Espartaco (46 page)

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Authors: Howard Fast

Tags: #Historico

BOOK: Espartaco
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—Sí, pero cuéntame. Quiero que hables ahora. Quiero saber qué es lo que hizo para que tú pienses eso de él. Es posible que si llego a comprenderlo, llegue yo a ser como Espartaco.

Había continuado bebiendo sin probar bocado. Su ironía era ahora comedida y discreta.

—Tal vez yo pueda ser como Espartaco.

—Usted me hace hablar, pero ¿cómo explicarlo? Los hombres y las mujeres no son de la misma condición entre los esclavos que entre ustedes. Entre los esclavos un hombre y una mujer son iguales. Trabajamos por igual; nos azotan con igual dureza; morimos del mismo modo y vamos a dar a la misma fosa común. Y, al comienzo, nosotras empuñamos las lanzas y las espadas y luchamos al lado de nuestros hombres. Espartaco era mi camarada. Formábamos una sola persona. Nos habíamos unido el uno al otro. Cuando él tenía una herida, me bastaba con tocarla para sentir dolor y que fuera mi propia herida. Y siempre éramos iguales. Cuando murió su mejor amigo, Crixo, inclinó su cabeza sobre mi regazo y gritó y lloró como un niño. Y cuando tuve mi primer hijo, que nació muerto a los seis meses, yo lloré del mismo modo y él me cuidó. En toda su vida no tuvo otra mujer que no fuera yo. Y, pase lo que pase, no tendré yo otro hombre. La primera vez que estuve en sus brazos, tuve miedo. Entonces se apoderó de mí un sentimiento maravilloso. Supe que nunca moriría. Mi amor era inmortal. Nada podía volver a dañarme Pasé a ser como él y supongo que él pasó a ser un poco como yo. No teníamos secretos entre nosotros. Primero tuve miedo de que pudiera ver las imperfecciones de mi cuerpo. Pero entonces comprendí que esas imperfecciones eran tan puras como la piel misma. Me amaba tanto. ¿Pero qué puedo contarle de él? Quieren hacerlo parecer como un gigante, pero no era un gigante. Era un hombre corriente. Era amable y bueno y lleno de amor. Amaba a sus camaradas. Cuando se encontraban solían abrazarse y besarse en la boca. Entre ustedes los romanos nunca he visto que los hombres se abracen y se besen, y, no obstante, aquí los hombres se acuestan con hombres tan fácilmente como se acuestan con mujeres. Fuera lo que fuese lo que Espartaco me dijera, yo lo entendía. Pero yo no lo comprendo a usted. Yo no comprendo a los romanos cuando hablan. Cuando los esclavos discutían y se peleaban, Espartaco los llamaba y ellos hablaban y luego él les hablaba a ellos y ellos escuchaban. Hicieron cosas malas, pero siempre quisieron ser mejores. No estaban solos. Formaban parte de algo; formaban parte de cada uno de ellos, también. Al principio acostumbraban robar parte del botín. Espartaco me demostró que nada podían hacer para impedirlo, porque provenían de lugares donde se robaba. Pero el tesoro común nunca se cerró con llave ni tuvo que ser vigilado, y cuando vieron que podían disponer de cuanto necesitaran sin tener que robarlo y que no había modo de usar lo que robaban, dejaron de robar. Perdieron su miedo de tener hambre y de ser pobres. Y Espartaco me enseñó que todas las cosas malas que hacen los hombres se deben a que tienen miedo. Me mostró cómo podíamos cambiar y transformarnos en seres buenos y hermosos, con única condición de vivir fraternalmente y compartir todo cuanto se tuviera, los unos con los otros. Yo vi eso. Yo viví eso. Pero de algún modo el hombre que yo tuve siempre fue así. Por ese motivo pudo convertirse en su líder. Por eso lo escuchaban. No eran asesinos y carniceros. Eran algo que el mundo nunca había visto antes. Eran como debe ser la gente. Por ese motivo usted no puede herirme. Por ese motivo yo no puedo amarlo.

—¡Fuera de aquí! —le dijo Craso—. ¡Apártate de mi vista! ¡Maldita seas!

