(Es un ejército que lucha por la libertad en su concepto más sencillo y escueto. En el pasado hubo infinitos ejércitos que lucharon por conquistar naciones, ciudades, riquezas, botín, poder, o dominar ésta o aquella región, pero aquí hay un ejército que lucha por la libertad y la dignidad humana, un ejército que no reclama para sí ni tierras ni ciudades, ya que la gente que lo integra procede de todas las tierras, ciudades y tribus, y es un ejército en que cada soldado comparte una herencia común de servidumbre y un odio común hacia los hombres que esclavizan a otros hombres. Es un ejército que debe alcanzar la victoria, ya que no hay puentes por los que pueda retroceder ni tierra en que pueda encontrar refugio o descanso. Es un momento en que cambia el curso de la historia, un comenzar, un emocionante y mudo susurro, un potente rayo de luz que es el heraldo del cegador relámpago y el trueno que sacude la tierra. Se trata de un ejército que de pronto ha comprendido que la victoria que busca debe cambiar al mundo y que, en consecuencia, el mundo debe cambiar o no habrá victoria.
(Es posible que mientras Espartaco estudia el mapa se le plantee mentalmente la pregunta de cómo nació ese ejército. Piensa en el puñado de gladiadores que se abrieron paso a golpes fuera de la escuela del gordo
lanista.
Piensa en ellos, y los compara con una lanza que, al ser arrojada, hubiera puesto en movimiento un mar de vida, que de pronto había arrasado la permanente calma y la estabilidad del mundo de los esclavos. Piensa en la interminable lucha por transformar a esos esclavos en soldados, para hacer que pensaran y trabajaran en común, y trata entonces de comprender por qué ese movimiento se detuvo.
(Pero ahora no hay tiempo para tales reflexiones. Ahora van a luchar. Su corazón rebosa de temor; siempre ocurre así antes de la batalla. Cuando la batalla termine, gran parte del temor desaparecerá, pero ahora tiene miedo. Mira a los camaradas en torno a la mesa. ¿Por qué hay tanta calma en sus rostros? Ve a Crixo, el galo, pelirrojo, con sus pequeños ojos azules hundidos en su rostro rojo, lleno de pecas, con el largo bigote rubio cayéndole casi hasta el mentón. Y allí está su amigo Gannico, su hermano en la esclavitud y en la fraternidad tribal. Allí están Casto y Phraxo y Nordo, el negro africano de anchas espaldas; Mosar, el delgado, delicado y sagaz egipcio, y el judío David, y ninguno de ellos parece tener miedo. ¿Por qué, entonces, está él atemorizado?
(Ahora les dice secamente: «Bueno, amigos míos, ¿qué vamos a hacer? ¿Nos vamos a quedar aquí todo el día jugando a los acertijos acerca del ejército desplegado a lo largo del valle?
(«Es un ejército muy grande —dijo Gannico—. Es un ejército superior a cuantos hayamos visto y enfrentado antes. No se los puede contar, pero yo les puedo decir que he identificado los estandartes de diez legiones. De la Galia han bajado la séptima y la octava. De África han hecho venir tres legiones y de Hispania han llegado dos. Nunca en mi vida he visto un ejército como éste. A lo largo del valle debe de haber unos setenta mil hombres.»
(Siempre es Crixo el que anda en busca del temor y la incertidumbre para salirle al paso. Si por Crixo fuera, ya habrían conquistado al mundo entero. Tiene una sola consigna: marchar sobre Roma. Basta de matar ratas; lo que hay que hacer es destruirles la cueva. Y ahora dice: «Me fatigas, Gannico, porque siempre se trata del ejército más grande y del peor momento para librar una batalla. Te diré una cosa. No doy dos centavos por su ejército. Si yo tuviera que decidir, atacaría de inmediato. Los atacaría ahora, no dentro de una hora o de un día o de una semana.»
(Gannico quiere dilatar la cosa. Puede que los romanos dividan sus fuerzas. Antes lo han hecho, de modo que es posible que vuelvan a hacerlo.
(«No lo harán —dice Espartaco—. Te doy mi palabra ¿Por qué habrían de hacerlo? Nos tienen a todos aquí. Saben que todos estamos aquí. ¿Por qué habrían de dividir sus fuerzas?»
(Entonces Mosar, el egipcio, dice: «Por una vez voy a estar de acuerdo con Crixo. Es muy raro que esto ocurra, pero esta vez tiene razón. A lo largo del valle hay un gran ejército y tarde o temprano tendremos que hacerle frente y es muy posible que sea pronto. Pueden quedarse más tiempo que nosotros, porque tienen qué comer y dentro de poco nosotros careceremos de alimentos. Y si nosotros nos vamos, les daremos la oportunidad que andan buscando.»
(«¿Cuántos hombres crees que tienen?», le pregunta Espartaco.
(«Muchos; por lo menos setenta mil.»
(Espartaco mueve la cabeza sobriamente. «¡Oh! Es mucho... es terriblemente mucho. Pero creo que tienes razón. Tendríamos que atacarlos aquí.» Trata de aparentar tranquilidad, pero en su corazón no hay tranquilidad alguna.
