, moralmente dispuesto para el ataque.

Desde aquel momento viene a ser el grupo militar una escopeta cargada que no tiene blanco a que disparar. Desarticulado de las demás clases nacionales —como éstas, a su vez, lo están entre sí— , sin respeto hacia ellas ni sentir su presión refrenadora, vive el ejército en perpetua inquietud, queriendo gastar su espiritual pólvora acumulada y sin hallar empresa congrua en que hacerlo. ¿No era la inevitable consecuencia de todo este proceso que el ejército cayese sobre la nación misma y aspirase a conquistarla? ¿Cómo evitar que su afán de campaña quedara reprimido y renunciase a tomar algún presidente del Consejo como si fuera una cota?

Todo tenía que concluir en aquellas jornadas famosas de julio de 1917. En ellas, el ejército perdió un instante por completo la conciencia de que era una parte, y sólo una parte, del todo español. El particularismo que padece, como los demás gremios y clases, y de que no es más responsable que lo somos todos los demás, le hizo sufrir el espejismo de creerse solo y todo.

He aquí una historia que,
mutatis, mutandis,
puede contarse de casi todos los trozos orgánicos de España. Cada uno ha pasado por cierta hora en que, perdida la fe en la organización nacional y embotada su sensibilidad para los demás grupos fraternos, ha creído que su misión consistía en imponer directamente su voluntad. Dicho de otra manera: todo particularismo conduce, por fin, inexorablemente, a la acción directa.

Acción directa

La psicología del particularismo que he intentado delinear podría resumirse diciendo que particularismo se presenta siempre que en una clase o gremio, por una u otra causa, se produce la ilusión intelectual de creer que las demás clases no existen como plenas realidades sociales o, cuando menos, que no merecen existir. Dicho aún más simplemente: particularismo es aquel estado de espíritu en que creemos no tener por qué contar con los demás. Unas veces por excesiva estimación de nosotros mismos, otras por excesivo menosprecio del prójimo, perdemos la noción de nuestros propios límites y comenzamos a sentirnos como todos independientes. Contar con los demás supone percibir, si no nuestra subordinación a ellos, por lo menos la mutua dependencia y coordinación en que todos vivimos. Ahora bien: una nación es, a la postre, una ingente comunidad de individuos y grupos que cuentan los unos con los otros. Este contar con el prójimo no implica necesariamente simpatía hacia él. Luchar con alguien, ¿no es una de las más claras formas de demostrarnos que existe para nosotros? Nada se parece tanto al abrazo como el combate cuerpo a cuerpo.

Pues bien: en estados normales de nacionalización, cuando una clase desea algo para sí, trata de alcanzarlo buscando previamente un acuerdo con las demás. En lugar de proceder inmediatamente a la satisfacción de su deseo, se cree obligada a obtenerlo a través de la voluntad general. Hace, pues, seguir a su privada voluntad una larga ruta que pasa por as demás voluntades integrantes de la nación y recibe de ellas la consagración de la legalidad. Tal esfuerzo para convencer a los prójimos y obtener de ellos que acepten nuestra particular aspiración es la acción legal.

Esta función de contar con los demás tiene sus órganos peculiares: son las instituciones públicas que están tendidas entre individuos y grupos como resortes y muelles de la solidaridad nacional.

Pero una clase atacada de particularismo se siente humillada cuando piensa que para lograr sus deseos necesita recurrir a estas instituciones u órganos del contar con los demás. ¿Quiénes son los demás para el particularista? En fin de cuentas, y tras uno u otro rodeo, nadie. De aquí la íntima repugnancia y humillación que siente entre nosotros el militar, o el aristócrata, o el industrial, o el obrero cuando tiene que impetrar del Parlamento la satisfacción de sus aspiraciones y necesidades. Esta repugnancia suele disfrazarse de desprecio hacia los políticos; pero un psicólogo atento no se deja desorientar por esta apariencia.

Pica, a la verdad, en historia la unanimidad con que todas las clases españolas ostentan su repugnancia hacia los políticos. Diriase que los políticos son los únicos españoles que no cumplen con su deber ni gozan de las cualidades para su menester imprescindibles. Diriase que nuestra aristocracia, nuestra Universidad, nuestra industria, nuestro ejército, nuestra ingeniería, son gremios maravillosamente bien dotados y que encuentran siempre anuladas sus virtudes y talentos por la intervención fatal de los políticos. Si esto fuera verdad, ¿Cómo se explica que España, pueblo de tan perfectos electores, se abstiene en no sustituir a esos perversos elegidos?

