La litera de Craso avanzaba paralela a la litera de Helena, y ésta lo miró de forma extraña y preguntó:
—¿Qué es lo que usted quiso expresar antes cuando me dijo que la realidad era diferente? ¿Acaso yo no soy real? ¿Por qué dijo una cosa tan terrible? —¿Fue tan terrible?
—Usted sabe lo terrible que fue. ¿Qué es la realidad?
—Una mujer.
—¿Qué mujer?
Su frente se ensombreció y movió la cabeza. Luchó fuertemente por retener su sensación de esplendor y lo logró en gran parte. Al llegar a la puerta Apia, dejó su litera y se dirigió al capitán de la guardia, luchando aún por seguir considerándose como un elegido de los dioses. Y con bastante sequedad le dijo al capitán:
—¡Envíe rápidamente un destacamento que la acompañe hasta su casa!
El capitán obedeció y Helena fue llevada a la ciudad sin siquiera recibir las buenas noches. Craso se quedó cavilando en la profunda obscuridad de la puerta. El capitán y las tropas de guardia lo observaban con curiosidad. Entonces Craso preguntó: —¿Qué hora es?
—La última hora casi ha pasado. ¿No se siente fatigado, señor?
—No, no estoy fatigado —dijo Craso—. No siento fatiga alguna, capitán. —Y dulcificando algo la voz, agregó—: No hace mucho tiempo, yo montaba guardias cómo esta.
—Las noches son muy largas —admitió el capitán—, pero dentro de media hora el lugar se verá de manera muy diferente. Comenzarán a llegar los vendedores de verduras, los lecheros con sus vacas, los transportistas, los pescadores y todos los demás. Ésta es una puerta muy transitada. Y hoy por la mañana van a poner al gladiador allí. —Y con la cabeza señaló la cruz, que emergía vaga y gris, a medias visible en la penumbra del amanecer.
—¿Habrá mucha gente? —preguntó Craso.
—Bueno, señor, no tanta como al comienzo, pero la habrá a medida que transcurra el día. Tengo que admitir que hay una fascinación peculiar en observar cómo se crucifica a un hombre. A mediodía las puertas y los muros de los alrededores estarán cubiertos de gente. Pensará usted que habiéndolo visto una vez, basta, pero parece que no es así.
—¿De quién se trata?
—Eso no podría decirlo. Un gladiador, simplemente. Uno muy bueno, supongo, y casi siento lástima por el pobre diablo.
—Guárdese su compasión, capitán —le dijo Craso.
—No quise decir eso, señor. Me refería a que uno siempre siente algo así por el último de un
munera.
—Si le interesan las probabilidades matemáticas, ese
munera
comenzó hace mucho tiempo. Y alguno tenía que ser el último hombre.
—Me imagino que sí.
La última hora había pasado. Con la luz del día comenzó la hora primera. La luna había empalidecido y el cielo adquirió un color de leche sucia. La niebla matutina lo cubría todo, excepto allí donde se extendía hacia el norte la obscura línea de la gran ruta. Contra la creciente luminosidad del cielo se destacaba rígida y desvaída la forma de la cruz, y, hacia el este, un leve resplandor rosáceo anunciaba la salida del sol. Craso estaba satisfecho de haber decidido no dormir. Su estado de ánimo era adecuado al amargo dulzor del comienzo del amanecer. El alba es siempre una mezcla de pena y deleite.
Un niño de unos once años llegó al paso, llevando una jarra en sus manos. El capitán apostado en la puerta lo saludó y tomó la jarra.
—Es mi hijo —explicó a Craso—. Todas las mañanas me trae vino caliente. ¿Quisiera usted saludarlo, señor? Para él eso tendrá enorme significado. Después lo recordará. Su nombre gentil es Lichto y su nombre propio, Mario. Sé que es un atrevimiento de mi parte pedirlo, señor, pero significará tanto para él y para mí.
—Salud, Mario Lichto —dijo Craso.
—Yo lo conozco —le dijo el niño—. Usted es el general. Ayer lo vi. ¿Dónde está su pectoral de oro?
—Era de bronce, no de oro, y me lo quité porque es muy incómodo.
—Cuando yo tenga uno, no me lo quitaré nunca.
«Así vive Roma y así vivirán eternamente las glorias y las tradiciones de Roma», pensó Craso. La escena, en cierto sentido, lo emocionó mucho. El capitán le ofreció la jarra.
—¿Quiere usted beber, señor?
Craso movió la cabeza. A la distancia se oyó el redoble de tambores y el capitán entregó la jarra al niño e impartió órdenes a la guardia de la puerta. Los soldados formaron en línea junto a las puertas abiertas de par en par, con los escudos apoyados en tierra a su lado y las pesadas lanzas esgrimidas hacia delante en presentación de armas. La posición era incómoda y difícil y Craso se sintió molesto, ya que sospechaba que de no haber estado allí no se habrían esmerado en efectuar aquel despliegue de armas. El redoble de los tambores se hizo más intenso y por una amplia avenida que se extendía de la puerta al foro aparecieron las primeras filas de una banda militar. El sol naciente iluminaba ya la parte superior de los edificios más elevados y casi al mismo tiempo aparecieron algunas personas en las calles. Avanzaban hacia la puerta y en dirección al sonido de la música marcial.
La banda estaba formada por seis tambores y cuatro pífanos; luego venían seis soldados, y, tras ellos, el gladiador, desnudo y con los brazos fuertemente atados a la espalda; luego, una docena más de soldados. Era un despliegue considerable para tan sólo un hombre, y éste no tenía el aspecto de ser ni muy peligroso ni muy fuerte. Mas luego, cuando estuvo más cerca, Craso cambió de opinión: era peligroso, sin duda... Hombres así son peligrosos. Se les ve en el rostro. En su cara no había nada de esa abierta cordialidad y franqueza que se advierte en el rostro de un romano.
Tenía rostro de halcón, nariz combada, la piel fuertemente estirada sobre sus salientes pómulos, labios finos, y los ojos verdes e impregnados de odio como los de un gato. Su rostro rezumaba odio, pero odio inexpresivo, como el odio de un animal, y el rostro era una máscara. No era demasiado alto, pero sus músculos parecían estar constituidos de cuero y tralla. Tenía sólo dos heridas recientes en el cuerpo, una en lo alto del pecho y otra en el flanco, pero ninguna de las dos era muy profunda y la sangre se había coagulado sobre ellas. No obstante, bajo las heridas y cubriéndole todo el cuerpo había un verdadero tapiz de cicatrices. En una de las manos le faltaba un dedo y le habían cortado una oreja al ras.
Cuando el oficial que dirigía el destacamento vio a Craso, levantó el brazo para hacer que sus hombres hicieran alto y luego avanzó y saludó al general. Evidentemente, era totalmente consciente de cuan significativo era ese momento.
—Jamás soñé que tendría el honor y el privilegio de verlo aquí, señor —dijo.
—Es un accidente afortunado —asintió Craso.
Tampoco él pudo escapar a la ajustada yuxtaposición de su persona y la del último representante del ejército de los esclavos.
—¿Lo va a poner ahora en la cruz?
—Ésas eran mis instrucciones.
—¿Quién es? Me refiero al gladiador. Es evidente que se trata de un viejo conocido de la arena del circo. Tiene marcas de espada en todas las partes del cuerpo. ¿Sabe usted quién es?
—Es muy poco lo que sabemos. Era oficial y comandaba una cohorte o tal vez algo más que eso. Además, parece ser judío. Baciato tenía varios judíos, que algunas veces son mejores que los tracios en el manejo de la
sica.
En realidad, Baciato presentó una denuncia referente a un judío llamado David que, juntamente con Espartaco, fue uno de los dirigentes iniciales de la insurrección. Puede que sea éste, aunque puede que no. Jamás quiso hablar desde que se lo trajo aquí para participar en el
munera.
Peleó muy bien... Juro que nunca vi un trabajo igual con la daga. Peleó en cuatro parejas y ahí lo tiene, con sólo dos cortes en el cuerpo. Yo vi a tres de las parejas, y jamás presencié nada mejor con la daga. Al final supo que iría a parar a la cruz, pero siguió luchando como si la victoria fuera a ser sellada con la libertad. No puedo comprenderlo.
—No... Bueno, la vida es un asunto extraño, joven.
—Sí, señor. Estoy de acuerdo con eso.
—Si éste es el judío David —dijo Craso pensativo—, entonces existe una justicia irónica, después de todo. ¿Puedo hablar con él?
—Por supuesto... por supuesto... No creo, sin embargo, que logre satisfacción alguna de parte de él. Es hosco, un bruto silencioso.
—Creo que lo intentaré.
Fueron hasta donde estaba el gladiador, rodeado ya por la creciente multitud que los soldados debían contener. Con cierta pomposidad el oficial anunció:
—Gladiador, se te honra singularmente. Éste es el pretor, Marco Licinio Craso, y condesciende a dirigirte la palabra.
Cuando se anunció el nombre, la multitud rompió en aclamaciones, pero el esclavo debía de ser sordo en vista de la reacción que tuvo ante tales palabras. Inmóvil, permaneció con la vista clavada hacia delante. Los ojos le brillaban como trozos de piedra verde, pero ningún otro indicio de vida asomó a su rostro.
—Tú me conoces, gladiador—dijo Craso—. ¡Mírame! El gladiador desnudo continuó inmóvil, y el oficial al mando del destacamento avanzó entonces y le cruzó el rostro con una bofetada.
—¿Quién te está dirigiendo la palabra, cerdo? —le gritó. Volvió a pegarle. El gladiador no intentó eludir el golpe, y Craso comprendió que si aquello continuaba, poco iba a conseguir.
—Es suficiente, oficial —dijo Craso—. Déjelo tranquilo y prosiga con lo que tiene que hacer.
—Lo siento muchísimo, señor. Pero no ha hablado. Es posible que no pueda hablar. Ni sus propios compañeros lo oyeron hablar nunca.
—No tiene importancia —dijo Craso. Los observó mientras se dirigían hacia el crucifijo a través de la puerta. Pasaba por ella una corriente ininterrumpida de gente, que se instalaba a lo largo del camino, desde donde podía observarse sin obstáculo alguno todo el procedimiento. Craso marchó cruzando por entre la multitud hasta la base de la cruz, intrigado a su pesar por ver la reacción del esclavo. La reticencia inconmovible del hombre se había convertido en una especie de desafío, y Craso, que nunca había visto a un hombre —fuere cual fuere su fortaleza— ir a la cruz en silencio, comenzó a imaginar el tipo de reacción que en este caso provocaría.
Los soldados estaban habituados a la tarea de las crucifixiones, y se dedicaron a su trabajo rápida y eficientemente. Pasaron una cuerda por debajo de los brazos del esclavo, que seguía maniatado a la espalda. Tiraron de la cuerda hasta que ambos lados fueron iguales en longitud. La escalera, que los esclavos habían dejado allí la noche anterior, fue apoyada en la parte posterior de la cruz. Los dos extremos de la cuerda fueron lanzados por encima de los brazos de la cruz, y un par de soldados los sujetaron. Luego, con rápida destreza, el gladiador fue levantado casi hasta el brazo horizontal. Otro soldado montó por la escalera y sostuvo al gladiador mientras los de abajo tiraban de las cuerdas. Ahora colgaba con los hombros apenas debajo de la intersección de los brazos de madera. El soldado que se hallaba en la escalera saltó sobre la cruz y otro, que portaba un martillo y varios clavos largos de hierro, subió por la escalera y se colocó a horcajadas sobre el lado opuesto del brazo horizontal.
Entretanto Craso observaba con interés al gladiador. Aunque el cuerpo desnudo de éste se encogió cuando lo subieron pegado a la rústica madera de la cruz, su rostro continuó impasible, impasibilidad que mantuvo aún ante la dolorosa mordedura de la cuerda. Colgaba inmóvil e inerte mientras el primer soldado dio una vuelta de cuerda alrededor de su pecho y por debajo de los brazos, para terminar atando la cuerda sobre la barra de la cruz. Entonces la primera cuerda fue lanzada a lo largo y hacia atrás hasta llegar al suelo. A continuación cortaron la cuerda que le sujetaba las manos y cada uno de los soldados levantó uno de sus brazos y lo sujetó con un trozo de cuerda al extremo del brazo de la cruz. El gladiador no dio muestras de dolor hasta después que el segundo soldado le abrió y mantuvo abierta la palma de la mano, colocó en ella un clavo y lo hundió en la madera con un fuerte golpe de martillo. Ni aun entonces dijo palabra ni gritó, pero su rostro hizo una contorsión y el cuerpo se encogió espasmódicamente. Otros tres golpes de martillo hicieron entrar el clavo unos trece centímetros en la madera, y el golpe final torció la cabeza de éste, con el fin de que la mano no pudiera deslizarse hacia afuera. A continuación el mismo proceso se repitió con la otra mano, y nuevamente el gladiador hizo una contorsión de dolor y nuevamente su rostro se contrajo a la par que el clavo pasaba por los músculos y tendones de su mano. Pero siguió sin gritar, aunque rodaron lágrimas de sus ojos y la saliva escapó de su boca entreabierta.
La cuerda en torno a su cuerpo fue cortada, de modo que colgaba enteramente de las manos, con el solo soporte de la cuerda en torno a cada muñeca para aminorar el peso soportado por los clavos. Los soldados descendieron por la escalera, que fue retirada, y la multitud —constituida en esos momentos por centenares de personas—aplaudió la habilidad con que se había crucificado a un hombre en apenas unos minutos...
Entonces el gladiador se desmayó.
—Siempre se desmayan —explicó el oficial a Craso—. Es a causa de la conmoción producida por los clavos. Pero siempre recuperan la conciencia y a veces transcurren veinte o treinta horas antes de que se desvanezcan de nuevo. Tuvimos a un galo que permaneció consciente durante cuatro días. Perdió el habla. No podía gritar más, pero continuaba consciente. Nunca hubo nada parecido, pero aun él se desmayó cuando le clavaron los clavos en las manos. ¡Dios mío, cuánta sed tengo! —Abrió una petaca, bebió con ansias y se la ofreció a Craso—: ¿Agua de rosas?
—Gracias —dijo Craso.
De pronto se sintió fatigado y sediento. Bebió cuanto quedaba en la petaca. La multitud aumentaba, y señalándola con un movimiento de cabeza, Craso preguntó:
—¿Se quedarán aquí todo el día?
—La mayoría permanecerá tan sólo hasta que recobre el conocimiento. Quieren ver qué es lo que hará entonces. Hacen cosas curiosas. Muchos gritan llamando a su madre. Usted nunca había imaginado que los esclavos hicieran eso, ¿verdad?
Graco se encogió de hombros.
—Tendré que despejar ese camino —prosiguió el oficial—. Bloquean el tráfico. Usted puede pensar que tienen el suficiente sentido común como para dejar despejada una parte del camino, pero se equivoca; nunca nunca lo hacen. Siempre actúan igual. La multitud no tiene sentido alguno. —Y destacó a dos soldados para que despejaran el camino lo suficiente para que pudiera pasar el tráfico.