—Nunca llegaré a ver al niño, viejo amigo y camarada. Eso es lo único que lamento. No lamento nada más en absoluto.
Estaban en medio de la batalla cuando le trajeron a Espartaco el caballo blanco. ¡Qué hermoso caballo era! Un magnífico potro persa, blanco como la nieve, arrogante y brioso. Era el caballo adecuado para Espartaco. Se había librado de sus preocupaciones; eso había hecho Espartaco. No era que adoptara una pose. En verdad, se sentía feliz y rejuvenecido y pleno de vida y fortaleza y ardor. En los últimos seis meses había encanecido, pero en ese momento nadie se fijaba en sus cabellos grises, sino en la vibrante juventud de su rostro. Aquel feo rostro era hermoso. Todos veían cuan hermoso era. Los hombres lo miraban y no sabían qué decir. Y entonces le llevaron el hermoso caballo blanco.
—Ante todo, gracias por este espléndido regalo, queridos amigos, queridos camaradas —fue lo que dijo—; ante todo, gracias. Os lo agradezco de todo corazón.
Luego desenvainó la espada y, en un movimiento demasiado rápido para seguirlo con la vista, la hundió hasta la empuñadura en el pecho del animal y se aferró a ella mientras aquél retrocedía y relinchaba y sólo la abandonó cuando el animal cayó de rodillas, se tumbó y murió. Entonces los enfrentó con la espada chorreante en la mano y ellos lo miraron horrorizados y con asombro. Pero nada había cambiado en él.
—Ha muerto un caballo —dijo—. ¿Vais a llorar porque muerto un caballo? Nosotros luchamos por la vida de hombres, no por la vida de bestias. A los romanos les gustan los caballos, pero por los esclavos no sienten sino desprecio. Ahora veremos quién sale airoso de este campo de batalla, si los romanos o nosotros. Os he agradecido el regalo. Fue una prueba del cariño que me tenéis, pero no necesitaba ese regalo para saberlo. Sé lo que anida en mi corazón. Mi corazón rebosa de amor por vosotros. No hay palabras en el mundo para expresar todo el cariño que siento por vosotros, mis queridos camaradas. Nuestras vidas estuvieron unidas. Aunque hoy fracasemos, habremos hecho algo que los hombres recordarán para siempre. Durante cuatro años hemos luchado contra Roma... Cuatro largos años. Nunca volvimos la espalda a un ejército romano. Nunca huimos. Ni huiremos hoy del campo de batalla. ¿Queréis que combata desde un caballo? Dejad los caballos para los romanos. Yo combato de pie, junto a mis hermanos. Si hoy ganamos esta batalla, tendremos caballos en abundancia, y les pondremos arreos para engancharlos a los arados, no a los carros romanos. Y si perdemos..., bueno, si perdemos, no necesitaremos caballos. Luego los abrazó. Abrazó y besó en los labios a cada uno de los viejos camaradas que aún quedaban. Y cuando le correspondió el turno a David, le dijo:
—¡Ah!, mi amigo, gran gladiador. ¿Estarás hoy a mí lado?
—Siempre.
Y, colgando de la cruz, mirando a Craso, el gladiador pensó: «¿Cuánto puede hacer un hombre?». En esos momentos, no se arrepentía de nada. Había combatido al lado de Espartaco. Había combatido mientras este hombre que estaba frente a él, este gran general montado en su caballo, trataba de abrirse paso entre las filas de los esclavos. Él había gritado junto con Espartaco:
—Ven a nosotros, Craso, ven y saborea nuestro recibimiento.
