Nuevamente volvieron a levantarse antes del amanecer y se pusieron en marcha, y al mediodía llegaron a un lugar donde una amplia ruta cruzaba aquella por la que iban, en forma de T. Viajaban ahora hacia el norte y el oeste, y cuando el sol se estaba poniendo vio Varinia por vez primera las nevadas cumbres de los Alpes a la distancia. Esa noche brillaba la luna, y prosiguieron sin apurar mucho a los caballos. Durante la noche se detuvieron para cambiar las caballerías por última vez y, antes de que llegara el alba, abandonaron la carretera principal y se internaron por un camino de tierra hacia el este. El sendero descendió por un valle y cuando salió el sol Varinia pudo ver en toda la extensión del valle neblinoso el curso de un río que lo cruzaba por el centro y, a ambos lados, la falda de los montes. Ya estaban cerca de los Alpes.
No se podía seguir muy rápido, ya que los carros se inclinaban de un lado a otro en el accidentado camino de tierra. Varinia, sentada sobre los almohadones, sostenía al niño en brazos. Cruzaron el río por un puente de madera y comenzaron la lenta ascensión de las montañas. Durante todo el día, los caballos lucharon contra la pendiente en el tortuoso camino montañoso. Los campesinos galos que los veían hacían un alto en su labor para ver pasar aquellos dos grandes carros y los hermosos caballos que tiraban de ellos, y nunca faltaron chicos pelirrojos que llegaron corriendo a la orilla del camino para quedarse mirando, con los ojos abiertos de par en par, el insólito espectáculo.
Después, avanzada ya la tarde, cuando el camino se había convertido en un estrecho sendero, llegaron a la cumbre y vieron que a sus pies se extendía un ancho y hermoso valle. Aquí y allá, Varinia pudo distinguir una pequeña aldea, numerosas viviendas y, a cierta distancia, grupos de chozas de campesinos. Había amplias franjas de bosque, numerosos riachuelos y, vagamente insinuada en la distancia, se alzaba la silueta de una ciudad amurallada. La ciudad se perfilaba hacia el oeste; ellos siguieron su camino hacia abajo y hacia el norte, en dirección a los Alpes, que parecían aún muy distantes.
Tan difícil resultaba descender como lo había sido ascender, ya que había que frenar a los caballos, y el camino era accidentado y serpenteante. Había obscurecido cuando llegaron al fondo del valle, y allí se detuvieron a descansar y a esperar a que saliera la luna. Viajaron un poco durante la noche, a la luz de la luna, y volvieron a detenerse, para proseguir más tarde con la primera luz del amanecer. Allí todos los caminos eran realmente intransitables Anduvieron y anduvieron..., y finalmente llegaron a las primeras estribaciones de los Alpes.
Allí Flavio se separó de Varinia, despidiéndose de ella una mañana, a primera hora, en un lugar donde comenzaba un camino que se extendía hacia lo lejos, por donde no se veía más que campos y bosques.
—Adiós, Varinia —le dijo—. He cumplido lo que le prometí a Graco, y, creo que me he hecho merecedor en parte del dinero que me pagó. Espero que ni tú ni yo volvamos a ver Roma, ya que esa ciudad no será muy saludable para ninguno de los dos de aquí en adelante. Te deseo suerte y felicidad; lo mismo le deseo a tu pequeño. A poco menos de dos kilómetros, subiendo por este camino, hay una pequeña aldea de campesinos. Es preferible que no te vean llegar en carro. Aquí tienes una bolsa con mil sestercios, con lo que podrás pagar el sustento y el alojamiento durante un año en estos lugares. Los campesinos son gente sencilla y, si quieres cruzar las montañas para ir a tu país, ellos te ayudarán. Hay gente indómita que vive en las montañas y que odia a los extranjeros. Además, nunca volverás a encontrarte con tu gente, Varinia. Las tribus germanas deambulan por los bosques de un lugar a otro, y es imposible saber dónde se encontrará la misma tribu al año siguiente. Por otra parte, he oído decir que los húmedos, obscuros e insalubres bosques del otro lado de los Alpes no son un lugar apropiado para criar a un niño. Yo me decidiría a vivir en algún lugar de las inmediaciones, Varinia. Confieso que eso no me agradaría a mí, pero esto era lo que tú querías. ¿No es así?
—Esto es lo que yo quería —asintió ella—. Te estoy muy agradecida, Flavio.
Y entonces hicieron girar en redondo los carros y Varinia se quedó allí con el bebé en los brazos, hasta que desaparecieron tras una nube de polvo, hasta que las estribaciones del terreno los ocultaron de su vista.
Entonces se sentó a la orilla del sendero y amamantó al niño. Luego emprendió la marcha por el camino. Era una agradable y fresca mañana de verano. El sol se estaba elevando en el cielo limpio y azul y los pájaros cantaban, y las abejas iban de flor en flor, libando el néctar y llenando el aire con su suave rumor.
Varinia se sentía feliz. No era la felicidad que había conocido junto a Espartaco, pero de él había recibido el conocimiento de la vida y la rica recompensa de la existencia. Estaba viva y en libertad; de modo que, en verdad, estaba contenta y miraba hacia el futuro con esperanza e ilusión.
Eso fue lo que le ocurrió a Varinia. Una mujer no puede vivir sola, y en la aldea a la que llegó, una aldea de sencillos campesinos galos, encontró refugio en casa de un hombre cuya esposa había muerto al dar a luz. Es posible que la gente supiera que se trataba de una esclava que había huido. No tenía importancia. Tenía los pechos rebosantes y le dio vida al recién nacido. Era una buena mujer, y la gente la quería por su fortaleza y su extravertida sencillez. El hombre en cuya casa había ido a vivir era un hombre sencillo, que no sabía ni leer ni escribir y que lo único que había aprendido era la lección del trabajo. No era Espartaco, pero tampoco se diferenciaba mucho de Espartaco. Tenía la misma paciencia ante la vida. Era lento en montar en cólera y amaba profundamente a sus hijos, a los propios y al que Varinia había llevado con ella.