VI

Graco volvió a llamar a Flavio. Aquellos dos hombres compartían el mismo destino. Más que nunca tenían el aspecto de hermanos aquellos dos hombres ancianos y obesos. Se sentaban y se miraban comprendiéndose mutuamente. Graco se daba cuenta de la tragedia de Flavio. Flavio había intentado siempre ser como otros hombres que triunfaban, pero nunca lo había logrado. Gesto por gesto los imitaba, pero a la postre no pasaba de ser una imitación. Ni siquiera era un engaño; apenas si era la imitación de un engaño. Y Flavio miraba a Graco y se daba cuenta de que el viejo Graco estaba acabado, completamente acabado, y ya nunca volvería a ser lo que había sido. Sospechaba que algo terrible había ocurrido en la vida de Graco; se trataba tan sólo de una sospecha, pero era suficiente. Había encontrado un protector y el protector ya no podía protegerlo. ¡Vaya con las cosas que pasan!

—¿Qué quieres? —preguntó Flavio—. No me mires de ese modo. Se trata de Varinia. He obtenido la confirmación, si es que la quieres. La mujer de Espartaco. ¿Qué quieres de mí ahora?

—¿De qué tienes miedo? —preguntó Graco—. Nunca doy la espalda a la gente que me ha ayudado. ¿Por qué demonios debes tener miedo?

—Tengo miedo de ti —contestó Flavio con desconsuelo — Tengo miedo de lo que vas a pedirme que haga. Podrías llamar a las cohortes de la ciudad si quisieras. Tienes tus propias pandillas y tus propios matones y hay barriadas enteras que podrías usar para tus fines. ¿Por qué lo haces entonces? ¿Por qué acudes a alguien como yo, que ya no es nadie? Ni siquiera eso, pues nunca pasé de ser un sinvergüenza barato, nunca. ¿Por qué no acudes a tus amigos?

—No puedo —dijo Graco—. En esto no puedo acudir a mis amigos.

—¿Por qué?

—¿No te das cuenta por qué? Quiero a esa mujer. Quiero a Varinia. He tratado de comprarla. Le he ofrecido a Craso un millón de sestercios y luego dupliqué el precio. Me insultó y se rió de mí en mi cara.

—¡Oh!, no, no... ¡dos millones!

De sólo pensarlo, Flavio comenzó a temblar. Se lamió los gruesos labios y apretó y aflojó las manos repetidamente.

—Dos millones. ¡Pero eso es el mundo en un saco! Llevas contigo ese dinero y consigues el mundo entero. ¿Y ofreciste eso por esa mujer? ¡Cielos, Graco!, ¿por qué la quieres? No es que quiera meterme en tus secretos. Quieres que haga algo por ti, pero te aseguro que me iré de aquí inmediatamente si no me lo dices. Tengo que saber por qué la quieres.

—La amo —respondió Graco tristemente.

—¡Qué!

Graco asintió. Ya no le quedaba dignidad. Asintió y se le enrojecieron y humedecieron los ojos.

—No comprendo. ¿Amor? ¿Qué demonios es el amor? Nunca te casaste. No hubo mujer que llegara a poner sus dedos sobre ti. Y ahora vienes y me dices que amas a una muchacha esclava al extremo de pagar dos millones de sestercios por ella. No puedo comprenderlo.

—¿Es que acaso tienes necesidad de comprenderlo? —gruñó el político—. No podrías entenderlo. Mírame y verás que soy viejo y gordo y además siempre sospechaste que era un capón. Tómalo como quieras. Nunca conocí a una mujer que fuera un ser humano; ¿cómo son la mayoría de nuestras mujeres? Las he temido y las he odiado. Es posible que nosotros las hayamos hecho como son... No sé. Ahora quiero ir arrastrándome de rodillas hasta esa mujer. Quiero que, aunque sea tan sólo una vez, me mire y me diga que significo algo para ella. No sé lo que Craso será para ella, pero comprendo lo que significa para mí. Lo comprendo perfectamente bien. Pero ¿qué puede significar él para ella? Él es el hombre que destruyó a su esposo..., el hombre que aplastó a Espartaco. ¿Cómo puede ella mirarlo sin sentir desprecio y odio hacia él?

—Las mujeres pueden —asintió Flavio—. Craso puede elevar el precio indefinidamente. Te sorprenderías.

—¡Oh!, estás completamente equivocado, gordo tonto. ¡Estúpido gordo tonto!

—No empieces de nuevo, Graco.

—Entonces no hables como un idiota. Quiero a esa mujer. Ya sabes cuál es el precio.

—Quieres decir que pagarás...

—Sí.

—¿Te das cuenta de las consecuencias? —dijo Flavio cautelosamente—. No para mí. Si lo logro, tomo el dinero y me voy a Egipto y me compro una villa y algunas muchachas esclavas de Alejandría y vivo allí como un sátrapa por el resto de mis días. Yo puedo hacer eso, pero tú Graco. Tú eres Graco; eres un senador; en este momento eres la fuerza más poderosa de Roma. No puedes huir— ¿Qué vas a nacer con ella?

—Por ahora eso no me preocupa.

—¿No? Sabes lo que hará Craso. Nadie derrotó nunca a Craso. Nadie tomó nunca nada que fuera de Craso. Puedes luchar contra Craso? ¿Puedes competir con su riqueza? Te destruirá, Graco. Te llevará a la muerte. Te arruinará y te matará.

—¿Crees que es tan grande como para lograrlo? —preguntó Graco con suavidad.

—¿Quieres que te diga la verdad? Dos millones es algo con lo que ni siquiera he soñado, pero la verdad es que sí. Puede hacerlo y lo hará.

—Correré el riesgo —dijo Graco.

—¿Y qué es lo que obtendrás corriendo ese riesgo? Dos millones es mucho dinero. Puedo pagar para que la saquen de la casa y te la traigan. Eso no será difícil. Pero ¿cómo saber que ella no te escupirá en la cara? ¿Por qué no habría de hacerlo? Craso aplastó a Espartaco. Pero ¿quién llevó a Craso a eso? ¿Quién maniobró para que lo consiguiera? ¿Quién le entregó el ejército y le encomendó la tarea?

—Fui yo —dijo Graco.

—Precisamente. Entonces, ¿qué obtendrás?

—Puedo obtenerla a ella...

—¿Qué es lo que puedes darle? Hay sólo una cosa que los esclavos quieren. ¿Puedes dársela?

—¿Qué cosa?

—¡Oh!, tú sabes de qué se trata —repuso Flavio—. ¿Por que no enfrentas las cosas?

—¿Te refieres a la libertad?

—No contigo. Su libertad sin ti. Eso significa su libertad fuera de Roma. Eso quiere decir la libertad fuera del alcance de Craso.

—¿No crees que ella debería darme aunque fuera un noche por su libertad?

—¿Una noche de qué?

—De amor...; no, de amor no. Honor, respeto, atenciones. No..., no es eso. Gratitud. Déjame plantearlo en esa forma. Una noche de gratitud.

—¡Qué tonto eres! —exclamó Flavio.

—Lo soy doblemente por estar aquí sentado y permitirte que lo digas —asintió Graco—. Tal vez lo sea... Tal vez no. Correré el riesgo con Craso. Tienes que convencerla de que nunca falto a mi palabra. He vivido cumpliendo mi palabra. Roma lo sabe, pero lo importante es que puedas convencerla a ella.

Flavio asintió con la cabeza.

—Tendrás que arreglar las cosas de modo que a continuación ella pueda salir de Roma. ¿Puedes hacerlo?

Flavio volvió a asentir.

—¿Adonde?

—Por lo menos hasta la Galia Cisalpina. Allí estará a salvo. En el sur las puertas estarán vigiladas. Creo que estará a salvo si se va hacia el norte, hacia la Galia. Ella es germana. Me imagino que si quiere, puede llegar a Germania.

—¿Y cómo te las arreglarás para sacarla de la casa de Craso?

—Eso no es problema. Sale al campo todas las semanas, cada tres días. Un poco de dinero juiciosamente gastado hará el resto.

—Solamente si ella consiente.

—Lo comprendo —convino Flavio.

—Y me imagino que querrá llevarse al bebé. Y me parece bien que lo haga. Procuraré que el pequeño esté cómodo aquí.

—Sí.

—Tú quieres que te pague los dos millones por adelantado, ¿no es así?

—Me parece que es conveniente recibirlo por adelantado —dijo Flavio con algo de tristeza.

—Te los puedo dar ahora. El dinero lo tengo aquí. Si quieres te doy el dinero en efectivo o, si prefieres, te entrego una orden de pago para mis banqueros de Alejandría.

—Prefiero dinero en efectivo —dijo Flavio.

—Sí... Creo que tienes razón. No pienses en escaparte, Flavio. Te encontraré en cualquier parte donde quieras esconderte.

—¡Maldito seas, Graco! Mi palabra es tan fiable como la tuya.

—Está bien.

—¡Lo único que no sé es por qué estás haciendo esto! ¡Por todos los dioses habidos y por haber, no sé por qué lo haces! No conoces a Craso si te imaginas que no va a reaccionar.

—Conozco a Craso.

—Entonces, que Dios te ayude, Graco. Quisiera no ser tan pesimista, pero no puedo menos que decirte la verdad.

VII

Varinia tuvo un sueño. Soñó que se la sometía a un interrogatorio en el honorable Senado. Allí estaban sentados los hombres que gobernaban el mundo. Todos estaban sentados en sus grandes escaños, envueltos en sus blancas togas, y cada uno de ellos tenía el rostro alargado, elegante y duro de Craso. La suma del poder estaba expresada en todo cuanto les concernía, en la forma en que estaban sentados, inclinados hacia delante, con la mejilla apoyada en la mano, en la expresión de sus rostros, tan ceñudos y llenos de presagios, en su confianza, en su seguridad... Representaban el poder y la fortaleza y nada en el mundo podía oponérseles. Estaban sentados en sus blancos asientos de piedra en la amplia sala circular del Senado y bastaba verlos para sentir temor.

Varinia soñó que estaba ante ellos y que tenía que prestar testimonio contra Espartaco. Se hallaba de pie ante ellos con un fino vestido de algodón y estaba lúcida y dolorosamente consciente de que la leche de sus senos lo estaba manchando. Ellos comenzaron a interrogarla.

—¿Quién era Espartaco?

Iba a responder, pero antes de que pudiera hacerlo ya le fue formulada la siguiente pregunta. —¿Por qué trató de destruir a Roma?

Nuevamente trató de responder y nuevamente se le formuló la pregunta siguiente.

—¿Por qué asesinó a todos cuantos cayeron en sus manos? ¿No sabía acaso que nuestras leyes prohiben el asesinato?

Trató de negar, pero antes de que de sus labios salieran dos palabras desmintiendo lo afirmado en la pregunta, va estaba presente la siguiente.

—¿Por qué odiaba todo cuanto es bueno y amaba todo cuanto es malo?

Nuevamente intentó hablar, pero uno de los senadores se puso de pie y señaló su pecho.

—¿Qué es eso? —preguntó.

—Leche.

Entonces se reflejó ira en todos los rostros, una terrible ira, y ella se sintió más atemorizada que nunca. Y luego, sin que hubiera razones para ello, al menos que ella recordara en su sueño, el temor se desvaneció. En su sueño se dijo a sí misma:

—Esto sólo ocurre porque Espartaco está conmigo.

Volvió el rostro y, en efecto, él estaba a su lado. Estaba vestido en la forma en que casi siempre vistió durante sus campañas. Llevaba botas altas, de cuero. Vestía una túnica lisa, de color gris, y sobre sus cabellos se alzaba un pequeño gorro de fieltro. No llevaba armas, ya que había hecho cuestión de no llevar armas a menos que fuera en el campo de batalla. No usaba anillos, ni joyas ni brazaletes. Su rostro estaba bien afeitado y su rizado cabello estaba cortado al rape.

Su apariencia tenía un aire de extraordinaria tranquilidad y seguridad en sí mismo. Ella recordaba —en su sueño— que siempre había sido así. Espartaco se acercaba a un grupo y un sentimiento de tranquilidad se apoderaba de todos. Pero ella experimentaba una reacción distinta. Siempre que lo veía lo inundaba una sensación de alegría como si se abriera un círculo. Y cuando él aparecía, el círculo se cerraba y completaba. Una vez ella había estado en su tienda de campaña. Por lo menos había cincuenta personas esperándolo. Finalmente, él llegó y ella se hizo a un lado mientras atendía a la gente que lo había estado esperando. Se limitó a observarlo, pero su felicidad fue en constante aumento, y cada palabra que él decía y cada movimiento que él hacía en su tienda de campaña contribuían a intensificar ese placentero estado de ánimo. Llegó un momento en que no pudo continuar así y salió de la tienda y buscó un lugar donde estar sola.

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