(Deciden que dentro de tres horas atacarán a los romanos por el flanco, pero la batalla se les viene encima. Los comandantes no han alcanzado a llegar a sus regimientos cuando los romanos lanzan el ataque contra el centro del ejército de esclavos. No hay tácticas complicadas ni habilidosas evoluciones; la punta de lanza de una legión ataca el centro de las fuerzas de los esclavos, cual si fuera una flecha dirigida contra el puesto de mando, y todo el poderoso ejército romano se lanza detrás de esa legión. David permanece junto a Espartaco, pero sólo durante poco menos de una hora logran dirigir coordinadamente la defensa desde el puesto de mando. Entonces la lucha los alcanza y comienza la pesadilla. El pabellón cae aplastado. La batalla los arrastra como un mar embravecido y un ciclón se desencadenó en torno a Espartaco.
(Esto es combatir. Ahora David sabrá que ha estado en medio de una batalla. Al lado de esto cualquier otra cosa es una simple escaramuza. Espartaco ya no es más el comandante de un gran ejército, sino solamente un hombre con una espada y el escudo cuadrado de un soldado, y lucha como el mismo demonio. El judío David combate de manera similar. Ambos son como rocas y la batalla se agita en torno a ellos. En un momento dado ambos se encuentran solos y luchan por sus propias vidas. Luego cien hombres vienen en su ayuda. David mira a Espartaco y en medio de la sangre y el sudor el tracio muestra los dientes.
(«¡Qué combate! —grita—. ¡Qué combate formidable, David! ¿Es que conseguiremos vivir para ver salir el sol después de una lucha como ésta? ¿Quién sabe?»
(«Le gusta —piensa David—. ¡Qué hombre extraño! ¡Mira cómo le gusta combatir! ¡Mira cómo combate! ¡Lucha como una auténtica furia! ¡Lucha como luchan ellos en las canciones que cantan!»
(No se da cuenta de que él está peleando del mismo modo. Tendrán que matarlo antes de que una lanza alcance a Espartaco. Es como un felino infatigable, un enorme felino, un felino de la selva, y su espada es una zarpa. Nunca se separa de Espartaco. Podría pensarse que está unido a Espartaco, por la forma en que se las arregla para estar siempre a su lado. Ve muy poco de la batalla. Sólo ve lo que está directamente frente a sus ojos y a los de Espartaco, pero eso le basta. Los romanos saben que Espartaco está allí y olvidan los movimientos clásicos que los soldados ejecutan en adiestramientos de años para perfeccionarlos. Se amontonan, dirigidos por sus oficiales, luchando y arrastrándose hacia Espartaco para derribarlo, para matarlo, para seccionar la cabeza del monstruo. Están tan cerca que David oye todas las inmundas vilezas que salen de sus bocas. En un ruido que sobresale del clamor rechinante de la batalla. Pero los esclavos también saben que Espartaco se encuentra allí, y del otro lado se lanzan a este centro de la batalla. Enarbolan el nombre de Espartaco como si fuera una bandera. Flamea como si fuera una bandera por sobre todo el campo de batalla.
¡Espartaco! Puede oírsele a kilómetros de distancia. En una ciudad amurallada, a ocho kilómetros de distancia se oye el fragor de la batalla.
(Pero David oye sin escuchar; no sabe de nada que sea ajeno a combatir frente a él. A medida que sus energías decaen y sus labios se resecan, la batalla se hace más terrible. No sabe que se está combatiendo sobre una extensión de más de tres kilómetros. No sabe que Crixo ha aplastado a dos divisiones y que las está persiguiendo. De lo único que tiene conocimiento es de su brazo y de su espada de Espartaco a su lado. Ni siquiera se da cuenta de que mientras luchaban, han descendido la colina, han descendido hasta el fondo del valle, se hunden hasta la cintura en el suave y verde césped que los rodea. Después están en el río y continúan combatiendo hundidos hasta las rodillas en el agua que corre roja como la sangre. El sol se pone y el cielo se tiñe de rojo, como un amargo saludo a los millares de hombres que llenan el valle con sus odios y sus luchas. Cuando ya ha anochecido, la intensidad de la batalla disminuye, pero la lucha no cesa, y bajo la fría luz de la luna los esclavos hunden sus cabezas en las sangrientas aguas del río, bebiendo y bebiendo, porque, si no beben, morirán.
(Al amanecer, los romanos detienen su ataque. ¡Nadie ha luchado jamás contra hombres como aquellos esclavos! No importa cuántos mueran, pues son reemplazados por otros que, entre gritos y aullidos, entran en combate. Luchan como animales, no como hombres, ya que aun cuando se les hunde la espada en las entrañas y caen al suelo, hincan sus dientes en los pies del adversario y hay que decapitarlos para poder desprenderse de ellos. Otros hombres se arrastran fuera del campo de batalla cuando son heridos, pero estos esclavos siguen luchando hasta que mueren. Otros hombres abandonan la lucha hasta cuando se pone el sol, pero estos esclavos combaten en medio de la obscuridad, como si fueran felinos y no descansan ni un solo instante.
