—¿Dónde está? —preguntó con suavidad.
—No lo sé.
—¿Pero la conoces?
—Sí y no. Nunca la he visto.
—¡Ah!
—¡Deja de decir «ah», como un maldito oráculo! —Estoy tratando de que se me ocurra algo inteligente para decirlo.
—Te estoy contratando como agente, no como animador —gruñó Graco—. Ya sabes lo que quiero que hagas.
—Quieres que encuentre a una mujer, pero no sabes dónde está y nunca la has visto. ¿Sabes cómo es físicamente?
—Sí. Es bastante alta, bien formada, pero esbelta. Pechos generosos y firmes. Es germana. Tiene ese típico cabello rubio germano color de paja y ojos azules. Orejas pequeñas y frente alta; nariz recta pero no pequeña, profundos ojos azules y una boca amplia con el labio inferior tal vez un poco grueso. Es posible que hable mal el latín o trate de hacer creer que no sabe nada de latín. Habla mejor el griego, con acento tracio. Dio a luz a un niño en los dos últimos meses, pero es posible que éste haya muerto. Y aun si hubiera muerto, aún tendrá leche en los senos, ¿no es así?
—No necesariamente. ¿Qué edad tiene?
—No estoy seguro de eso. Por lo menos, veintitrés años, y posiblemente no más de veintisiete. No estoy seguro.
—Tal vez haya muerto.
—Es posible. Si fuera así, quiero que lo averigües. Quiero que me traigas pruebas de que ha muerto. Pero no creo que haya muerto. No es de las que se quitarían la vida, y una mujer como ésa sabe poner obstáculos a la muerte.
—¿Cómo sabes que no se suicidaría?
—Lo sé. No puedo explicarlo, pero lo sé.
—Después de haber sido derrotado Espartaco —dijo Flavio—, creo que su campamento fue tomado y que había en él algo así como diez mil mujeres y niños.
—Había veintidós mil mujeres y niños. Doce mil fueron entregados como botín a las tropas. Es el escándalo más desagradable de ese tipo de que yo tenga noticia, pero Craso estaba detrás de ello y entregó a la hacienda pública la parte del botín que le correspondía a él para acallar las protestas. No fue un gran gesto de su parte, ya que lo que le correspondió valía muy poco. Hizo un gran gesto no quedándose con esclavo alguno. Sabía cuáles serían las condiciones.
—¿Y Varinia estaba entre esas mujeres?
—Es posible que sí y es posible que no. Era la mujer del jefe. Pueden haber adoptado algunas medidas especiales para protegerla.
—No lo sé. Para los esclavos la igualdad constituye un objeto de culto.
Graco apuró su vaso de aguardiente y con el dedo señaló al otro.
—¿Estás dispuesto a hacerlo o no? Sugiere cualquier solución que quieras, Flavio. Es un trabajo difícil.
—Ya sé que lo es. ¿Y qué plazo me das?
—Tres semanas.
—¡Ah!, no... ¡Ah! —dijo Flavio abriendo los brazos—. No es un plazo razonable en absoluto. Puede que ella no esté en Roma. Tendré que enviar gente a Capua, a Siracusa, a Sicilia. Posiblemente a Hispania y África. Sé razonable.
—Soy todo lo razonable que pudiera ser. ¡Al demonio con todo esto; vete a lo de Sexto y recibe su caridad!
—Está bien, Graco. No hay por qué enfadarse tanto.
—Pero suponte que tenga que comprar unas cuantas mujeres. ¿Te das cuenta de cuántas mujeres germanas encajan con tu descripción?
—Muchas, estoy seguro. No quiero una que se ajuste a la descripción. Quiero a Varinia.
—¿Y cuánto tengo que pagar por ella, si la encuentro?
—El precio que te pidan. Te doy mi palabra.
—Está bien. Estoy de acuerdo, Graco. Dame otro vaso de ese excelente aguardiente, por favor.
