No les gustó que la broma se volviera contra ellos y se reafirmaron en su autoridad. Adoptaron una actitud agresiva mientras les centelleaban los ojos.
—Ten cuidado, vieja —le dijo uno—. Ponle un candado a tu lengua.
—Digo lo que me viene en gana.
—Entonces, ve a bañarte y vuelve. Estás dando un espectáculo penoso, sentada a las puertas de la ciudad, con ese aspecto.
—Claro que soy un espectáculo —les respondió agriamente—. Un espectáculo desagradable, ¿verdad? ¡Qué tipos sois vosotros los romanos! ¡La gente más limpia del mundo! No hay un romano que no tome un baño todos los días, aunque se trate de un holgazán, como sois la mayor parte de vosotros, y luego no pierda el tiempo apostando por las mañanas y yendo al circo por las tardes. Sois tan limpios, maldita sea...
—Basta ya, anciana. Cierra la boca.
—No basta ni mucho menos. No puedo bañarme. Soy una esclava. Los esclavos no van a los baños. Soy vieja y estoy agotada y vosotros nada podéis hacerme. ¡Absolutamente nada! Me siento al sol y a nadie le importa, pero a vosotros eso no os gusta, ¿no es así? Dos veces al día voy a casa de mi amo y me da un pedazo de pan. El buen pan. El pan de Roma hecho con el trigo que los esclavos cultivan, que los esclavos cosechan y que los esclavos hornean. Camina por las calles y ¿que hay en ellas que no haya sido hecho por los esclavos? ¿creéis que me asustáis? ¡Os escupo en la cara! "
Mientras esto ocurría, Craso volvió a la puerta Apia. Había dormido mal, como ocurre a menudo a la gente cuando intenta dormir durante el día lo que no durmió durante la noche. Si alguien le hubiera preguntado por qué había vuelto al lugar de la crucifixión, seguramente se habría encogido de hombros. Pero en realidad lo sabía muy bien. Con la muerte del último de los gladiadores se completaba todo un gran período de la vida de Craso. Craso iba a ser recordado no solamente como hombre muy rico, sino como el hombre que había sofocado la rebelión de los esclavos. Es muy sencillo decirlo, pero no fue muy sencillo hacerlo. En toda su vida, Craso no podría nunca separar de su memoria el recuerdo de la guerra librada contra los esclavos. Viviría con esos recuerdos, se levantaría con ellos y se iría a dormir con ellos. No podría despedirse de Espartaco hasta que él mismo, el general Craso, muriera. Entonces terminaría la lucha entre Espartaco y Craso, pero solamente entonces. De modo que Craso volvía ahora a la puerta para contemplar la parte viviente que quedaba de su adversario.
Un nuevo capitán estaba a cargo de la guardia, pero conocía al general —como casi toda la gente de Capua—y se desvivió por mostrarse atento y servicial. Hasta se disculpó por el hecho de que quedara tan poca gente esperando la muerte del gladiador.
—Esta llegando muy rápidamente a su fin —declaró— Es sorprendente. Parecía ser un tipo duro, de los que aguantan mucho. Debería resistir por lo menos tres días. Pero habrá muerto antes de que llegue la mañana.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Craso.
—No es difícil saberlo. He visto gran número de crucifixiones y casi todas siguen el mismo curso. Salvo que los clavos corten alguna arteria importante, en cuyo caso el condenado se desangra rápidamente. Sin embargo éste no sangra mucho. Simplemente, no quiere seguir viviendo cuando ocurre eso, mueren con rapidez. No se imaginaba que sería así, ¿verdad?
—Nada me sorprende —dijo Craso.
—Me imagino que no. Después de todo lo que habrá visto...
En ese momento, los soldados aprehendieron a la anciana y la forma en que comenzó a gritar al resistírseles atrajo la atención del general y del capitán apostado con la puerta. Craso se les acercó, con sólo una mirada se dio cuenta de la situación, y los reprendió mordazmente:
—¡Qué gran grupo de héroes sois vosotros! ¡Dejad en paz a la anciana!
