Por lo cual el Senado preguntó a Baciato:
—¿Había indicios de conspiración, descontento o quizá de conjura?
—Ningún indicio —insistió.
—Y cuando usted hizo ejecutar al africano, y tenga en cuenta que consideramos su proceder bastante justificado, ¿no hubo protestas?
—Ninguna.
—Estamos especialmente interesados en saber si en este caso hubo alguna ayuda exterior, provocación extranjera de cualquier tipo.
—Es imposible que la hubiera —declaró Baciato.
—¿Y no hubo ni ayuda exterior ni se le proveyó de fondos desde el exterior al triunvirato de Espartaco, Gannico y Crixo?
—Puedo jurar por todos los dioses que no hubo tal —dijo Baciato.
Pero aquello no era totalmente cierto, pues ningún hombre está solo. La increíble fortaleza de Espartaco había hecho que nunca se sintiera solo y nunca se encerrara en sí mismo. No mucho antes de la fracasada exhibición de lucha de parejas, contratada por el adinerado joven romano Mario Braco, había habido un levantamiento de esclavos en tres grandes fincas rústicas de Sicilia. Novecientos esclavos participaron en él y todos los sublevados, salvo unos cuantos, fueron condenados a muerte, y fue solamente al final de tanto derramamiento de sangre cuando los amos comprendieron cuánto dinero se estaba perdiendo en la sangría. De modo que casi un centenar de sobrevivientes fueron vendidos a las galeras por una auténtica miseria y fue en una galera donde uno de los agentes de Baciato descubrió a un galo enorme, pelirrojo, ancho de espaldas, llamado Crixo. Y ya que los esclavos de las galeras eran considerados incorregibles, el precio era bajo e incluso los sobornos que se pagaban en las transacciones eran pequeños, y como los tratantes de esclavos que controlaban los muelles de Ostia no andaban a la busca de enredos, nada dijeron del origen de Crixo.
Por consiguiente, Espartaco no se hallaba ni solo ni desconectado de los muchos hilos que formaban un tejido especial. Crixo estaba en la celda próxima a la suya. Más de una noche, extendido a lo largo del piso de su celda la cabeza junto a la puerta, Espartaco había escuchado de labios de Crixo el relato de la continua e interminable lucha de los esclavos sicilianos, que había comenzado más de medio siglo atrás. Espartaco era un esclavo y nacido de esclavos, pero entre los de su propia clase había héroes legendarios tan maravillosos como Aquiles y Héctor y Odiseo el sabio, tan admirables y, en mayor medida, tan orgullosos, aunque no se les dedicaran canciones ni se los transformara en dioses para que los hombres les rindieran culto. Lo cual estaba muy bien, porque los dioses eran como los ricos romanos y estaban tan escasamente preocupados como ellos por la vida de los esclavos. Éstos eran hombres y menos que hombres: eran esclavos, esclavos desnudos que en el mercado eran más baratos que los asnos y que llevaban arneses en los hombros y tiraban de los arados en los campos de los latifundios. ¡Pero eran unos auténticos colosos! Eunus, que había puesto en libertad a todos los esclavos de la isla y que había aplastado a tres ejércitos romanos antes de que lograran reducirlo; Athenion, el griego; Salvio, el tracio; el germano Undart y el extraño judío Ben Joash, que había escapado de Cartago en un barco y se había unido a Athenion con toda la tripulación.
Al escucharlo, el corazón de Espartaco se henchía de orgullo y alegría, y un inmenso y purificador sentido de fraternidad y comunión le unía a esos héroes muertos. Su corazón se abría para aquellos camaradas suyos; los conocía bien; sabía lo que habían sentido y lo que habían soñado y lo que perseguían. Razas, ciudades o estados no tenían significado alguno. Su cautiverio era universal. Mas pese al momentáneo esplendor de sus rebeliones, éstas siempre habían fracasado; siempre eran los romanos quienes los clavaban en la cruz, el nuevo árbol con la nueva fruta, de modo que todos pudieran ver la recompensa que recibiría el esclavo por el hecho de querer dejar de serlo.
—Al final, siempre ocurrió lo mismo —dijo Crixo.
Y cuanto más tiempo llevaba siendo gladiador, menos era lo que decía Crixo de lo que había sido. Ni el pasado ni el futuro pueden ayudar a un gladiador. Para él sólo existía el ahora. Crixo había construido un muro de cinismo en torno suyo, y Espartaco era el único que arremetía contra el amargo caparazón del gigantesco galo. Y en una oportunidad Crixo le había dicho:
—Te haces de muchos amigos, Espartaco. Es duro matar a un amigo. Déjame tranquilo.
Aquella mañana, después de los ejercicios, estuvieron reunidos durante un rato en el recinto, antes de ir por la comida matinal. Acalorados y transpirando, los gladiadores permanecieron o se diseminaron en pequeños grupos, amortiguado su hablar debido a la presencia de los dos africanos que colgaban de las cruces junto a la cerca. Debajo del que había sido elegido como símbolo de castigo para los demás, había un charco de sangre fresca y los pájaros carnívoros revoloteaban y engullían y se salpicaban con ella. Los gladiadores se veían hoscos y sumisos. Aquello era sólo el comienzo, pensaban. Baciato procedería ahora a contratar combates rápidamente y los haría pelear tan pronto como pudiera. Se avecinaban malos tiempos.
Los soldados habían ido a comer bajo una pequeña arboleda, más allá del arroyo que corría junto a la escuela, y Espartaco, desde dentro del recinto, podía verlos tirados en el suelo, sin cascos, apiladas sus pesadas armas. En ningún momento les quitó la vista de encima.
—¿Qué es lo que ves? —preguntó Gannico. Hacía mucho que soportaban juntos la esclavitud; juntos habían estado en las minas y juntos habían vivido su infancia.
—No sé.
Crixo estaba de mal humor. Hacía mucho tiempo que en su interior anidaba la violencia.
—¿Qué es lo que ves, Espartaco? —preguntó entonces también él.
—No sé.
—Pero tú lo sabes todo y por eso los tracios te llaman padre.
—¿A quién odias, Crixo?
—¿El africano también te llamaba padre, Espartaco? ¿Por qué no luchaste contra él? ¿Lucharás contra mí cuando nos llegue el turno, Espartaco?
—Nunca más volveré a luchar contra gladiadores —dijo Espartaco en voz baja—. Eso lo sé. Hace un momento lo ignoraba, pero ahora lo sé.
Una media docena de gladiadores había escuchado sus palabras. Se reunieron más cerca de él. Él ya no miraba a los soldados; en cambio miraba a los gladiadores. Miraba un rostro detrás de otro. La media docena se convirtió en ocho, diez y doce, pero prosiguió sin pronunciar palabra; y la hosquedad de ellos desapareció y en sus ojos resplandeció una interrogante nerviosidad. Él los miró a los ojos.
—¿Qué es lo que haremos, padre? —preguntó Gannico.
—Cuando llegue el momento sabremos lo que tenemos que hacer. Ahora dispersaos.
El tiempo se encogió y sobre el esclavo tracio se acumularon millares de años. Todo cuanto no había ocurrido en un millar de años iba a ocurrir en las próximas horas. Ahora, nuevamente, por un instante, eran esclavos, la hez de la esclavitud, los carniceros de la esclavitud. Avanzaron hacia las puertas del recinto y de allí pasaron al comedor, a tomar la comida matinal.
En ese lugar se cruzaron con Baciato en su litera. Estaba sentado en su enorme litera, servida por ocho esclavos, acompañado por su esbelto y cultivado contable, ambos en camino hacia el mercado de Capua para comprar provisiones. Cuando pasaron por las filas de los gladiadores, Baciato advirtió la prestancia y disciplina con que marchaban, y consideró que si bien el sacrificio de un africano había sido un gasto no deseado, estaba enteramente justificado.
