—Quisiera saber —le dijo a Craso—, quisiera saber si podría formularle una pregunta, señor. Es posible que sea algo que a mí no me incumba, pero tengo una enorme curiosidad por saber por qué dijo usted hace un rato que, si éste era el judío David, había de por medio una irónica justicia. O algo por el estilo...
—¿Yo dije eso? —preguntó Craso—. Francamente no sé qué es lo que quise decir o intenté decir.
Ya se había hecho todo, y la mayor parte del pasado debía permanecer en la más absoluta calma y discreción. Escasa gloria había en vencer a esclavos. Los triunfos y las grandes devociones eran para otros; para él sólo quedaban pequeñas satisfacciones como la carnicería de los crucifijos. ¡Qué cansado estaba de matanzas, de muertes y de torturas! Pero ¿dónde ir para escapar de aquello?
Cada vez más la sociedad que estaban creando era la de la vida reposando en la muerte. Jamás en toda la historia del mundo la matanza en masa había sido elevada a tal plano de precisión y cantidad. ¿Y dónde iría a parar y en qué terminaría? Recordó entonces un incidente ocurrido poco después de que hubiera asumido el mando de las derrotadas y desmoralizadas fuerzas de Roma. Había entregado tres legiones a su amigo y compañero de infancia, Pilico Mummio, hombre que ya había participado en dos importantes campañas, y le había dado instrucciones de hostigar a Espartaco y tratar de separar parte de sus fuerzas. En lugar de lograrlo, Mummio cometió el error de caer en una celada, y sus tres legiones, enfrentadas sorpresivamente a los esclavos, emprendieron una huida ciega y fueron presa de un pánico tan vergonzoso como jamás había ocurrido en la historia de los ejércitos romanos. Recordaba el indescriptible vapuleo verbal que había propinado a Mummio; recordaba los insultos que le había dirigido y cómo lo había tratado de cobarde. Pero no podía extralimitarse con un hombre como Mummio. Con las legiones era distinto. Cinco mil hombres de la séptima legión fueron puestos en fila y de cada diez se separó a uno y se lo ejecutó por cobardía. «Deberías haberme matado a mí», le había dicho Mummio tiempo después.
Lo recordaba ahora perfectamente bien, ya que eran precisamente Mummio y el ex cónsul Marco Servio por la suerte que habían corrido, quienes habían hecho que anidara en él el más profundo odio hacia los esclavos. Recordaba un relato al respecto, pero como en todos los relatos provenientes del campo de los esclavos, era difícil separar la verdad de la mentira. Marco Servio era responsable, en cierta medida, de la muerte de un galo de nombre Crixo, uno de los más queridos compañeros de Espartaco, a quien había logrado separar del grueso del ejército, hasta rodearlo, y allí murió con sus tropas. De modo que, mucho tiempo después, cuando Servio y Mummio fueron hechos prisioneros por Espartaco y juzgados ante un tribunal de esclavos, se dijo que un judío llamado David había hecho objeciones a la muerte de ambos, o tal vez el judío llamado David había hecho objeciones a la forma en que se les iba a dar muerte. Craso no estaba seguro. Habían muerto luchando como pareja de gladiadores. A aquellos dos líderes de ejércitos romanos, de mediana edad, se les desnudó, se le entregó un puñal a cada uno y se les condujo a una pista de arena para que se enfrentaran en un combate a muerte. Ésa fue la única vez que Espartaco hizo una cosa así, pero Craso no la olvidó ni la perdonó nunca.
Por cierto que nada de eso podía contárselo al oficial, allí a la sombra del crucifijo.
—Francamente no sé qué es lo que quise decir —dijo Craso—. No tenía importancia.
Estaba fatigado, y decidió regresar a su residencia y dormir.
Lo esencial era que a Craso le tenía sin cuidado si, a la luz de tales hechos, la crucifixión del último de los gladiadores resultaba ser justa o no. Su sentido de la justicia estaba embotado y también estaba embotada su apreciación de la vindicta. Y la muerte no ofrecía para él novedad alguna. De niño, como ocurría con tantos niños pertenecientes a las «mejores» familias de la República, se le había nutrido con las leyendas del pasado. Así había llegado a creer completa y absolutamente que
Roma supra hominem et factiones est.
El estado y la ley servían a todos los hombres, y la ley era justa. No podría haber dicho con exactitud en qué punto dejaba de creer en eso, pero lo cierto es que nunca su descreimiento había llegado a ser total. Íntimamente conservaba alguna ilusión, pero quien como él había podido en cierto momento definir tan claramente la justicia, ya no podía hacerlo ahora. Diez años antes había visto cómo los líderes del partido de la oposición habían enviado fríamente a la muerte a su padre y a su hermano, y la justicia jamás los vengó. La confusión respecto a qué era justo y qué injusto, aumentaba en él en vez de disminuir, al extremo de que sólo lograba una exposición razonada tomando como base la riqueza y el poder. Con toda razón, la justicia hacía que no se importunara ni a la riqueza ni al poder, y la importancia de los principios éticos afectados desaparecía gradualmente. De modo que cuando tuvo ocasión de ver crucificado al último gladiador, no experimentó sensación alguna de satisfacción. En realidad, no sintió nada en absoluto. Sencillamente no se conmovió.