Había luchado hasta que fue derribado por una piedra arrojada con una honda. Había combatido valerosamente. Se sentía feliz de no haber tenido que presenciar la muerte de Espartaco. Se sentía feliz de ser él y no Espartaco quien tuviera que sufrir la vergüenza y la indignidad de la cruz. No lamentaba nada ni nada le importaba y, en ese instante, no sentía dolor alguno. Comprendió la última alegría juvenil de Espartaco. No había derrota. Ahora era como Espartaco, porque con el tracio compartía el profundo secreto de la vida que Espartaco conocía. Quiso decírselo a Craso. Desesperadamente trató de hablar. Movió los labios y Craso avanzó hacia la cruz. Craso se quedó allí, mirando al moribundo, pero no se oyó palabra alguna del gladiador. Entonces la cabeza del gladiador cayó hacia delante; sus últimas fuerzas lo abandonaron y murió.
Craso estuvo allí hasta que se le unió la anciana.
—Está muerto —dijo la anciana.
—Lo sé —respondió Craso.
Y caminó hacia la puerta y se internó en las calles de Capua.
Esa noche Craso cenó solo. No estaba en casa para nadie, y sus esclavos advirtieron en él ese negro malhumor que muy a menudo se apoderaba de él y, en consecuencia, caminaban silenciosa y cuidadosamente.
Antes de cenar había dado cuenta de la mayor parte del contenido de una botella de vino, y después de cenar se sentó junto a un frasco de
servius
, que era el nombre que se le daba a un fuerte aguardiente de dátiles, destilado e importado de Egipto. Solo y malhumorado, alcanzó un alto grado de embriaguez, una embriaguez en la que se mezclaban la desesperación y el aborrecimiento hacia sí mismo, y con la que llegó a un punto en que apenas podía tenerse en pie. Tambaleando, llegó a su dormitorio y allí dejó que sus esclavos le ayudaran a meterse en el lecho para pasar el resto de la noche.
No obstante, tuvo un sueño profundo y reparador. Por la mañana, se sintió descansado, sin dolor de cabeza y no recordaba haber tenido pesadilla alguna que hubiera importunado su sueño. Tenía la costumbre de bañarse dos veces al día, inmediatamente después de despertar, por la mañana, y por la tarde, antes de cenar. Al igual que muchos ricos romanos, se había impuesto como obligación concurrir a los baños por lo menos dos tardes en la semana, pero se trataba de una decisión basada en cuestiones políticas y no en una necesidad personal. Hasta en Capua tenía un hermoso baño propio, un lavabo con azulejos de poco más de un metro cuadrado, construido al nivel del suelo y convenientemente acondicionado con agua caliente y fría. Dondequiera que viviera, insistía en tener un cómodo cuarto de baño y, cuando construía una casa, las cañerías eran siempre de bronce o plata, de modo que no hubiera corrosión.
Una vez que hubo tomado el baño, el barbero lo afeitó. Esa parte del día le encantaba, con el suave deslizar de la afilada navaja sobre su piel y la infantil sensación que experimentaba, estrechamente mezclada con la del peligro, las toallas calientes que venían a continuación, los ungüentos con que le friccionaban la piel y los masajes en el cuero cabelludo que constituían el final obligado. Era muy vanidoso respecto a su cabello y estaba muy preocupado porque empezaba a caérsele.
Se puso una sencilla túnica azul obscuro, ribeteada con hilos de plata y, como era su costumbre, calzó unas suaves botas blancas de ante, que le llegaban a las rodillas. Debido a que ese tipo de botas no podían ser limpiadas convenientemente, ya que después de dos o tres días de uso inevitablemente quedaban salpicadas de lodo, Craso tenía su propio taller de zapatería donde trabajaban cuatro esclavos dirigidos por un jornalero. El gasto valía la pena, ya que con la túnica azul y las blancas botas tenía una apariencia muy atractiva. En vista de que el tiempo se estaba poniendo caluroso, decidió prescindir de la toga y, después de tomar un desayuno liviano, consistente en frutas y galletas, se hizo llevar en litera a la casa en que residían los tres jóvenes. Estaba un poco avergonzado y perturbado por la forma en que había tratado a Helena y, después de todo les había prometido atenderlos en Capua.
