Espartaco (29 page)

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Authors: Howard Fast

Tags: #Historico

BOOK: Espartaco
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—Recuerdo cómo cayó la noche y el cielo se llenó de estrellas —narró el soldado a los senadores de rostros petrificados.

La sencilla belleza del relato de un necio. Cayó la noche y Varinio Glabro y sus oficiales debieron de haberse sentado en su gran tienda a beber vino y a saborear carne de pichones con miel. Habían tenido una interesante conversación esa noche. Allí se hallaba un grupo de jóvenes caballeros de la más refinada sociedad que el mundo hubiera conocido. ¿De qué podrían haber hablado? En ese momento, cuatro años más tarde, Graco trataba de recordar qué era lo que interesaba en aquel entonces... en el teatro, en las carreras, en el circo. ¿No fue acaso poco después del estreno de la obra
Armorum Iudicium
de Pacuvio? ¿Y no había cantado Flavio Gallis la parte principal como nunca se había cantado antes? (¿O era solamente fantasía o imaginación el que se cantara o interpretara un papel como nunca se hubiera hecho antes?) Sí, posiblemente era eso y probablemente los jóvenes de las cohortes de la ciudad habrían entonado mientras bebían el vino:

Men servasse ut essent qui me perderent?

Con el aumento del volumen de las voces se habría oído el canto más allá del campamento... Sí, probablemente. La memoria era algo fantasiosa. El cansancio debió de haber desaparecido en todo el campamento. Los hombres de las cohortes de la ciudad, tendidos de espaldas, masticando pan y mirando las estrellas, al menos los que no habían levantado tiendas, debieron de haber sido vencidos por el sueño, tranquilo sueño de tres mil y tantos centenares de soldados de Roma que habían marchado hacia el sur, hasta el monte Vesubio, a enseñarles a los esclavos que los esclavos no deben levantar la mano contra sus amos...

Graco era
senator inquaesitor.
A él le correspondía hacer las preguntas y entre las respuestas del soldado había tal silencio en la cámara del Senado que podría haberse oído el ruido de las alas de una mosca al volar.

—¿Durmió usted? —preguntó Graco.

—Sí —respondió aquel único y aterrorizado soldado que había vuelto como testigo.

—¿Y qué fue lo que lo despertó?

Aquí el soldado quedó sin habla. Palideció y Graco pensó que iba a desmayarse. Pero no se desmayó y su informe se tornó preciso y claro, pero carente de emoción. Esto es lo que dijo que había ocurrido, tal como él lo vio:

—Me había dormido y de pronto desperté porque alguien gritaba. Por lo menos me pareció que un hombre gritaba, pero cuando desperté comprendí que en el ambiente se sentía el griterío de muchos hombres. Desperté y me di vuelta de inmediato. Acostumbro a dormir sobre el estómago; por eso me di vuelta. Junto a mí yacía Callio, que tenía solamente un nombre, era un huérfano recogido de las calles, pero era mi mejor amigo. Era mi mano derecha y por eso dormíamos uno al lado del otro, y cuando me di vuelta mi puño tocó algo húmedo, tibio y pegajoso, y cuando miré vi que era la nuca de Callio, pero la nuca había sido seccionada y Callio no dejaba de gritar. Luego me senté sobre un charco de sangre y yo no sabia si la sangre era mía o no, pero a la luz de la luna, en torno a mí, no había sino muertos, tendidos allí donde habían estado durmiendo, y por todo el campamento corrían esclavos armados con cuchillos afilados como navajas, cuchillos que no paraban en su ir y venir y que centelleaban a la luz lunar y en esa forma nos mataban, a muchos sin siquiera haber despertado. Y cuando un hombre saltaba sobre sus pies, lo mataban también. En algunos lugares se formaron grupos de soldados, pero no lucharon mucho tiempo. Fue la cosa más terrible que yo haya visto en mi vida, y los esclavos no cesaban en su furia homicida. Entonces perdí la cabeza y también comencé a gritar. No tengo reparo en reconocerlo. Saqué la espada y me lancé a través del campamento y la hundí en un esclavo y lo maté, según creo, pero cuando llegué a la orilla de la pradera me di cuenta de que había una sólida línea de lanzas en torno a nosotros, y que la mayor parte de quienes blandían las lanzas eran mujeres, pero no se trataba de mujeres como las que yo hubiera visto o soñado, sino seres terribles, salvajes y el cabello les volaba al viento de la noche y sus labios se abrían en un horripilante alarido de odio. De allí provenían parte de los gritos, y hubo un soldado que pasó corriendo junto a mí y se lanzó contra las lanzas, porque no creyó que las mujeres harían uso de ellas, pero lo hicieron y nadie escapó de ese lugar, y cuando los heridos llegaban arrastrándose, también hundían en ellos sus lanzas. Corrí hasta la línea y me clavaron una lanza en el brazo; me la arranqué y corrí de vuelta al campamento y allí caí ensangrentado y me quedé tendido en el suelo. En mis oídos tan sólo resonaban aquellos gritos. No sé cuánto tiempo permanecí tumbado allí. No debió de ser por mucho tiempo. Me decía a mí mismo que debía incorporarme, combatir y morir, pero esperaba. Entonces los gritos disminuyeron y unas manos me cogieron y me pusieron de pie; les habría atacado con mi espada, pero de un golpe me la sacaron de la mano, que no tenía mucha fuerza para sostenerla debido al dolor de la herida de la lanza. Algunos esclavos me sujetaban y vi que un cuchillo se aprestaba a degollarme y me di cuenta que todo había terminado y yo también moriría. Pero alguien gritó: «¡Esperad!», y el chillo se detuvo. Quedó a poco más de dos centímetros de mi garganta. Entonces avanzó un esclavo, también empuñando un puñal tracio en su mano, y les dijo: «Esperad. Creo que éste es el único». Allí se quedaron esperando. Mi vida esperaba. Entonces llegó un esclavo pelirrojo y hablaron. Yo era el único. Por eso no me mataron. Yo era el único— todos los demás habían muerto. Me llevaron a través del campo y vi que las cohortes habían sido aniquiladas. Muchos soldados murieron mientras dormían. Nunca despertaron. Me llevaron al pabellón de Varinio Glabro, el legado, pero el legado estaba muerto. Yacía en su diván, muerto. Algunos oficiales de las cohortes se hallaban en la tienda y allí habían sido muertos. Todos muertos. Entonces vendaron la herida de mi brazo y me dejaron allí con algunos esclavos para que me vigilaran. El cielo se estaba poniendo gris y en el aire se sentía la inminencia del amanecer. Pero todas las cohortes habían sido aniquiladas.

Todo esto lo había dicho sin emoción, en forma directa, narrándolo como algo informal, pero al mismo tiempo sus ojos se contraían sin cesar y nunca miró a la fila de senadores sentados con sus rostros de piedra.

—¿Cómo sabe que todos estaban muertos? —preguntó Graco.

—Me tuvieron en la tienda hasta que amaneció. Los extremos de la tienda habían sido enrollados y se podía ver todo el vivac. Los gritos habían cesado, pero aún los oía dentro de mí. Pude mirar a mi alrededor y allí donde miraba había muertos sobre el suelo. En el aire se olían la sangre y la muerte. Muchas de las mujeres que formaban el círculo de lanzas ya no estaban allí. Se habían ido a alguna parte. Pero en medio del olor a sangre pude sentir el olor de carne asándose. Es posible que las mujeres estuvieran cociendo carne para el desayuno. Me sentí enfermo con sólo pensar que hubiera gente capaz de comer en esos momentos. Vomité. Los esclavos me arrastraron fuera de la tienda hasta que terminé de vomitar. Estaba aclarando. Vi a grupos de esclavos moviéndose por el campamento. Estaban despojando a los muertos. En diversos lugares extendían las tiendas en el suelo. Pude ver las manchas blancas en el suelo a través de todo el campamento. Tomaban todos los objetos que los soldados llevaban encima: armaduras, ropas y botas, y los amontonaban sobre las carpas extendidas. En el arroyo lavaban las espadas, las lanzas y las armaduras. El arroyo corría cerca de la gran tienda y adquirió un color a herrumbre, debido a las ensangrentadas armas y armaduras que allí se estaban lavando. Después tomaron nuestros potes de grasa y, una vez que secaron los objetos metálicos, los engrasaron. Una de las tiendas estaba extendida a pocos pasos de la gran tienda. En ella apilaron las espadas, miles de espadas...

—¿Cuántos esclavos había? —preguntó Graco.

—Setecientos, ochocientos... Es posible que mil. No sé. Trabajaban en grupos de a diez. Trabajaban muy duro. Algunos tomaron las carretas que habían transportado nuestros pertrechos y las cargaron con los objetos que habían arrebatado a los muertos, y se las llevaron. Mientras trabajaban, algunas mujeres regresaron trayendo canastas con carne asada. Los grupos interrumpían su trabajo de uno en uno para ir a comer. Y se comían también nuestras raciones de pan.

—¿Qué hicieron con los muertos?

—Nada. Los dejaron allí donde estaban. Andaban por el lugar como si los muertos no estuvieran allí, una vez que los habían despojado de lo que tenían. Había muertos en todas partes. El suelo estaba cubierto de cadáveres y la tierra estaba manchada de sangre. El sol se hallaba en alto. Fue lo peor que hubiera visto en mi vida. Un grupo de esclavos estaba parado a un costado del campamento observando lo que se hacía. Había seis en el grupo. Uno de ellos era un negro, un africano. Eran gladiadores.

—¿Cómo sabes que lo eran?

—Cuando fueron al pabellón donde yo me encontraba, pude ver que eran gladiadores. Tenían el cabello cortado al rape y los cuerpos cubiertos de cicatrices. No es difícil distinguir a un gladiador. A uno le faltaba una oreja Otro era pelirrojo. Pero el líder del grupo era un tracio. Tenía la nariz quebrada y ojos negros y miraba sin moverse y sin pestañear...

Entre los senadores se había producido un cambio que fue casi imperceptible, pero indudablemente se había producido. Escuchaban de otro modo; escuchaban con odio e intensa atención. Graco recordaba muy bien aquel momento, pues fue entonces cuando Espartaco cobró vida surgiendo de la nada para estremecer el mundo entero. Otros hombres tienen raíces, un pasado, un comienzo, un lugar, una tierra, un país... pero Espartaco no tenía nada de eso. Había nacido de los labios del soldado que sobrevivió y cuya supervivencia había sido determinada por Espartaco con el fin, con el propósito, de que regresara al Senado a decir que era un hombre de tales o cuales características. No era un coloso, ni un salvaje, ni un ser terrible, sino simplemente un esclavo; pero había algo en el que el soldado vio y que debía ser contado.

—... y su rostro me hizo recordar a las ovejas. Vestía túnica y un pesado cinturón de bronce y altas botas, pero no llevaba ni armadura ni casco. Tenía un puñal en el cinto y nada más. La túnica estaba salpicada de sangre. Su rostro es uno de esos que no se olvidan. Hizo que le temiera. A los otros ya no les tenia miedo, pero a él si.

El soldado podría haberles contado que había visto la cara en sueños, que había despertado bañado en sudor frío y había visto aquel rostro plano y bronceado, con la nariz quebrada y los ojos negros, pero ésos no eran detalles informativos dignos de ser presentados ante el Senado. El Senado no estaba interesado en sus sueños.

—¿Cómo sabe que es tracio?