Pero en la mente del gladiador se planteaban cuestiones sobre la justicia y la injusticia, y aparecían confundidas dentro de la inconsciencia proveniente del dolor, de la conmoción y del agotamiento. Se confundían en los innumerables hilos de sus recuerdos. Debieron de haberse desenredado hasta surgir por encima de las olas enceguecedoras y punzantes de la agonía. En algún rincón de su mente se conservaba claro y nítido el recuerdo del incidente a que se había referido Craso.
Para los gladiadores se había tratado de una cuestión de justicia, como lo había sido también para Craso, y más adelante, cuando los que más enconadamente odiaban a los esclavos, y menos sabían de lo que éstos habían hecho, escribieron la historia de sus hazañas, se dijo que a los romanos que tomaban prisioneros los utilizaban para realizar inhumanas orgías en que se los hacía matarse los unos a los otros en réplicas de lo que habían sido los combates entre gladiadores. Y así se dio por sentado —tal como los amos han dado siempre las cosas por sentadas— que, cuando el poder cae en manos de los oprimidos, éstos lo usan en la misma forma en que lo usaron sus opresores.
Y aquello persistía en la mente del hombre que colgaba de la cruz. Jamás hubo una matanza orgiástica a la manera de los gladiadores. Solamente una vez, en un frío arranque pasional de ira y odio, Espartaco había señalado a dos patricios romanos y había dicho:
—¡Lo que tuvimos que hacer nosotros lo haréis vosotros! ¡Id a la arena con puñales y desnudos para que aprendáis cómo morimos nosotros para edificación de Roma y placer de sus ciudadanos!
El judío, que había estado allí sentado escuchando silenciosamente, tampoco había pronunciado palabra alguna cuando Espartaco se volvió hacia él una vez que se hubieron llevado a los dos romanos. Entre ambos existía un gran lazo de unión, una íntima conexión. El grupo de gladiadores que había escapado de Capua fue reduciéndose con el pasar de los años, en el curso de muchos combates. Las bajas habían sido especialmente considerables entre ellos y el puñado de los que sobrevivían como líderes del enorme ejército de esclavos se había unido estrechamente.
Espartaco miró al judío y le preguntó: —¿Tengo razón o estoy equivocado? —Aquello que para ellos es justo nunca es justo para nosotros.
—¡Que combatan!
—Que combatan, si así lo quieres. Que se maten entre ellos. Pero el daño será mayor para nosotros. Será una carcoma que destruirá nuestras entrañas. Tú y yo somos gladiadores. ¿Cuánto tiempo hace que dijimos que borraríamos de la faz de la tierra el recuerdo de los combates de parejas?
—Y lo haremos. Pero esos dos deben pelear...
Tales eran los pequeños recuerdos de un hombre clavado en la cruz. Craso lo había mirado a los ojos y había observado la forma en que lo crucificaban. Un gran círculo se había cerrado. Craso se fue a casa a dormir, ya que había estado en pie toda la noche y, como era de esperarse, estaba fatigado. Y el gladiador colgaba inconsciente de los clavos.
Transcurrió más de una hora antes de que el gladiador volviera en sí. El dolor era como un camino y la conciencia recorrió el camino del dolor. Si sus sentidos y sus sensaciones hubieran sido distendidos como la tensa piel de un tambor, entonces había llegado el momento en que comenzaba el redoble de ese tambor. La música era insoportable y despertó tan sólo al conocimiento del dolor. Del mundo no veía más que el sufrimiento y el sufrimiento comprendía todo su mundo. Era el último de seis mil camaradas cuyos sufrimientos habían sido iguales al suyo; pero su dolor era tan enorme que no podía ser compartido ni subdividido. Abrió los ojos, pero el dolor era un película roja que le separaba del mundo. Era cual un gusano, una oruga, una larva, y el capullo estaba tejido en dolor. No despertó de una vez, sino en oleadas. El carro de guerra era el vehículo que mejor conocía, y ahora volvía en sí subido en un carro de guerra que tropezaba y daba tumbos. Era un niño en las colinas de sus país, y los amos, los señores de lejanas tierras, civilizados y pulcros, viajaban a veces en carro, y él corría por los rocosos senderos de la montaña implorando que lo llevaran. Y gritaba: «¿Señor, señor, déjeme conducir el carro?». Ninguno de ellos hablaba su idioma, pero a veces dejaban que él y sus amigos se sentaran en la plataforma trasera. ¡Eran generosos los poderosos! Algunas veces les daban dulces a él y a sus compañeros. Se reían observando la forma en que se aferraban a la plataforma trasera aquellos rapaces con el rostro quemado por el sol y de negros cabellos. Pero muy a menudo solían azotar los caballos y el súbito salto de éstos y la sacudida lanzaba por los aires a los muchachos. Bueno, aquellos grandes señores del mundo occidental tenían reacciones imprevisibles y las cosas buenas había que tomarlas junto con las malas, pero el caerse de un carro dolía.