Una o dos veces Craso había estado antes en aquella casa y conocía superficialmente al tío de Helena, de modo que, al llegar, el esclavo de la puerta principal le dio una cálida bienvenida y lo hizo pasar al patio en que la familia y sus huéspedes estaban aún desayunando. Helena se ruborizó al verlo y perdió esa compostura juvenil que tan cuidadosamente mantenía. Cayo parecía realmente contento de verlo y el tío y la tía, apreciando profundamente el honor que les hacía el general, dieron muestras de toda su hospitalidad. Solamente Claudia lo miró astuta y cínicamente con un destello un tanto malicioso en la mirada.
—Si no tenéis compromisos para hoy —dijo Craso—, me gustaría haceros conocer una fábrica de perfumes. Sería una lástima haber venido a Capua y no haber visitado uno de estos establecimientos. Sobre todo si se considera que nuestra pobre ciudad es famosa tan sólo por sus gladiadores, sus perfumes y muy poco más.
—Combinación bastante extraña —comentó Claudia sonriendo.
—No tenemos compromiso alguno —dijo Helena con rapidez.
—Helena quiere decir que tenemos planes, pero los cancelaremos gustosos para salir con usted.
Cayo miró con dureza y casi con enojo a su hermana. Craso explicó que, por supuesto, la invitación incluía también a los mayores, pero ellos se disculparon. Las fábricas de perfumes no eran novedad para ellos y la matrona de la casa dijo que el aspirar demasiado los perfumes le producía dolor de cabeza.
Poco más tarde salieron en dirección a las fábricas de perfumes. Las literas fueron conducidas hacia el barrio antiguo de Capua. Las calles se hacían más estrechas y los edificios eran cada vez más altos. Evidentemente no se cumplían allí ni las más elementales ordenanzas de la urbe, ya que los edificios se elevaban cual disparatadas construcciones infantiles de cubos de madera. Muy a menudo parecían unirse en lo alto, donde se los apuntalaba con maderos. Aunque era de mañana y el cielo estaba claro y azul, aquellas calles estaban inmersas en una triste penumbra. Las calles estaban sucias; los desperdicios eran arrojados al centro de las mismas desde las viviendas, donde se pudrían, y el desagradable olor de la putrefacción se mezclaba de manera creciente con la dulzona y nauseabunda fragancia de los aceites perfumados.
—Ya veis —dijo Craso— dónde están nuestras fábricas y por qué. El olor cumple un propósito útil.
En aquellas calles no se veían esos esclavos bien vestidos y de aspecto saludable que se observaban en los mejores barrios de la ciudad, ni tampoco se veían muchas literas. En las acequias jugaban niños sucios y semidesnudos. En los puestos de las aceras, mujeres pobremente vestidas regateaban el precio de los alimentos o estaban sentadas en las puertas de las casas de vecindad alimentando a sus criaturas. Se oía el murmullo de curiosas charlas y de las ventanas salían los olores de extraños alimentos en cocción.
—¡Qué lugar más horrible! —dijo Helena—. ¿Es cierto entonces que los perfumes salen de esta sentina?