El tono de su voz les hizo obedecer de inmediato. Dejaron que la anciana se marchara. Uno de ellos reconoció a Craso y lo susurró a los otros, y entonces el capitán se acercó y quiso saber de qué se trataba y si es que no tenían nada mejor que hacer que perder el tiempo.
—Ella habló de manera insolente y grosera —explico uno de los soldados.
Un hombre que estaba parado cerca del lugar lanzó una carcajada.
—Marchaos de aquí todos vosotros —ordenó el capitán a los ociosos. Los aludidos retrocedieron unos poco pasos, pero no se alejaron mucho, y la vieja bruja se encaro irónicamente con Craso:
—Así que el gran general es mi protector —dijo.
—Quién eres tú, vieja bruja? —preguntó Craso.
—Gran general, ¿debo arrodillarme ante ti o escupirte en la cara?
—¿Lo ve? ¿No se lo dije? —gritó el soldado.
—Sí está bien. Veamos, anciana, ¿qué es lo que quieres? —preguntó Craso.
—Lo único que quiero es que me dejéis en paz. Vine a ver cómo moría un buen hombre. No debería morir abandonado. Me senté y estuve observándolo mientras moría. Le ofrecí mi cariño. Le dije que nunca morirá. Espartaco nunca murió. Espartaco vive.
—¿De qué demonios estás hablando, anciana?
—¿No sabes de lo que estoy hablando, Marco Licinio Craso? Estoy hablando de Espartaco. Sí, yo sé por qué has venido aquí. Nadie más lo sabe. Ellos no lo saben. Pero tú y yo lo sabemos, ¿no es así?
El capitán ordenó a los soldados que la aprehendieran y se la llevaran lejos, ya que se trataba de una inmunda porquería, pero Craso, con enojo, los detuvo.
—Os he dicho que la dejéis en paz. ¡Basta de haceros los valientes delante de mí! Si sois tan extraordinariamente valientes, ¿por qué no os alistáis en las legiones en vez de quedaros aquí, en una ciudad veraniega? No necesito ayuda de nadie. Puedo defenderme solo de esta anciana.
—Tienes miedo —dijo sonriendo la anciana.
—¿Miedo de qué?
—Tienes miedo de nosotros, ¿verdad? ¡Qué miedo tenéis todos! Por eso has venido aquí. Para verlo morir. Para tener la certidumbre de que ha muerto hasta el último. ¡Dios mío! ¡Lo que os han hecho unos esclavos! Y aún sientes miedo. Y cuando muera, ¿será acaso el final? ¿Llegará alguna vez el final, Marco Licinio Craso?
—¿Quién eres tú, anciana?
—Soy una esclava —respondió, y en ese momento pareció que se tornaba simple, infantil y senil—. Vine aquí a ver a uno de los míos y reconfortarlo un poco. Todos los demás tienen miedo de venir. Capua está llena de mi gente, pero tienen miedo. Espartaco nos dijo: «¡Levantaos y sed libres!». Pero tuvimos miedo. Somos fuertes y, sin embargo, nos acobardamos, lloriqueamos y huimos.
Y entonces se llenaron de lágrimas los legañosos ojos de la anciana.
—¿Qué vas a hacer conmigo? —dijo implorante.
—Nada, anciana. Siéntate allí y llora, si quieres.
Le arrojó una moneda y caminó pensativamente. Se dirigió hacia la cruz, miró al gladiador que moría en lo alto mientras pensaba en las palabras que había dicho la anciana.
En la vida del gladiador hubo cuatro épocas. La infancia fue el tiempo feliz de la ausencia de conocimiento, y en su juventud hubo conocimiento y dolor y odio. La época de la esperanza vino cuando combatió con Espartaco, y el tiempo de la desesperación lo alcanzó cuando comprendió que su causa estaba perdida. Ahora había llegado el final de la época de la desesperación. Ahora estaba muriendo.
La lucha había sido su pan y su carne, pero ahora ya no luchaba más, la vida había sido en él una furia de ira y resistencia, un enorme grito en busca de la lógica en las relaciones entre un hombre y otro. Algunos están hechos para aceptar y otros son incapaces de hacerlo. No había nada que él pudiera aceptar hasta que encontró a Espartaco. Entonces aceptó la idea de que la vida humana era algo valioso. La vida de Espartaco era algo valioso; era una cosa noble, y los hombres que estaban con él vivían noblemente, pero ahora, en la cruz y a punto de morir, se preguntaba por qué habían fracasado. La pregunta buscaba respuesta en la confusa razón que aún le quedaba, pero la interrogación no encontró respuesta.
