(Graco asintió. No había otra manera de decirlo.)
Dos terratenientes habían intentado refugiarse en Capua, pero, habiendo sido interceptados por los rebeldes, habían sido asesinados por éstos, y sus esclavos obligados a plegarse al levantamiento. Además, algunos de los esclavos descontentos de la zona habían escapado y se habían unido a los rebeldes. Varinio agregaba una larga lista de atrocidades que se afirmaba habían cometido los esclavos y en documentos separados incluía tres testimonios prestados al efecto. Estos testimonios enumeraban otras atrocidades cometidas por los esclavos.
Terminaba manifestando que, hasta donde tenía conocimiento, los esclavos habían instalado su cuartel general en las agrestes y rocosas laderas del monte Vesubio y que él se proponía marchar inmediatamente hacia allí e imponer la voluntad del Senado.
El Senado recibió y aceptó el informe. Además se presentó un proyecto de resolución, que fue aprobado, en virtud del cual unos ochenta esclavos que estaban destinados a ser enviados a las minas fueran ofrecidos como símbolos de castigo, «de modo que los esclavos de la urbe vieran en ello una advertencia y aprendieran una lección respecto a la suerte que podrían correr». Ese mismo día los pobres desdichados fueron crucificados en el Circus Maximus en un intervalo durante las carreras. Y pendían de sus cruces cuando el favorito del momento,
Aristones
, magnífico potrillo de Parthion, perdió inesperadamente frente a
Charos
, una yegua oriunda de Nubia, determinando la bancarrota de una considerable parte de los aficionados romanos.
Pero durante seis días no se tuvo más noticias de Varinio o de las cohortes de la ciudad. Y al transcurrir ese tiempo llegó una breve noticia: las cohortes de la ciudad habían sido derrotadas por los esclavos. Era un informe escueto, sin detalles, y durante veinticuatro horas el Senado y la ciudad estuvieron a la espera en tensa expectativa. Todos hablaban de la nueva insurrección de esclavos, pero nadie sabía nada. Sin embargo, el temor dominaba la ciudad.
El Senado se reunió en sesión plenaria a puertas cerradas y afuera la multitud fue congregándose hasta llenar la plaza; las calles que conducían a ella quedaron bloqueadas, y en todas partes circulaban rumores, porque ahora el Senado conocía lo que había ocurrido con las cohortes de la ciudad.
Solamente un par de bancas estaban vacías. Graco, recordando la sesión, pensó que en tales momentos —momentos de crisis y de malas noticias— era cuando el Senado se mostraba en plena forma. En los ojos de los ancianos, que permanecían sentados, silenciosamente envueltos en sus togas, había preocupación, pero desprovista de temor, y en los rostros de los jóvenes se advertía dureza e ira. Pero todos ellos tenían plena conciencia de la dignidad del Senado romano, y durante tal contingencia Graco podía deponer su cinismo. Conocía a aquellos hombres; sabía a qué bajo precio y por qué corruptos medios habían adquirido sus bancas y cuál era el sucio juego político que realizaban. Los conocía a todos y conocía cada partícula de la suciedad que cada uno de ellos anidaba y, no obstante, experimentó la emoción y el orgullo de ocupar un lugar entre ellos.
No era hombre capaz de deleitarse con su victoria personal. Ésta no podía ser separada de lo que estaban enfrentando, y en consecuencia lo eligieron
senator inquaesitor
, y él se hizo cargo de la aflicción de los demás y descartó su pequeño triunfo personal. Ocupó un lugar, de pié ante ellos, enfrentando al soldado romano que había regresado, un soldado romano criado y alimentado en las calles y callejuelas de la ciudad, pero colocado ahora, por primera vez en su vida, en posición de firme ante el augusto Senado, de rostro enjuto, ojos obscuros, sospechoso y atemorizado, con un tic nervioso en un ojo, la lengua lamiendo ansiosamente sus labios, aún con su armadura desarmado, tal como debe uno presentarse ante el Senado, afeitado y al menos parcialmente aseado, pero con un vendaje manchado de sangre en un brazo y, además, muy fatigado. Graco hizo lo que otros habrían hecho. Antes de iniciar el interrogatorio oficial ordenó que un asistente trajera vino y lo colocara sobre una mesa junto al soldado. El hombre estaba débil y Graco no quería que se desvaneciera allí mismo. Pero de nada sirvió. El hombre sostenía en sus manos el pequeño bastón de marfil del legado, bastón que era —como solían decir— más poderoso en su poder que un ejército invasor y que representaba el brazo y la autoridad y el poder del Senado.
—Puede entregármelo a mí —comenzó Graco.
Al principio el soldado no comprendió y entonces Graco tomó el bastón de sus manos y lo depositó en el altar, sintiendo que se le apretaba la garganta y que le dolía en torno al corazón. Podía sentir desprecio por los hombres, por ser los hombres lo que son, pero no sentía desprecio por el pequeño bastón que representaba toda la dignidad y el poder y la gloria de su vida, y que hacía tan sólo unos días le habían entregado a Varinio.
Y entonces le preguntó al soldado:
—Primero, díganos su nombre.
—Aralo Portho.
—¿Portho?
—Aralo Portho—repitió el soldado.
Uno de los senadores se puso la mano detrás de la oreja y dijo:
—Más fuerte. ¿No puede hablar más fuerte? No oigo.
—Hable más alto —dijo Graco—. Nadie le hará ningún daño Está aquí en la sagrada cámara del Senado y dirá toda la verdad en nombre de los dioses inmortales. ¡Hable sin miedo!
El soldado inclinó la cabeza, asintiendo.
—Beba un poco de vino —dijo Graco.
El soldado miró uno a uno los rostros de esos hombres impasibles, vestidos de blanco, y observó las bancas de piedra en que estaban sentados como si fueran imágenes grabadas en la piedra, y entonces con mano temblorosa se sirvió una copa de vino hasta que ésta se colmó y se desbordó, y la bebió, lamiéndose los labios.
—¿Qué edad tiene? —preguntó Graco.
—Veinticinco años.
—¿Dónde nació?
—Aquí, en la urbe.
—¿Tiene oficio?
El hombre movió la cabeza.
—Quiero que responda a todas las preguntas. Quiero que diga por lo menos sí o no. Si puede proporcionar más detalles, hágalo.
—No... No tengo otro oficio, excepto la guerra —dijo el soldado.
—¿A qué regimiento pertenecía?
—A la tercera cohorte.
—¿Y durante cuánto tiempo sirvió usted en la tercera cohorte?
—Dos años... y dos meses.
—¿Y antes?
—Estaba en el paro.
—¿Quién era su comandante en la tercera cohorte?
—Silvio Cayo Salvario.
—¿Y su jefe de centuria?
—Mario Graco Alvio.
—Muy bien, Aralo Portho. Ahora deseo que me cuente a mí y a los honorables senadores reunidos aquí exactamente qué ocurrió después que su cohorte y las otro cinco cohortes partieron hacia el sur de Capua. Debe decírmelo franca y simplemente. Nada de lo que diga será usado en contra de usted, y aquí, en esta sagrada cámara, no sufrirá daño alguno.
El soldado no pudo aún articular coherentemente las palabras, y para Graco, sentado años después durante la agradable mañana primaveral en la terraza de Villa Salaria, los recuerdos del cuadro dramático y penoso evocado por las palabras del soldado eran más nítidos que las palabras mismas. No era un ejército muy satisfecho ni entusiasta el que había marchado hacia el sur, desde Capua, a las órdenes de Varinio Glabro. El tiempo se había vuelto excesivamente caluroso para esa época del año, y las cohortes de la ciudad, no habituadas a las marchas constantes, sufrieron bastante. Aunque cargaban nueve kilos menos que los que solían cargar los legionarios en sus marchas, tenían además el peso de los cascos y armaduras, el escudo, la espada y la lanza. Allí donde los bordes del metal recalentado rozaban su piel, les salieron llagas y pronto descubrieron que las suaves y hermosas botas de desfile, que tan orgullosamente llevaban al marchar hacia atrás y hacia delante en las arenas del Circus Maximus, eran mucho menos prácticas en los caminos y en el campo. Quedaron empapados con las lluvias de la tarde y al llegar la noche estaban amargados y malhumorados.
Graco podía imaginárselos muy bien, formando una larga columna, ya fuera de la vía Apia, avanzando afanosamente por un polvoriento sendero, las plumas colgando de sus cascos bronceados, y hasta sus quejas ahogadas ya por el cansancio. Fue más o menos en esas circunstancias cuando capturaron a los cuatro esclavos y los mataron; eran tres hombres y una mujer.
—¿Por qué los mataron? —interrumpió Graco.
—Teníamos la impresión de que cualquier esclavo que se hallara en esa parte del país estaba contra nosotros.
—¿Y si estaban contra ustedes, cómo es que bajaron de las colinas al camino al verlos pasar?
—No lo sé. Fue la segunda cohorte la que lo hizo. Rompieron filas y cogieron a la mujer. Los hombres trataron de protegerla y entonces lancearon a los hombres. Fue cosa de un minuto, y los hombres quedaron muertos. Cuando yo llegué al lugar...
—¿Quiere decir que su regimiento también rompió filas? —preguntó Graco.
—Sí, señor. Todo el ejército. Nos reunimos alrededor... los que pudimos acercarnos allí donde estaban ocurriendo las cosas. Ellos le arrancaron las ropas a la mujer y la tendieron completamente desnuda sobre el suelo. Luego, uno tras otro, ellos...
—No hace falta que lo describa detalladamente —interrumpió Graco. Y luego agregó—: ¿Y los oficiales no intervinieron?
—No, señor.
—¿Quiere decir que permitieron que aquello se hiciera, sin intervenir para nada?
El soldado se quedó un momento sin responder.
—Quiero que me diga la verdad. No quiero que tenga miedo a responder la verdad.
—Los oficiales no intervinieron.
—¿En qué forma fue muerta la mujer?
—Murió de lo que le estaban haciendo —dijo en voz baja el soldado. Luego tuvieron que pedirle nuevamente que hablara más alto, ya que su voz se había desvanecido por entero.
Relató cómo habían acampado esa noche. Dos de las cohortes ni siquiera levantaron sus carpas. La noche era templada y los soldados se acostaron al descubierto. A esa altura fue interrumpido.
—¿Hizo algún intento su comandante por construir un campamento fortificado? ¿Sabe si lo hizo o no?
Era orgullo del ejército romano el que ninguna legión acampara en parte alguna, así fuera por una sola noche, sin construir un campamento fortificado, con palizada o murallas de tierra, fosos, pabellones para las armas, organizado cual si fuera un pequeño castillo o ciudad.
—Lo que sé es lo que decían los hombres.
—Cuéntenoslo.
—Decían que Varinio Glabro quería que se hiciera, pero que los comandantes de los regimientos se opusieron. Los hombres aducían que, aunque hubieran estado de acuerdo, no había zapadores entre nosotros, y que carecía del menor sentido común la forma en que habían sido planeadas las cosas. Decían... por favor, el noble...
—Cuéntenos lo que decían, sin temor alguno.
—Sí, decían que no había sentido ni significado en la forma en que se había planeado la cosa. Pero los oficiales argumentaban que un puñado de esclavos no representaban peligro alguno. Ya estaba anocheciendo y, tal como yo oí, los oficiales argumentaban que si Varinio Glabro quería que se construyera un campamento fortificado, ¿por qué había esperado a que anocheciera para detener la marcha? Los hombres decían lo mismo. Aquélla había sido la peor marcha de toda la jornada. Primero, por caminos polvorientos, a tal extremo que no podíamos ni respirar por la tierra, y luego bajo la lluvia. Los oficiales estaban bien, decían ellos, en sus caballos, pero nosotros teníamos que caminar. Pero se nos contestaba que teníamos con nosotros a las carretas que llevaban nuestro equipaje y que mientras dispusiéramos de carretas debíamos cubrir toda la distancia que fuera posible.
—¿Dónde se encontraban en ese momento?
—Cerca de las montañas.
Sí, mejor era el cuadro evocado que las palabras llanas de aquel soldado atemorizado y falto de imaginación que estaba prestando testimonio. Y algunas de las escenas aparecían tan nítidas en la mente de Graco que casi podía creer que las había visto con sus propios ojos. El polvoriento camino estrechándose hasta convertirse en una mera huella para carretas. Los hermosos campos y praderas de los latifundios dejando paso a los enmarañados bosques y a las solitarias formaciones de rocas volcánicas que bordeaban el cráter. Y por sobre todo, la imponente majestad del Vesubio. Las seis cohortes formando una hilera que cubría poco menos de dos kilómetros de camino. Las carretas con los pertrechos dando bandazos en las huellas. Los hombres disgustados y agotados. Y entonces, frente a ellos, se alza una gran cadena de rocas y, a un costado, se ve un pequeño campo abierto con un arroyuelo que lo cruza, ranúnculos y mariposas y la hierba suave y la noche que se acerca.
Allí acamparon y Varinio Glabro cedió ante los oficiales en la cuestión de fortificar el campamento. Eso también podía verlo Graco. Los comandantes de regimientos habrían señalado el hecho de que estaban al frente de bastante más de tres mil soldados romanos, fuertemente armados. ¿Qué posibilidades de ataque había? ¿Qué peligro de ataque podía presentarse? Además, al iniciarse la rebelión, los gladiadores eran tan sólo doscientos o algo así; y muchos de ellos habían sido muertos. Y los hombres estaban muy fatigados. Algunos se habían tendido sobre la hierba y se habían dormido inmediatamente. Unas pocas cohortes levantaron tiendas de campaña e intentaron una disciplinada formación de calles al estilo militar. Muchas de las cohortes encendieron fuegos para cocinar, pero habiendo en las carretas gran provisión de pan, algunos se conformaron con eso. Tal era el cuadro que presentaba el campamento a la sombra de la montaña. Varinio Glabro levantó su carpa en el centro mismo del campamento y allí plantó su estandarte y el emblema senatorial. El pueblo de Capua había preparado grandes canastas con delicados alimentos. Allí se había sentado con sus oficiales principales y había cenado con ellos, aliviado tal vez por no haber tenido que emprender la pesada tarea de construir fortificaciones. Después de todo, no era la peor campaña que pudiera emprenderse y se ganarían honores y gloria con sólo unos pocos días de marcha en las afueras de la ciudad.
De ese modo, mentalmente, en sus adentros, con esa visión interna que lo elevaba por encima de las bestias y lo diferenciaba de éstas, Graco reflejó y recordó el cuadro que ofrecía el comienzo de lo sucedido. La memoria es la alegría y el pesar de la humanidad. Graco estaba tendido al sol, mirando el vaso de agua mañanera que tenía en sus manos, y escuchando el lejano eco de aquel miserable soldado que había regresado trayendo el bastón de marfil del legado en sus manos. Las imágenes se sucedían. ¿Qué sienten aquellos a quienes aguarda la muerte a corto plazo, pero no lo saben? ¿Varinio Glabro había oído alguna vez el nombre de Espartaco? Probablemente no.