Hay aquí una insinceridad, una hipocresía. Poco más o menos, ningún gremio nacional puede echar nada en cara a los demás. Allá se van unos y otros en ineptitud, falta de generosidad, incultura y ambiciones fantásticas. Los políticos actuales son fiel reflejo de los vicios étnicos de España, y aun —a juicio de las personas más reflexivas y clarividentes que conozco— son un punto menos malos que el resto de nuestra sociedad. No niego que existan otras muy justificadas,
pero la causa decisiva de la repugnancia que las demás clases sienten hacia el gremio político me parece ser que éste simboliza la necesidad en que está toda clase de contar con las demás.
Por esto se odia al político más que como gobernante como parlamentario. El Parlamento es el órgano de la convivencia nacional demostrativo de trato y acuerdo entre iguales. Ahora bien, esto es lo que en el secreto de las conciencias gremiales y de clase produce hoy irritación y frenesí: tener que contar con los demás, a quienes en el fondo se desprecia o se odia.
La única forma de actividad pública que al presente, por debajo de palabras convencionales, satisface a cada clase, es la imposición inmediata de su señera voluntad;
en suma, la acción directa.

Este vocablo fue acuñado para denominar cierta táctica de la clase obrera; pero, en rigor, habría que llamar así cuanto hoy se hace en asuntos públicos. La intensidad y desnudez con que este carácter de acción directa se presenta depende sólo de la fuerza material con que cada gremio cuente. Los obreros llegaron a la idea de semejante táctica por un lógico desarrollo de su actitud particularista. Insolidarios de la sociedad actual, consideran que las demás clases sociales no tienen derecho a existir por ser parasitarias, esto es, antisociales. Ellos, los obreros, son, no una parte de la sociedad, sino el verdadero todo social, el único que tiene derecho a una legítima existencia política. Dueños de la realidad pública, nadie puede impedirles que se apoderen directamente de lo que es suyo. La acción indirecta o parlamentarismo equivale a pactar con los usurpadores, es decir, con quienes no tienen legítima existencia social.

Quítese a esto cuanto tiene de esquematismo conceptual propio de una teoría; tradúzcase al lenguaje difuso e ilógico de los sentimientos y se hallará el estado de conciencia que hoy actúa en el subsuelo espiritual de casi todas las clases españolas.

Pronunciamientos

He mostrado la acción directa como una táctica que se deriva inevitablemente del particularismo, del no querer contar con los demás. A su vez, el no contar con los demás tiene su causa inmediata en una falta de perspicacia, de vigilancia intelectual. Cuanto más torpes seamos y más angosto nuestro horizonte de curiosidades e intuiciones, menos cosas habitarán nuestro paisaje y con mayor facilidad nos olvidaremos de que el prójimo existe.

La acción directa y la cerrazón mental de que proviene se presentan ya en nuestra historia del siglo XIX con carácter incipiente. Al menos, yo no puedo acordarme de los castizos
pronunciamientos
sin pensar que ellos fueron en pequeño lo que ahora se hace en grande. Algún día publicaré ciertas notas compuestas tiempo hace sobre la curiosa psicología de los
pronunciamientos.
Ahora me interesa sólo destacar un par de rasgos.

Aquellos coroneles y generales, tan atractivos por su temple histórico y su sublime ingenuidad, pero tan cerrados de cabeza, estaban convencidos de su
idea
no como está convencido un hombre normal, sino como suelen los locos y los imbéciles. Cuando un loco o un imbécil se convence de algo, no se da por convencido él solo, sino que al mismo tiempo cree que están convencidos todos los demás mortales. No consideran, pues necesario esforzarse en persuadir a los demás poniendo los medios oportunos; les basta con proclamar, con
pronunciar
la opinión de que se trata: en todo el que no sea miserable o perverso repercutirá la incontrastable verdad. Así, aquellos generales y coroneles creían que con dar ellos el
grito
en un cuartel toda la anchura de España iba a resonar en ecos coincidentes.

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