—Así es, querida. Más y mejores perfumes que los que puedan hacerse en cualquier otra ciudad del mundo. Y en cuanto a la procedencia de esta gente, la mayoría son sirios y egipcios, pero hay también algunos griegos y judíos. Hemos tratado de hacer funcionar nuestras fábricas con esclavos, pero no da resultado. A un esclavo se le puede forzar a trabajar, pero no se le puede obligar a que no arruine lo que hace. Y esto a él no le preocupa. Entréguele un azadón o una guadaña o un hacha o un martillo y verán lo que hace y, de todos modos, herramientas como ésas es difícil estropearlas. Pero entréguenle seda para tejer o finos hilos de lino o delicadas retortas o póngasele a realizar mediciones exactas o désele parte en el trabajo de una fábrica y, seguro como que hay Dios, echará a perder el trabajo que hace. Y en cuanto a nuestros propios proletarios, ¿qué incentivo tienen en el trabajo? De todos modos, hay diez candidatos para cada puesto. ¿Por qué ha de trabajar uno si los otros nueve viven mejor en el paro y se pasan los días apostando o en el circo o en los baños? Se enrolarán en el ejército porque allí hay algunas perspectivas de riqueza, si se tiene suerte, pero aun en el ejército hay que recurrir cada vez más a los bárbaros. Pero no irán a una fábrica, debido a los salarios que podemos pagar. Destruimos sus gremios, porque, si no lo hacíamos, hubiéramos tenido que renunciar a nuestras fábricas. De modo que ahora contratamos a sirios, egipcios, judíos y griegos, y aun ellos trabajan tan sólo hasta que logran ahorrar lo suficiente para comprar la ciudadanía a algún caudillo político de barrio. No sé en qué terminará todo esto. Pero tal como están las cosas, las fábricas se están cerrando, no abriendo.
Ya estaban en la fábrica. Se trataba de un feo edificio de madera, desproporcionadamente bajo, levantado en medio de las casas de vecindad. Tenía poco menos de catorce metros cuadrados de superficie, y se veía sucio y destartalado. La madera estaba podrida en algunas partes y en otras faltaban algunas tablas. Del techo emergía un verdadero bosque de chimeneas humeantes. En un costado había una plataforma para carga y junto a la plataforma estaban alineados varios carromatos. Sobre ellos se apilaban grandes cantidades de paquetes de cortezas, canastas con frutas y recipientes de barro cocido.
Craso ordenó que las literas fueran llevadas hasta el frente de la fábrica. Una vez allí, las amplias puertas de madera de la entrada fueron abiertas de par en par, y Cayo, Helena y Claudia tuvieron la primera impresión del interior de una fábrica de perfumes. El edificio consistía en un gran cobertizo cuyo techo sujetaban vigas de madera, y gran parte del mismo tenía aberturas para que se renovara el aire y entrara la luz. La atmósfera estaba recargada por el calor y el resplandor de los hornos abiertos. Sobre largas mesas había cacharros y crisoles, y la masa de serpentinas de condensación que salía de los alambiques parecía una visión sacada de un fantástico sueño. Y dominándolo todo se sentía el rico y nauseabundo olor de los aceites perfumados.
Los visitantes también quedaron impresionados al ver a centenares de trabajadores en plena labor. Eran hombres pequeños, de piel morena, muchos de ellos barbudos, desnudos a no ser por sus taparrabos, que se ocupaban de los alambiques, alimentaban los hornos o permanecían ante las largas tablas donde desmenuzaban cascaras y cortezas de frutas o se dedicaban a llenar con la esencia pequeños tubos de plata, vertiendo gota a gota el precioso líquido, para terminar sellando cada tubo con cera caliente. Otros pelaban frutas o desmenuzaban blancas tiras de grasa de cerdo.
El capataz de la fábrica —un romano al que Craso presentó con el nombre único de Avalo, sin la dignidad de otro nombre— dio la bienvenida al general y a sus invitados con una mezcla de celo fingido, codicia y cautela. Unas cuantas monedas dadas por Craso hicieron que se volviera más ansioso de agradarlos y así fue como los condujo atentamente de un lado a otro de la fábrica. Los obreros continuaron con su trabajo, los rostros duros, concentrados y ceñudos. Cuando miraban de soslayo a los visitantes, aparentemente no se advertía un cambio en su expresión.
De todo cuanto vieron, lo que pareció más extraño a Cayo, Helena y Claudia, fueron los trabajadores. Nunca habían visto antes tal clase de hombres. Había en ellos algo diferente y aterrador. No eran esclavos ni eran romanos. Tampoco se parecían al decreciente número de campesinos que todavía permanecían ligados a pequeñas parcelas de tierra en lugares dispersos de Italia. Eran hombres diferentes, y tal diferencia era digna de preocupación.