(Con este tipo de cosas el temor se apodera de los romanos. Y se alimenta dentro de ellos y crece la semilla sembrada mucho tiempo atrás. Se vive con los esclavos, pero nunca se confía en ellos. Están afuera, pero también están adentro. Todos los días sonríen, pero detrás de la sonrisa está el odio. Esperan, esperan y esperan. Tienen una paciencia y una memoria infinita. Ésta es la semilla que se sembró en la mente de los romanos desde que tuvieron uso de razón, y ahora da frutos.
(Están fatigados. Apenas si les quedan fuerzas para llevar sus escudos y arrastrar sus espadas. Pero los esclavos no están fatigados. La razón se impone. Diez abandonan la lucha aquí y cien más allá. Los cien se hacen mil, los mil pasan a ser diez mil y de pronto todo el ejército huye en medio del pánico y los romanos comienzan a arrojar sus armas y correr. Los oficiales tratan de contenerlos, pero matan a los oficiales y aullando de pánico huyen de los esclavos. Y los esclavos van tras ellos y ajustan viejas cuentas en la noche, de modo que en una extensión de kilómetros el campo de batalla queda cubierto con cadáveres de romanos heridos en la espalda.
(Cuando Crixo y los otros encuentran a Espartaco, esta aun junto al judío. Espartaco está tendido en el suelo, durmiendo entre los muertos y el judío está de pie junto a él, espada en mano.
«Dejadlo dormir —dice el judío—. Ésta es una gran victoria— Dejadlo dormir.»
(Pero han muerto diez mil esclavos en la gran victoria. Y habrá otros ejércitos romanos... ejércitos aún mayores.)
Cuando se vio que el gladiador estaba muriendo, el interés por él decayó. A la hora décima, a media tarde, tan sólo permanecían a la espera del desenlace un pequeño grupo formado por los decididos partidarios de las crucifixiones, además de unos cuantos granujas que vivían de la mendicidad y algunos holgazanes con el cuerpo lleno de costras, cuya presencia no era permitida en las numerosas y provechosas diversiones que se podían disfrutar por la tarde aun en una ciudad como Capua. Es cierto que por aquel entonces no había carreras en Capua, pero no cabe duda de que se estaría presentando algún espectáculo en uno de los dos hermosos circos que había en la urbe. Debido a que se trataba de una ciudad tan popular entre los viajeros, era cuestión de orgullo para los más ricos ciudadanos de Capua proporcionar el espectáculo de combates de parejas por lo menos durante trescientos días del año. Había en Capua un excelente teatro y numerosos y amplios burdeles que funcionaban tan abiertamente como nunca se hubiera permitido en Roma. En esos lugares había mujeres de todas las razas y naciones, especialmente adiestradas para mantener en alto la reputación de la ciudad. Había además buenas casas de comercio y bazares, y en la hermosa bahía se practicaban numerosos deportes acuáticos.
De modo que no es de sorprender que el espectáculo de la agonía de un gladiador crucificado constituyera una distracción pasajera. Si no hubiera sido el héroe de la
munera
, difícilmente se le hubiera concedido una segunda mirada, y aun siendo así, no era objeto de gran interés. En una carta dirigida «a todos los ciudadanos de Roma que se encuentra en Capua» los tres adinerados comerciantes que encabezaban la pequeña comunidad judía negaron todo conocimiento o responsabilidad respecto a él. Señalaban que en su tierra habían sido desarraigados todos los elementos de rebelión y descontento y al mismo tiempo hacían notar que la circuncisión no era prueba de origen judío. La circuncisión era muy común entre los egipcios, los fenicios y aun entre los persas. Tampoco correspondía a la naturaleza de los judíos atacar al poder que había establecido aquel estado de paz y abundancia y orden sobre la mayor parte del mundo. Así pues, abandonado por todos, el gladiador se acercaba a su muerte en solitaria y dolorosa dignidad. No constituía distracción alguna para los soldados y ya no interesaba demasiado a los curiosos. Había una pobre anciana que permanecía sentada, con las manos cruzadas sobre las rodillas, la vista clavada en el hombre de la cruz. Los soldados, a causa de su aburrimiento, comenzaron a hacerle bromas.
—Oye, hermosa —le dijo uno de ellos—, ¿acaso estás soñando con ese tipo de allí arriba?
—¿Quieres que lo bajemos y te lo regalemos? —le preguntó otro—. ¿Cuánto tiempo hace que te acostaste con un tipo tan guapo como éste?
—Hace mucho tiempo —murmuró ella.
—
Bueno, se portará como un toro contigo en la cama. Te hará disfrutar como un semental encima de una yegua. —¿Qué te parece, vieja?
—¡Qué manera de hablar!—les recriminó— ¿Que clase de gente sois vosotros? ¡Qué manera de hablarme!
—¡Oh, señora mía, perdónanos!
Uno tras otro los soldados hicieron ante ella respetuosas reverencias. Los pocos curiosos se unieron a la broma y los rodearon.
—No doy dos centavos por vuestras disculpas —dijo la anciana—. ¡Inmundicia! Yo soy sucia. Pero vosotros sois un inmundicia. Yo puedo lavar mi mugre en los baños. Vosotros no podéis.