Le sirvieron el aguardiente. Flavio se estiró en el diván, bebiéndolo a sorbos mientras miraba al hombre que lo había empleado.
—Reúno algunas cualidades, ¿verdad, Graco?
—Ya lo creo.
—Pero sigo siendo pobre. Sigo siendo un fracasado. Graco, ¿puedo hacerte una pregunta, antes de terminar? Si no quieres, no contestes. Pero no te enfades.
—Pregunta.
—¿Por qué quieres a esa mujer, Graco?
—No estoy enfadado. Pero creo que es hora de que los dos nos vayamos a la cama. No somos tan jóvenes como en otros tiempos.
Mas en aquellos tiempos el mundo no era ni tan grande ni tan complicado como en nuestros días, y antes de que se cumplieran las tres semanas de plazo que le habían fijado, Flavio apareció en casa de Graco y le anunció la exitosa culminación de su misión. El dinero, como acostumbra decirse, tiene consistencia suave y al frotarlo limpia a los que lo reciben. Flavio era otra persona. Bien vestido, perfectamente afeitado y seguro de sí mismo, se sentía satisfecho de haber cumplido con la difícil tarea que le habían encomendado. Se sentó con Graco a degustar un vaso de vino y comenzó a jugar con lo que sabía, mientras Graco contenía su impaciencia.
—Comencé —dijo Flavio— con la difícil tarea de localizar a los oficiales que participaron en el reparto del botín. Si Varinia era hermosa y bien formada, comprendí que habría sido elegida por ese grupo. Pero si se tiene en cuenta que toda la cuestión de la apropiación de los esclavos era ilegal y que habían intervenido de quinientos a seiscientos oficiales y que muy pocos de ellos tenían deseos de hablar, advertirás que la cosa no era fácil. Sin embargo, la suerte estaba de nuestro lado. La gente se acordó. Varinia dio a luz cuando llegó la noticia de que los esclavos habían sido derrotados y la gente recordaba a aquella mujer que no quería separarse del recién nacido. No sabían que era la mujer de Espartaco ni que su nombre fuera Varinia. Tienes que comprender que Craso había enviado a un destacamento de caballería contra la ciudad de los esclavos o su campamento o como quieras llamarlo, inmediatamente después de que finalizara la batalla. A continuación fue la infantería. Las mujeres y los niños que estaban allí (había algunos muchachos de trece y catorce años) no opusieron demasiada resistencia. Estaban aturdidos. Acababan de saber que el ejército de los esclavos había sido destruido. Pero tú sabes lo que son los soldados después de una batalla, y me imagino que pelear contra los esclavos no es ir a una merienda campestre. Entonces...
—No es necesario que hagas un análisis del estado anímico de los legionarios —dijo Graco—. ¿Qué te parece si te limitas a los hechos?
—Sólo estoy tratando de describir la situación. Quiero decir que hubo una insensata matanza al comienzo, debido a que nuestros soldados estaban indignados y poseídos aún por el calor de la lucha. Varinia acababa de dar a luz. Bien, un esclavo recién nacido difícilmente vale su peso en oro en nuestros días, y lo que me dio la clave para llegar a ella fue el relato de un soldado que había tomado al bebé en sus manos y se disponía a aplastarle la cabeza contra el poste de una tienda de campaña. El propio Craso lo detuvo. Craso salvó al niño y con sus propias manos golpeó al soldado hasta dejarlo medio muerto. Nadie hubiera imaginado que Craso hiciera algo así, ¿verdad?
—No me interesa lo que uno hubiera imaginado o no de Craso. ¿Qué clase de charlatán eres tú, Flavio? ¿Encontraste a Varinia? ¿Ya me pertenece? ¿La compraste? —No pude comprarla.
—¿Por qué? —gritó de pronto Graco, mientras se ponía de pie en una explosión de ira tan imprevista como amedrentadora. Mientras avanzaba hacia Flavio, éste se iba encogiendo en su asiento, y finalmente Graco lo cogió por la túnica y gritó—: ¿Por qué? ¿Por qué, gordo e incompetente vagabundo? ¿Ha muerto ella? ¡Te juro que si has sacado ventaja de esto, volverás a las cloacas y te pesará! ¡Te pesará!
—Ella no ha muerto...
—¡Oh!, ¡qué hinchado estás! ¡Tan hinchado estás que, en vez de hablar, resoplas! ¿Por qué no la compraste?
Graco soltó a Flavio, pero continuó de pie ante él.
—¡Calma, por favor! —dijo de pronto Flavio en alta voz—. Me encomendaste que hiciera algo y lo hice. Es posible que yo no sea tan rico como tú, Graco; es posible que mi lugar esté en las cloacas, pero eso no te da derecho alguno a hablarme en la forma en que lo haces. No soy tu esclavo. Bastante desagradable es ya mi condición actual, para que tú quieras empeorarla. —Perdóname.
—No la compré porque no está en venta. Eso es todo.
—¿Cuestión de precio?
—No es cuestión de precio. No hay precio. Pertenece a Craso. Vive en su casa. Y no está en venta. ¿Acaso imaginas que no lo intenté? Craso estaba en Capua y en su ausencia hice la proposición a sus agentes. ¡Ah, no! No había nada que hacer por ese lado. Ni siquiera quisieron considerar la propuesta. Y tan pronto como se llegó a la cuestión de esa esclava, se cerraron como almejas. No sabían nada de esa esclava. No quisieron hablar de precio. No hubo manera de hacerlos hablar. Unté sus manos con dinero, pero no mejoré nada con eso. Si quería al barbero o al cocinero o al ama de casa, podía llegarse a un arreglo, y hasta estaban dispuestos a cerrar un trato respecto a una hermosa siria que Craso había comprado el año pasado, y arreglárselas para entregármela. Estaban muy dispuestos a hacerlo por mí, pero de Varinia, ¡ni hablar!
—¿Cómo sabes entonces que es Varinia y cómo sabes que está allí?
—Le compré esa información a una de las esclavas encargadas del guardarropa. No te imagines que la de Craso es una hermosa y feliz familia. Tiene un hijo que odia sus entrañas, y una esposa (de la que vive separado) que lo degollaría, y las intrigas que se tejen allí son algo digno de Damasco. Lo que resultó muy bien, porque pude comprar información, pero lo que no pude comprar fue a Varinia.
—¿Averiguaste por qué la compró? ¿Por qué la tiene en su poder?
—Claro que sí —dijo Flavio chasqueando la lengua—. Craso está enamorado de ella.
—¿Qué?
—Sí. El gran Craso ha encontrado un amor.
Y entonces Graco exclamó deliberadamente y con lentitud:
—¡Que Dios te condene, Flavio, si hablas de este asunto! Y si se hablara por ahí del asunto y si yo oyera repetirlo en alguna parte, ¡maldito sea yo si no hago que te crucifiquen!
—¿Qué manera de hablar es ésa? No eres Dios, Graco.
—No. No, ni siquiera soy pariente lejano de ninguno de los dioses, como pretenden algunos de nuestros tontos de nacimiento. Pero estoy tan cerca de Dios como nadie lo estuvo en la política romana, y lo suficiente para hundirte, Flavio, y para hacerte llevar a la cruz. Y si llega a saberse algo de esto, te juro que lo haré. Recuerda mis palabras.
Por la tarde del día siguiente, Graco se dispuso a ir a los baños, acto de interés político que no dejaba de tener sus ventajas. Los baños públicos adquirían de día en día mayor importancia como centros políticos y sociales. Se hacían y deshacían senadores y magistrados en los baños; allí cambiaban de manos millones de sestercios. Tales sitios eran a la vez bolsa de comercio y club social, y el que a uno se lo viera de vez en cuando en los baños había pasado a ser una obligación. Había tres grandes y bien acondicionadas casas de baños de las que Graco era cliente: el Clotum, que era más bien nueva, y otras dos que eran más antiguas pero aún eran consideradas elegantes. Aunque se trataba de lugares en que no se permitía la entrada a todos los ciudadanos, su precio de entrada era extremadamente modesto, al alcance aun de los pobres, pero se mantenía un determinado nivel social que alejaba a la chusma de esos lugares.
Cuando había buen tiempo, toda Roma se volcaba por las tardes a los lugares al aire libre. Hasta el número cada vez menor de trabajadores romanos terminaba sus tareas una hora después de mediodía; horarios más prolongados habrían hecho que prefirieran vivir de las dádivas a trabajar. La tarde era la hora de los hombres libres: los esclavos trabajaban; los ciudadanos romanos descansaban.
No obstante, Graco tenía poco interés por los espectáculos circenses y muy de vez en cuando iba a las carreras. Se diferenciaba de sus colegas en que no podía presenciar el drama de dos hombres desnudos, cada uno con un cuchillo en las manos, que se destrozaban entre sí hasta llegar a un horroroso y sangriento desenlace. No comprendía que se hallara placer alguno en presenciar el espectáculo de un hombre enredado en una red de pescar, a quien se le arrancaban los ojos o se le perforaban los intestinos con un largo tridente de pesca. Una que otra vez encontraba placer en presenciar una carrera de caballos, pero las carreras de cuadrigas, que iban convirtiéndose cada vez más en contiendas personales entre los conductores y en las que el público no quedaba nunca satisfecho a menos que alguien se rompiera la cabeza o fuera destrozado bajo las ruedas, a él le aburrían. No era que tuviera mejor corazón que los demás, sino que odiaba la estupidez y para él esos espectáculos eran totalmente estúpidos. El teatro no lo entendía y solamente asistía a los estrenos, en los que debía estar presente en su calidad de funcionario público.
Su gran placer por las tardes consistía en caminar hacia los baños a través de las interminables, retorcidas y sucias calles de su querida ciudad. Siempre había amado a Roma; Roma era su madre. Como él mismo solía decir, su madre era una ramera y él había salido del vientre de su madre para ser arrojado a la suciedad de la calle. Pero hasta ese momento había amado a su madre y su madre lo amaba a él. ¿Cómo podía haberle explicado a Cicerón lo que había querido significar al volver a contar aquella vieja leyenda? Primero, Cicerón tendría que haber amado a Roma y ese amor tendría que haber estado relacionado con el conocimiento de lo vil y endemoniada que era la ciudad.
Aquella vileza y aquel mal era algo que Graco comprendía. «¿Por qué he de ir al teatro? —le preguntó una vez a uno de sus amigos intelectuales—. ¿Es posible representar en el escenario lo que yo veo en las calles de la urbe?»
Era algo digno de verse, en efecto. Por ese entonces lo hacía ya como una ceremonia. Y él mismo se preguntaba: «¿Con qué frecuencia tendré que seguir haciendo esto?».
Primero fue al mercado, donde en los puestos continuarían las ventas una hora más, antes de cerrar. Para andar por aquellas calles había que abrirse paso entre las mujeres y sus chillidos, pero se deslizaba suavemente entre ellas; envuelto en su blanca túnica y en su amplitud, parecía una nave de guerra impulsada por un suave viento. Allí estaba lo que comía Roma. Había allí montones de quesos; quesos redondos, quesos cuadrados, quesos negros, quesos rojos, quesos blancos. Allí estaban colgados los pescados y los gansos ahumados, los cerdos recién muertos, grandes trozos de vacuno, los tiernos corderos, barriles con anguilas y arenques salados y los de escabeche, intensamente olorosos y tan exquisitos. Había allí escudillas con aceite de las colinas sabinas y del Piceno, maravillosos jamones de Galia, y en todas partes colgaban embutidos y había grandes cuencos de madera con menudos de cerdo.