A Varinia la adoraba, porque había llegado a él desde lejos y con ella le había llegado una esposa. Y con el tiempo ella aprendió a conocerlo y a sentir por él algunos de esos sentimientos. Con mucha facilidad aprendió el nuevo lenguaje, con una base de latín y muchas palabras galas; se amoldó a sus costumbres, que no eran muy diferentes de las de su propia tribu. Cultivaban la tierra y recogían la cosecha. Ofrecían parte de ésta a los dioses de su aldea y otra parte la entregaban al recaudador de impuestos y a Roma. Vivían y morían; bailaban y cantaban y lloraban y
s
e casaban, y sus vidas transcurrieron dentro del invariable ciclo de las estaciones.
Grandes cambios se estaban produciendo en el mundo pero entre ellos esos cambios se sentían tan lentamente que en realidad nada resultaba alterado.
Varinia era prolífica. Cada año dio a luz un nuevo niño, y tuvo siete hijos con el hombre que tomó por marido, antes de dejar de concebir. El joven Espartaco creció con ellos, alto, fuerte y derecho, y, cuando cumplió siete años, su madre le contó por vez primera quién había sido su padre y la historia de lo que éste había hecho. Le sorprendió que lo comprendiera tan bien. Nadie en esta aldea había oído jamás el nombre de Espartaco. El mundo había sido conmovido por grandes hechos que eran totalmente ignorados en aquella aldea. Y al crecer los otros niños, tres de los cuales eran muchachas y cuatro varones, Varinia volvió a contar muchas veces la historia, a contarles cómo un hombre sencillo, que era esclavo, hizo frente a la tiranía y a la opresión y cómo durante cuatro años el poderío de Roma tembló ante la sola mención de su nombre. Les contó sobre las horrendas minas en que había trabajado Espartaco y de cómo había luchado en las arenas del circo con un puñal en la mano. Les contó cuan amable, bueno y atento era, y ella nunca separó la figura de Espartaco de la gente sencilla con la que ella vivía. Más aún, cuando hablaba de los camaradas de Espartaco, acostumbraba a señalar a uno u otro aldeano del lugar como ejemplos. Y cuando contaba aquellas historias, su esposo escuchaba maravillado y con envidia.
No fue vida fácil la que vivió Varinia. Trabajó desde el amanecer a la puesta del sol, escardando, cavando, limpiando, hilando, tejiendo. Su tez clara obscureció quemada por el sol y su belleza desapareció; pero ella nunca le había dado mayor importancia a su belleza. Cada vez que se detenía a pensar y a recordar el pasado, se mostraba agradecida por lo que la vida le había dado. Ya no lloraba a Espartaco. Su vida con Espartaco se había convertido en algo parecido a un sueño.
Cuando su primer hijo tenía veinte años, la atacó la fiebre y, al cabo de tres días, falleció. Su muerte fue rápida y sin muchos sufrimientos, y una vez que su esposo, sus hijas y sus hijos la hubieron llorado, la envolvieron en una mortaja y la enterraron en la tierra.
Y fue después que ella hubo muerto cuando se produjeron los cambios en aquel lugar. Los impuestos crecieron, y el incremento continuó indefinidamente. Un verano hubo sequía y se perdió casi toda la cosecha, y entonces llegaron los soldados romanos. Las familias que no podían pagar los impuestos eran sacadas de sus casas como ganado y arrancadas de sus tierras y encadenadas de cuello a cuello, y se las hacía marchar a la urbe, donde eran vendidas para pagar a Roma.
Pero no todos los que habían perdido sus cosechas por la sequía aceptaron mansamente aquel destino. Espartaco, sus hermanos y hermanas huyeron de la aldea y se refugiaron en los bosques que había al norte, bosques que se extendían hasta las alturas agrestes de los Alpes. Allí vivieron una vida de privaciones y sufrimiento, alimentándose de raíces y frutos silvestres y de lo poco que podían cazar, pero cuando se construyó una gran villa en las tierras que habían sido de su propiedad, descendieron y la incendiaron y se apoderaron de cuanto en ella había.
Los soldados se lanzaron a los bosques y los campesinos se unieron con las tribus de las montañas para luchar contra los soldados. Esclavos que se habían fugado se unieron a ellos, y año tras año la guerra de los desposeídoss se propagó con furia. A veces las fuerzas rebeldes fueron aplastadas por los soldados, pero en algunas oportunidades el poder de los insurgentes llegó a tal grado pudieron lanzarse hacia la llanura a incendiar, saquear y robar.
Este tipo de vida fue el que vivió el hijo de Espartaco y vivió y murió como su padre... Murió luchando y en medio de la violencia en que había hallado la muerte su padre. Los relatos que hizo a sus hijos fueron menos claros, menos precisos. Los relatos se convirtieron en leyendas y las leyendas se convirtieron en símbolos, pero la guerra de los oprimidos contra los opresores continuó. Fue una llama que se propagó hacia las alturas o decayó, pero nunca se extinguió, y el nombre de Espartaco pervivió. No era ya cuestión de descendencia a través de la sangre, sino de descendencia a través de la lucha común.
Llegaría un día en que Roma sería arrasada, no solamente por los esclavos, sino por esclavos, siervos, campesinos y bárbaros libres que se les unirían.
Y en tanto que el hombre trabaje y otros hombres tomen y usen el fruto de los que trabajan, el nombre de Espartaco será recordado, susurrado algunas veces y proclamado en voz alta y clara otras veces.