De ese modo, Baciato vivía, y su contable vivía también para seccionar el cuello de su amo en el futuro próximo.
Lo que ocurrió en el comedor —o cuarto del rancho, para expresarlo con mayor propiedad, donde los gladiadores se reunían para comer, nunca se sabrá ni se contará cabalmente; porque no había historiadores para dar testimonio de las hazañas de los esclavos, ni sus vidas se consideraban dignas de ser registradas; y cuando lo que hizo un esclavo tuvo que ser considerado como parte de la historia, la historia fue escrita por uno que era dueño de esclavos y los temía y los odiaba. Pero Varinia, que en esos momentos trabajaba en la cocina, fue testigo presencial de los hechos, y tiempo después le contó lo ocurrido a otra persona —cómo se verá luego—, y aunque el potente retumbar de tal acontecer vaya acallándose hasta llegar al susurro, nunca se habrá perdido del todo. La cocina estaba en uno de los extremos del cuarto del rancho. Las puertas por las que se entraba en él se hallaban en el lado opuesto.
El cuarto del rancho se había construido por indicación personal de Baciato. Muchos edificios romanos se levantaban de la manera tradicional, pero el adiestramiento y la utilización de un elevado número de gladiadores constituía algo inédito en esos años, como lo era el desmesurado interés por el combate de parejas, de manera que la enseñanza y el control de tantos gladiadores era un asunto totalmente nuevo. Baciato tomó como base una vieja pared de piedra y le agregó tres lados. El cuadrilátero formado de ese modo fue techado entonces al viejo estilo: un cobertizo de madera proyectado hacia adentro por los cuatro costados por un tramo cercano a los dos metros y medio. La parte central quedaba abierta al cielo, y el interior estaba pavimentado hasta un desagüe central, por donde escurría el agua de la lluvia. Ese método de construcción era más común un siglo antes, pero en el suave clima de Capua era suficiente, si bien en invierno el lugar era frío y a menudo húmedo. Los gladiadores comían sentados en el suelo, con las piernas cruzadas, bajo el cobertizo. Los entrenadores se paseaban por el espacio descubierto del centro, desde donde podían observar más fácilmente a todos los presentes. La cocina, que consistía en un largo horno de ladrillos y azulejos y una larga mesa de trabajo, estaba en un extremo del cuadrilátero, abierta al resto del mismo; en el otro extremo había un par de pesadas puertas de madera, y una vez que los gladiadores se hallaban dentro, las puertas eran cerradas con cerrojos.
Y eso se cumplió ese día, siguiendo la rutina establecida, y los gladiadores ocuparon sus lugares y fueron servidos por los esclavos de la cocina, la mayoría de ellos mujeres. Cuatro entrenadores se paseaban por el centro del patio. Los entrenadores llevaban cuchillos y cortos látigos de cuero trenzado. Las puertas habían sido debidamente cerradas desde afuera por dos soldados, destacados del pelotón para tal tarea. El resto de los soldados se estaban sirviendo su comida matinal bajo una agradable arboleda situada a unos noventa metros de distancia.
Todo esto lo vio y tomó en cuenta Espartaco. Comió Poco. Tenía la boca seca y el corazón latía violentamente en su pecho. Nada grande se había hecho, le pareció, y no había mucho más futuro ante él que el que se ofrecía a cualquier otro hombre. Pero algunos hombres llegan a punto en que se dicen a sí mismos: «Si no hago tal o cual cosa, entonces no hay ni necesidad ni razón para que siga viviendo». Y cuando muchos hombres llegan a ese punto, entonces la tierra tiembla. La tierra iba a temblar un poco antes de que terminara el día, antes de que aquella mañana dejara lugar al mediodía y al atardecer; pero Espartaco no lo sabía. Él solamente conocía el siguiente paso, y éste era hablar con los gladiadores. Mientras se lo decía a Crixo, el galo, vio a su mujer, Varinia, observándolo desde donde se hallaba, delante de la cocina. Otros gladiadores también lo observaban. El judío David leía los movimientos de sus labios. Gannico inclinó el oído cerca de él. Un africano llamado Phraxo acercó su cabeza para oír.
—Quiero ponerme de pie y hablar —dijo Espartaco—. Quiero abriros mi corazón. Pero cuando yo hablo no hay marcha atrás y los entrenadores intentarán hacerme callar.
—No lo harán —dijo Crixo, el gigantesco galo pelirrojo.
Aun del otro lado del cuadrilátero se percibía la intensidad del momento. Dos entrenadores se volvieron hacia Espartaco y los hombres que estaban en cuclillas en torno a él. Hicieron chasquear los látigos y desenvainaron los cuchillos.
—¡Habla ahora! —gritó Gannico.
—¿Somos perros para que hagáis chasquear los látigos sobre nosotros? —dijo el africano.
Espartaco se puso de pie y una docena de gladiadores lo imitaron. Los entrenadores amagaron con sus látigos y sus cuchillos, pero los gladiadores se lanzaron sobre ellos y los mataron rápidamente. Las mujeres mataron al cocinero. Todo esto se realizó haciendo muy escaso ruido; solo se escuchó a los gladiadores refunfuñar quedamente.
Entonces Espartaco impartió su primera orden, despacio, suavemente, sin prisa, dirigida a Crixo y Gannico y a David y Phraxo:
—Id hasta la puerta y aseguradla, de modo que yo pueda hablar.
Hubo un instante de indecisión, pero luego le obedecieron. Y cuando más adelante los lideró, la mayoría de las veces hicieron caso a cuanto dijo. Lo querían. Crixo sabía que iban a morir, pero no le importaba, y el judio David que durante tanto tiempo nada había sentido, experimentó una oleada de calor y de amor por aquel extraño, gentil y feo tracio, con su nariz rota y el rostro ovejuno.
—Juntaos en torno a mí —dijo.
Todo había sido realizado muy rápidamente y aún no llegaba sonido alguno de los soldados estacionados afuera. Los gladiadores y los esclavos de la cocina —treinta mujeres y dos hombres— se apretujaban en torno a él, y Varinia lo miró fijamente con temor, esperanza y pavor y se abrió camino hacia él. Los que lo rodeaban abrieron un pasillo para ella; llegó hasta él y él puso un brazo en torno a ella y la mantuvo apretada a su lado mientras pensaba para sí: «Y ahora soy libre. Nunca hubo un momento de libertad para mi padre o mi abuelo, pero en este momento soy un hombre libre».
Era algo como para emborracharlo y sintió que algo le corría por el cuerpo como si fuera vino. Pero paralelamente estaba el temor. No es cosa fácil ser libre; no es ninguna pequeñez el ser libre cuando se ha sido esclavo durante mucho tiempo, todo el tiempo que uno ha conocido y todo el tiempo que el propio padre de uno conoció. También anidaba en Espartaco el terror sumiso y terco del hombre que ha tomado una decisión inalterable y que sabe que cualquier paso que dé en la dirección que ha elegido lo acercará a la muerte. Y por último un gran interrogante acerca de sí mismo, porque aquellos hombres cuyo oficio era matar habían matado a sus amos y estaban poseídos por la terrible duda que surge en un esclavo cuando se ha vuelto contra su amo. Tenían los ojos puestos en él. Para ellos era el amable minero tracio que sabía lo que había en sus razones y se había acercado a ellos, y como estaban sumidos en la superstición y en la ignorancia, tal como la mayoría de la gente de aquel tiempo, pensaban que algún dios —un extraño dios con un poco de piedad en su corazón— lo había tocado. En consecuencia, debía entendérselas con el futuro e interpretarlo como un hombre lee un libro, y conducirlos por él; y si no hubiera caminos para ellos por donde transitar, él debía hacer esos caminos. Todo eso le dijeron sus ojos; todo eso lo leyó en sus ojos.