(Está con Espartaco cuando llega la noticia de que Crixo ha muerto. La muerte de Crixo era la lógica de la vida de Crixo. Crixo se había aferrado a un sueño. Espartaco se dio cuenta de cuándo el sueño llegó a su fin y se hizo imposible. El sueño de Crixo y la carrera de Crixo tenía por objetivo la destrucción de Roma. Pero llegó un momento en que Espartaco comprendió que nunca podría destruir a Roma, que, en cambio, Roma los destruiría ellos. Aquél fue el comienzo, y el final fue que veinte mil esclavos marcharon a las órdenes de Crixo. Y ahora Crixo ha muerto y su ejército ha sido destruido. Crixo está muerto y sus hombres están muertos. No reirá más ni gritará más el enorme, violento y pelirrojo Galo. Está muerto.
(David está con Espartaco cuando llega la noticia. Un mensajero, un superviviente, trae la noticia. Mensajeros como éste llevan a la muerte a su lado. Espartaco escucha. Luego se vuelve hacia David.
(—¿Has oído?—le pregunta.
(—He oído.
(—¿Has oído que Crixo ha muerto y que su ejército ha sido aniquilado?
(—He oído.
(—¿Tanta muerte existe en el mundo? ¿Tanta?
(—El mundo está lleno de muerte. Antes de haberte conocido sólo había muerte en el mundo.
(—Ahora solamente hay muerte en el mundo —dice Espartaco.
(Ha cambiado. Es distinto. Nunca volverá a ser como era antes. Nunca volverá a tener con la vida la hermosa relación que había mantenido hasta ahora, que había mantenido aun en las minas de oro de Nubia, que había mantenido aun en el circo, cuando estaba desnudo, con un puñal en la mano. Para él ahora la muerte ha triunfado sobre la vida. Allí está ahora sin nada en el rostro y los ojos llenos de nada, y, entonces, de la nada caen las lágrimas y ruedan por sus anchas y morenas mejillas. ¡Qué cosa terrible es para David estar allí y verlo llorar! Es Espartaco el que está llorando. Un pensamiento cruza la mente del judío y es éste:
¿Debo hablarte de Espartaco?
(Porque nada verás mirándolo. Porque nada sabrás mirándolo. Sólo verás su nariz rota y aplastada, su ancha boca, su tez morena y sus ojos separados. ¿Cómo puedes llegar a saber algo sobre él? Es un hombre nuevo. Dicen que como los héroes de los tiempos pasados; ¿pero qué tienen en común con Espartaco los héroes de los tiempos pasados? ¿Procede un héroe de un esclavo que ha sido engendrado por un esclavo? ¿Y de dónde procedía este hombre? Cómo puede vivir sin odio y sin envidia? A un hombre puede conocérselo por su amargura y por su rencor, pero he aquí a un hombre sin amargura y sin rencor. He aquí a un hombre noble. He aquí a un hombre que nada malo hizo en toda su vida. Es diferente de ti, pero también es diferente de nosotros. Es lo que nosotros estamos comenzando a ser; pero ninguno de nosotros es lo que él es. Avanzó más allá que nosotros. Y ahora llora.
(—Por qué lloras? —pregunta David—. Ahora será muy difícil para nosotros. ¿Por qué lloras? No nos darán cuartel hasta que todos estemos muertos.
(—¿Tú nunca lloras? —le pregunta Espartaco.
(—Lloré cuando clavaron a mi padre en la cruz y nunca más volví a llorar.