—Por su acento. Hablaba mal el latín, y he oído hablar a muchos tracios. Otro de ellos era tracio también y los demás posiblemente fueran griegos. Ellos se limitaron a mirarme, apenas si me miraron. Esto me hizo sentirme como si estuviera muerto, al igual que los demás. Me miraron y pasaron a la otra sección de la gran tienda. Los cadáveres habían sido sacados de la tienda y arrojados afuera, junto con los otros cadáveres. Pero primero habían despojado a Varinio Glabro, hasta dejar su cadáver desnudo, y su armadura y todo cuanto tenía fue apilado sobre su diván. También encima del diván se hallaba su bastón de legado. Los esclavos volvieron y se reunieron en torno al diván mirando la armadura y las pertenencias del representante del Senado. Cogieron la espada y la examinaron y la hicieron pasar de mano en mano. Tenía una vaina de marfil tallado. La observaron y luego volvieron a arrojarla sobre el diván. Entonces examinaron el bastón, el hombre de la nariz quebrada —se llama Espartaco— se volvió hacia mí y levantando el bastón me preguntó: «Romano, ¿sabes lo que es esto?» «Es el brazo del noble Senado» le respondí. Pero ellos no lo sabían. Tuve que explicárselo. Espartaco y el galo pelirrojo se sentaron en el diván. Los otros permanecieron de pie. Espartaco puso las mejillas en las manos, sus codos sobre las rodillas y tuvo sus ojos fijos en mí. Era como si lo mordieran con la mirada. Después, cuando hube terminado de hablar, nada dijeron y Espartaco continuó mirándome y sentía cómo me corría el sudor por todo el cuerpo Pensé que iban a matarme. Entonces me dijo su nombre «Mi nombre es Espartaco —declaró—. Recuerda mi nombre romano.» Y entonces volvieron a mirarme. Y Espartaco preguntó: «¿Por qué matasteis a los tres esclavos, ayer, romano? Los esclavos no os hicieron daño alguno. Fueron a ver pasar a los soldados. ¿Las mujeres romanas son tan virtuosas que toda una legión debe violar a una pobre mujer esclava? ¿Por qué hicisteis eso, romanos?» Yo traté de explicarle qué era lo que había ocurrido. Le dije que habían sido los soldados de la segunda cohorte quienes habían violado a la esclava y luego habían matado a los esclavos. Le dije que yo pertenecía a la tercera cohorte y que nada tenía que ver con ello y que no había violado a la mujer. No sé cómo se enteraron, porque no pareció que hubiera nadie en los alrededores cuando fueron muertos los tres esclavos. Pero ellos sabían todo lo que habíamos hecho. Sabían cuándo habíamos salido de Capua. Todo se lo leía en sus negros ojos, que nunca pestañeaban. Nunca levantó la voz. Me hablaba en la forma en que se habla a los niños, pero no me engañó hablándome de ese modo. Era un criminal. Eso se le veía en los ojos. Estaba en los ojos de todos ellos. Todos eran asesinos. Conozco gladiadores como éstos. Los gladiadores se convierten en asesinos. Nadie que no fuera gladiador podría haber matado en la forma en que mataron aquella noche. Sé de gladiadores que..—Graco lo interrumpió. El soldado estaba bajo el hechizo de sus propias palabras, como si se hallara en trance, y Graco le dijo con aspereza:

—Nosotros no estamos interesados en lo que sabe, soldado. Estamos interesados en lo que ocurrió entre usted y los esclavos.

—Ocurrió lo siguiente —comenzó diciendo el soldado — y de pronto se detuvo. Volvió en sí y miró de uno en uno los rostros de los integrantes del noble Senado de la poderosa Roma. Se estremeció y prosiguió—: Entonces esperé que me dijeran qué era lo que iban a hacer conmigo. Espartaco, sentado allí, tenía el bastón en sus manos. Deslizaba los dedos a todo lo largo de él y de pronto me lo arrojó a mí. Al principio no adiviné lo que quería decir o lo que deseaba. «Cógelo, soldado —dijo—. Cógelo, romano. Cógelo.» Yo lo cogí. «Ahora eres el brazo del noble Senado», dijo. No parecía enfadado. Nunca levantaba la voz. Estaba simplemente dejando constancia de un hecho... quiero decir que para él era un hecho. Eso era lo que quería. Yo no podía hacer nada. En otras circunstancias, yo hubiera preferido morir antes que tocar el sagrado bastón. No lo hubiera tocado por nada del mundo. Soy romano. Soy ciudadano...

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