Entonces se daba cuenta de que no era un niño corriendo por las colinas de Galilea, sino un hombre que pendía de una cruz. Era consciente de su situación parcialmente, por zonas, ya que toda su persona no le pertenecía de una vez. Se daba cuenta en sus brazos, donde los nervios eran como cables calentados al rojo y donde la sangre ardiente corría de arriba abajo hasta la coyuntura retorcida que lo unía a la espalda. Se daba cuenta de ello en su abdomen, donde el estómago y los intestinos se habían convertido en nudos furiosos de dolor y de tensión.
Y la multitud que lo observaba era un conglomerado ondulante, real e irreal. En ese momento su visión no era totalmente normal. No podía fijar la mirada normalmente y la gente que veía se plegaba y desplegaba, como imágenes bajo un cristal curvado. Por su parte, los espectadores veían que el gladiador volvía en sí y lo observaban atentamente. Si se hubiera tratado de una crucifixión más, el hecho no habría despertado demasiado interés. Las crucifixiones eran muy corrientes en Roma. Cuando Roma conquistó Cartago, muchas generaciones antes, adoptó lo mejor de cuanto había conquistado y de ese botín destacaban el sistema de propiedad agraria y el castigo de la crucifixión. Había algo en esas cruces de las que pendía un hombre que se apoderó de la fantasía de Roma, y ahora el mundo había olvidado que el origen era cartaginés, ya que se había convertido en un símbolo tan universal de civilización. Allí donde llegaban las rutas romanas, allí se alzaban las cruces, se instauraba el sistema de propiedad agraria cartaginés, se organizaban combates de parejas, con el enorme desprecio por la vida humana sometida que ello implicaba, y se imponía un incontenible impulso de obtener oro de la sangre y el sudor de la humanidad.
Pero hasta las mejores cosas empalagan con el tiempo y los mejores vinos hartan cuando se los bebe en demasía, y la pasión de un hombre se pierde en la pasión de miles. Una crucifixión más no habría atraído a la multitud, pero se trataba de la muerte de un héroe, de un gran gladiador, de un lugarteniente de Espartaco, de un gladiador de todos los tiempos, de un poderoso gladiador que había sobrevivido a la
munera sine missione.
Siempre había habido una curiosa contradicción en el papel del gladiador, el esclavo marcado para morir, el títere combatiente, el más despreciable de los despreciables y, al mismo tiempo, el superviviente del sangriento campo de batalla.
De manera que habían salido a ver cómo moría el gladiador, a ver cómo recibiría el gran misterio que todos los hombres comparten, y para ver cómo se comportaría cuando le incrustaran los clavos en las manos. Era un extraño ser el que acababa de volver silenciosamente en sí. Habían ido a ver si aquel silencio se rompía, y cuando no se rompió al clavársele los clavos, se quedaron esperando para ver si se rompería cuando volviera a abrir los ojos al mundo.
Y se rompió. Cuando finalmente los vio, cuando las imágenes cesaron de desfilar caóticamente ante sus ojos, lanzó un terrible grito de dolor y de agonía.
Aparentemente nadie comprendió sus palabras. Se discutía respecto a lo que había dicho en aquel estentor afónico. Algunos habían cruzado apuestas sobre si hablaba o no, y las apuestas se pagaban o no se pagaban en medio de violentas discusiones sobre si había pronunciado palabras o si se había tratado simplemente de un gemido, o si había hablado en una lengua extranjera. Algunos aseguraban que había implorado a los dioses; otros afirmaban que había lloriqueado llamando a la madre.
En realidad, nada de eso había ocurrido. En realidad, había gritado:
—Espartaco, Espartaco, ¿por qué fracasamos?
Mediante algún procedimiento milagroso se hubiera podido abrir la mente y haber leído el pensamiento de los seis mil hombres que fueron tomados prisioneros cuando la causa de Espartaco se hundió en el polvo de la historia, y se hubiera podido desentrañar este pensamiento en toda su desnudez, de modo que resultara posible seguir hasta los crucifijos la enmarañada red y la madeja que los había llevado allí; si hubiera sido posible dibujar seis mil mapas de vidas humanas, se habría visto que el pasado de la mayor parte de ellos no difería demasiado. En ese sentido, es posible que sus sufrimientos y su fin no fueran muy diferentes; era un sufrimiento común y se mezclaba, y si hubiera habido dioses o un Dios en los cielos y sus lágrimas se hubieran convertido en lluvia, seguramente habría llovido durante días y días. Pero en cambio el sol secaba las lágrimas y los pájaros se lanzaban sobre la carne sangrante, y los hombres morían.