(—Tú no lloraste por tu padre —dice Espartaco— y yo no lloro por Crixo. Lloro por nosotros. ¿Por qué ocurrió esto? — ¿En qué nos equivocamos? Al comienzo nunca tuve una duda— Toda mi vida estaba consagrada al momento en que los esclavos tuvieran fuerza y armas en sus manos. Y entonces nunca tuve una duda. Había pasado para siempre el tiempo de los latigazos. Se oía el sonido de las campanas a través de todo el mundo. ¿Por qué fracasamos, entonces? — ¿Por qué fracasamos? ¿Por qué has muerto, Crixo, camarada mío? ¿Por qué eras tan empecinado y terrible! ¡Ahora has muerto y han muerto todos tus valerosos hombres!
(El judío dice: «Los muertos se han ido. ¡Deja de llorar!
(Pero Espartaco se deja caer al suelo, doblado sobre sí mismo, y con el rostro pegado a la tierra grita: «Traedme a Varinia. Traédmela. Decidle que tengo miedo y que la muerte se cierne sobre mí».)
Hubo un momento de completa claridad antes de que muriera el gladiador. Abrió los ojos; la vista se le aclaró y durante un instante no tuvo conciencia de dolor alguno. Vio nítidamente y con claridad la escena en torno a él. Allí estaba la vía Apia, la gran ruta romana, gloria y nervio de Roma, tendida hacia el norte, cubriendo la distancia hasta la misma urbe. Al otro lado se levantaban las murallas de la ciudad y la puerta Apia. Había en ella una docena de soldados aburridos. Estaba el capitán a cargo de la guardia de dicha puerta, flirteando con una hermosa muchacha. A la orilla del camino, sentados en los bordes, había un grupo de morbosos ociosos. Por el camino propiamente dicho el tráfico era variable, ya que era avanzada la cuarta hora y la mayor parte de la población libre de la ciudad se encontraba en los baños. Más allá de la carretera, el gladiador imaginaba ver, al desviar la vista, el resplandor del mar en la más hermosa de las bahías. Del mar llegaba una corriente de aire fresco y el roce de sus ráfagas en el rostro era como la caricia de las frescas manos de la mujer que el hombre ama.
Vio los verdes arbustos que bordeaban la orilla de la carretera y los obscuros cipreses que se elevaban más atrás y hacia el norte, las onduladas colinas y los picos de la montaña solitaria en que se ocultaban los esclavos cuando huían. Vio el cielo azul de la tarde, azul y hermoso como la pena por un deseo insatisfecho, y bajando la vista vió una solitaria mujer que, acurrucada a unos diez metros de la cruz, lo miraba intensamente y lloraba al observarlo.
«¿Por qué llora por mí? —se preguntó entonces el gladiador—. ¿Quién eres, anciana, tú que estás allí sentada lloras por mí?»
Sabía que se estaba muriendo. Su mente estaba lúcida; sabía que se estaba muriendo y se sentía feliz por el hecho de que pronto no habría ni recuerdos ni dolor, sino tan sólo ese sueño que con certeza todos los hombres saben que dormirán. Ya no tenía deseo alguno de luchar o resistir a la muerte. Se daba cuenta de que cuando cerrara los ojos la vida lo abandonaría, tranquila y rápidamente.
Y vio a Craso. Lo vio y lo reconoció. Sus ojos se encontraron. El general romano permaneció tan derecho e inmóvil como una estatua. La blanca toga le cubría con sus pliegues de la cabeza a los pies. Su cabeza, tostada por el sol, fina y hermosa, era como un símbolo de la fuerza, el poderío y la gloria romanos.
«¡De modo que estás aquí para verme morir, Craso! —pensó el gladiador—. Has venido a ver morir en la cruz al último de los gladiadores. Y de ese modo muere un gladiador y lo último que ve es al hombre más rico del mundo.» Entonces el gladiador recordó la otra vez en que había visto a Craso. Recordó a Espartaco, también. Recordó cómo estaba Espartaco. Sabían que todo había terminado; sabían que ya no había nada que hacer; sabían que era la última batalla. Espartaco se había despedido de Varinia. Porque, pese a sus ruegos, pese a sus desesperadas suplicas, se había despedido de ella y la había obligado a irse. Por ese entonces estaba en avanzado estado de gestación y Espartaco había tenido la esperanza de que el niño hubiera nacido antes de que los romanos terminaran con ellos. Pero el niño aún no había nacido cuando se separó de Varinia, y entonces Espartaco le dijo a David: